Luis Rubio
“No me salgan con que la ley es la ley” dijo el presidente López Obrador. En esto, el planteamiento no constituye un rompimiento respecto al pasado reciente, excepto en que el presidente no expresa ni el más mínimo resquemor porque la ley sea la guía de funcionamiento para las relaciones entre el gobierno y la sociedad y entre los distintos integrantes de esta última. La diferencia es que antes se “guardaban las formas” en el argot político mexicano, mientras que ahora la realidad de arbitrariedad queda expuesta al desnudo. Pero el desprecio a todo concepto de legalidad por parte del jefe de Estado constituye un permiso para delinquir.
Cuando un gobierno se asume dueño de la verdad y su actuar un modelo de comportamiento, todo ello sin reglas conocidas por todos, sus acciones se convierten en la ley de la selva e invitan a que todo mundo se comporte de esa manera. Las elecciones de la semana pasada mostraron ese comportamiento en ambos lados del espectro político, producto de esa forma extraordinariamente perniciosa en que se conduce el presidente.
La ley no es asunto de blancos y negros: no es que un día hay Estado de derecho y otro día éste desaparece. Tampoco es asunto de grados: más bien, se trata de un proceso acumulativo que va sedimentando prácticas, instituciones y experiencias hasta que el cumplimiento de la ley se torna inevitable y, por lo tanto, obligatorio para todos. En sentido contrario, cuando la práctica y la experiencia constituyen evidencia fehaciente de la inexistencia de un marco de leyes que se conocen, se respetan y se hacen cumplir, todo el entramado institucional se colapsa y el país entra en el reino de la incertidumbre permanente.
Históricamente, siempre se ha hablado del Estado de derecho con enorme laxitud, generalmente de manera retórica, pero el discurso es importante porque tiene consecuencias, sobre todo frente a la realidad de indefinición -y frecuentemente indefensión- jurídica que afecta a todos los mexicanos. Se habla de leyes y reglamentos, pero la realidad es una de arbitrariedad permanente en su aplicación, presiones sobre los jueces y corrupción de los ministerios públicos. El gobierno actual no concibe a la ley como un instrumento para proteger a la ciudadanía, sino como un mecanismo para acosarla e impedir que se convierta en un factor político relevante.
Cuando un presidente -en su calidad de jefe de gobierno y, sobre todo, como jefe de Estado- abandona hasta la pretensión de cumplir la ley o cuando ataca a los otros poderes públicos denominándolos traidores a la patria, la pregunta pertinente acaba siendo si él considera que su palabra o su voluntad se encuentran por encima de cualquier principio básico de convivencia social. Porque una cosa es la laxitud histórica con que se tratan estos asuntos y otra es la de eliminarlos por completo del panorama: dos mundos muy distintos.
Para la mayoría de los mexicanos, la ley y la justicia son dos entelequias que sólo sirven para abusar de ellos o para beneficiar a los ricos y poderosos, factor clave en el apoyo que recibe el presidente. Quienquiera que haya pasado por procesos judiciales sabe que éstos no están diseñados para lograr justicia “pronta y expedita” como promete la constitución, circunstancia que acerca a parte de la ciudadanía a la retórica presidencial. Sin embargo, la solución correcta sería transformar al sistema judicial para hacerlo efectivo y al servicio de toda la población por igual, sin distingo de condición económica o social.
Los políticos mexicanos siempre han cambiado las leyes para que se ajusten a sus objetivos, sin reparar en la implicación de su actuar. En lugar de fortalecer su mandato, lo diluyen, toda vez que evidencian un apego a las formas, pero un desprecio completo al Estado de derecho. AMLO ni siquiera pretende.
El principio elemental del Estado de derecho radica en la protección del ciudadano respecto al actuar arbitrario de la autoridad. Esto es, implica ante todo la protección política y jurídica de los derechos individuales y de propiedad; la existencia de un poder judicial eficiente que limite en forma efectiva el comportamiento predatorio de la autoridad y que sea accesible a toda la ciudadanía independientemente de su status socioeconómico; y la existencia de un entorno de seguridad jurídica con reglas conocidas de antemano y con la certeza de que las autoridades no emplearán el poder coercible en su contra en forma arbitraria.
En términos prácticos, el Estado de derecho implica que las leyes sean conocidas de antemano, que no se puedan modificar con facilidad y sin contrapesos efectivos y que la autoridad no emplee sus instrumentos de presión, incluyendo la amenaza de cárcel (como ahora se usa la prisión preventiva oficiosa) como medio para imponer la voluntad gubernamental sobre los derechos de los ciudadanos.
El objetivo de un régimen de legalidad es la convivencia pacífica entre los integrantes de una sociedad a fin de hacer posible el desarrollo económico y la paz social. Es claro que en nuestro país existen enormes fallas que impiden la consolidación de un Estado de derecho igual para toda la población, pero esa no es excusa para desdeñarlo, porque la alternativa es la ley de la jungla, a cuya puerta claramente estamos.
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REFORMA
12 Jun. 2022