Represalias

Luis Rubio

En tiempos ancestrales, cuando de pronto el héroe en una tragedia se encontraba en dificultades, un deus ex machina, un dios, descendía del cielo para resolver el problema y cambiar el rumbo de la historia. La decisión del gobierno del presidente Calderón de responder en especie ante la negativa de extender el programa piloto en materia de auto transportes inaugura una nueva etapa en la relación bilateral con Estados Unidos. Luego de años de aceptar decisiones unilaterales en materia comercial, el gobierno mexicano decidió actuar. La pregunta es qué es posible lograr con esta acción. ¿Será ésta un deus ex machina?

Cuando una nación viola las normas que regulan el comercio internacional, existe una serie de mecanismos legítimamente constituidos para responder. Típicamente, las naciones responden de manera tal que se infrinja el mayor daño posible a la nación infractora: más que la represalia misma, el objetivo es corregir.

Sin embargo, eso no es lo que había caracterizado el actuar del gobierno mexicano en las últimas décadas. Hasta ahora, el gobierno no sólo había sido reticente a tomar el tipo de represalias que están contempladas en el TLC y en las normas de comercio internacional, sino que había sido cauteloso en respetar la lógica política interna de EUA. No así en esta ocasión. La decisión estadounidense de cancelar el programa piloto para el auto transporte disparó una reacción inusitada.

Los criterios que el gobierno empleó para decidir los productos que serán sujetos a aranceles hablan por sí mismos. Es claro que se dedicó mucho tiempo a identificar productos que no afectaran las cadenas productivas, que no incrementaran los precios internos y, sobre todo, que fueran sumamente molestos para muchos legisladores estadounidenses. Es decir, la lógica es absolutamente política: que se afecte lo menos posible a la economía mexicana y, al mismo tiempo, que se tenga el mayor impacto político posible en EUA.

Es evidente que se trata de una acción política que tiene importantes consecuencias, independientemente de que el gobierno las haya anticipado o no. El programa piloto tenía por objetivo reunir información empírica que pudiera servir de base para una decisión definitiva sobre el tema. Quienes se oponen a la incursión de los auto transportistas mexicanos en el territorio estadounidense aceptaron el esquema porque esperaban probar que los choferes mexicanos y sus vehículos serían un peligro en las carreteras de ese país. Quienes apoyan la apertura esperaban demostrar que no habría tal peligro. A nadie sorprenderá que la evaluación resultante sirviera a las dos partes para justificar sus prejuicios e intereses.

La decisión de cancelar el programa, que motivó la represalia mexicana, se dio en el contexto de la nueva mayoría demócrata en el congreso de EUA, partido que goza del apoyo (y financiamiento) de los trasportistas, los teamsters. Dicho lo anterior, es peculiar que se haya escogido el tema del auto transporte como móvil para estas represalias. La razón: ni los teamsters estadounidenses ni los camioneros mexicanos tienen la menor intención de competir en el territorio del otro. Por supuesto, lo que más le conviene al consumidor mexicano es que haya mucha competencia para que bajen los costos del trasporte, pero irónicamente- ese ciertamente no es el objetivo de los transportistas que promueven la apertura.

Los teamsters compiten en su país y no tienen interés por abrir un nuevo frente. El movimiento contrario a esta apertura se originó hace dos décadas en Texas cuando un camionero mexicano conduciendo en estado de ebriedad chocó y mató a una familia. A partir de entonces, hay una acendrada oposición en los estados fronterizos a cualquier apertura, misma que los teamsters han convertido en estrategia.

Pero nosotros no nos quedamos atrás. De hecho, la protesta de parte de los transportistas mexicanos por la negativa estadounidense es producto de la estrategia más inteligente que un grupo de interés jamás haya concebido. Los transportistas mexicanos no quieren competir en EUA: lo que quieren es que no haya competencia en las regiones de México en que ejercen un efectivo monopolio. Su estratagema ha sido un ardid maravilloso para engañar a todo mundo. En lugar de quejarse por la competencia como hacen otros empresarios, los transportistas montaron una estrategia de ofensiva que quita la luz sobre su monopolio interno y los costos que eso entraña para el consumidor mexicano. Hay que quitarse el sombrero.

Por lo anterior, es peculiar que se empleara este caso como ejemplar, pero eso no quita que sea encomiable que el gobierno finalmente haya decidido actuar y poner un alto al proteccionismo potencial del actual gobierno norteamericano. El problema ahora es que no es obvia la salida a la situación que esta acción ha creado.

Lo primero que debemos esperar es que los políticos norteamericanos reaccionen, como ya comenzaron a hacerlo, con furiosas declaraciones. Acto seguido, comenzarán a buscar una respuesta positiva que evite molestias a sus productores a nivel local. La maravilla de la democracia representativa consiste precisamente en eso: los empresarios que van a perder mercado con este acto de represalia ya se están quejando con sus congresistas y los van a poner contra la pared. Los legisladores tendrán que sopesar las presiones de al menos tres fuentes: empresarios que pierden con esto, el sindicato de los transportistas americanos y, sobre todo en los estados fronterizos, la población simple y llana que, con razón o sin ella, teme a los choferes mexicanos. Es decir, los políticos estadounidenses tienen varias comunidades de representados con las cuales lidiar, cada una con intereses, dinámicas y lógicas distintas.

En este contexto, la pregunta es qué, en términos prácticos, se puede esperar como respuesta a la acción de represalia mexicana. Las notas periodísticas de los últimos días ya comienzan a sugerir por donde vendrá la solución: lo más que se puede esperar es que se reabra el programa piloto, es decir, un programa modesto que, en realidad, no afecta a los intereses involucrados. Reabriendo el programa piloto los transportistas de los dos países quedarán satisfechos y todo mundo se irá a su casa como si nada hubiera pasado.

Siguiendo a Lampedusa, el gobierno mexicano habrá mostrado un gran cambio de actitud, una disposición a tomar decisiones duras y a dejarle un ojo morado a nuestros vecinos para que, a final de cuentas, todo acabe quedando igual. En todo esto cabe preguntarse quién en el gobierno mexicano vela por los intereses de la ciudadanía y de los consumidores.

 

¿Crecimiento?

Luis Rubio

El crecimiento económico es el gran ausente de México. De hecho, es el gran coco desde el fin de los sesenta y trasciende las etiquetas ideológicas y partidistas que caracterizan a la política nacional. El hecho tangible es que el país lleva cuatro décadas persiguiendo la piedra filosofal del crecimiento de la economía sin encontrar, bien a bien, la clave del éxito. La crisis actual no hace sino exacerbar esta situación. Como que ya es tiempo de comenzar a aceptar que el problema no es partidista o de personalidades sino estructural.

Si algo tienen en común todos los presidentes desde Echeverría hasta Calderón es la preocupación por el crecimiento. Cada uno de ellos ha buscado su respuesta propia en su experiencia, preferencias e imaginario. Cada una de esas respuestas ha sido distinta; lo que todas tienen en común es que, a pesar de sus enormes diferencias, ninguna ha logrado resolver el problema. La preocupación por el crecimiento ha sido constante, pero las respuestas han sido inadecuadas o insuficientes. El resultado sigue siendo muy pobre.

Cuando Echeverría asume la presidencia, el país se encontraba en un periodo que fue llamado de atonía. Luego de dos décadas de excepcional crecimiento económico, el país experimentaba una desaceleración. Para ese momento, el debate dentro del gobierno reconocía que la economía del país se había atorado y que requería una serie de cambios para evitar una crisis de balanza de pagos (sobre todo porque las exportaciones agrícolas y mineras ya no alcanzaban para financiar la importación de materias primas e insumos industriales). En ese momento, la propuesta hacendaria consistía en iniciar un proceso gradual de apertura de la economía en condiciones de gran estabilidad, es decir, con tiempo y sin presiones financieras o cambiarias.

Echeverría optó por romper con la ortodoxia fiscal y financiera que había caracterizado a la política económica en las décadas anteriores y lanzar una estrategia de crecimiento fundamentada en el gasto público. La economía respondió de inmediato, pero pronto comenzó a experimentar un fenómeno hasta entonces desconocido: la inflación. En retrospectiva, la forma en que Echeverría respondió a la preocupación por el crecimiento resultó brutalmente costosa no sólo porque endeudó al país e inició la serie de crisis cambiarias que caracterizarían a los siguientes veinte años, sino porque además destruyó el consenso imperante no sólo en materia económica, sino también en términos del respeto a la autoridad y la estabilidad tanto política como social. Lo peor de todo es que encumbró a diversos grupos de interés político, empresarial y sindical que hoy paralizan al país.

López Portillo retornó a la ortodoxia como medio para restaurar el crecimiento pero la promesa del ingreso petrolero le llevó a reproducir la estrategia de gasto de su predecesor, elevando los niveles de endeudamiento en forma nunca antes vista. El petróleo hizo posible alcanzar elevadas tasas de crecimiento por unos años pero, en el momento en que cayó el precio del crudo, el país acabó brutalmente endeudado y sumido en una profunda recesión. Al final de su mandato la estructura económica del país había experimentado un grave deterioro, los desequilibrios financieros eran extraordinarios y el país quedó condenado a una década de hiperinflación.

Miguel de la Madrid se propuso modificar la estructura de la economía mexicana siguiendo en alguna medida el proyecto que Hacienda y el Banco de México habían propuesto desde los sesenta, pero en condiciones de extrema adversidad. Mientras que en los sesenta no había un problema de deuda externa y la economía funcionaba muy bien, en los ochenta la dislocación era extraordinaria, muchas de las empresas experimentaban serios problemas de endeudamiento y la confianza que antes había sido el pilar del desarrollo económico se había evaporado. La respuesta que dio Miguel de la Madrid al desafío del crecimiento comenzó a transformar a la planta productiva, pero no logró niveles elevados de desempeño económico.

Carlos Salinas siguió con la misma estrategia, pero aceleró el paso. Se privatizaron diversas empresas y los bancos, se negoció el TLC norteamericano y se redujo el monto de la deuda externa. La inversión, tanto nacional como extranjera, se elevó, pero los logros en términos de crecimiento económico fueron marginales. Aunque los cambios y reformas fueron muchos y muy ambiciosos, estos acabaron siendo insuficientes porque no se afectaron intereses sindicales, empresariales y políticos que siguieron impidiendo el despegue de la economía. La paradoja del sexenio de Salinas es que se afectaron algunos intereses pero se dejaron intactos muchos más y la combinación acabó siendo trágica en lo político y desastrosa en lo económico.

Ernesto Zedillo no tuvo tiempo de responder al reto del crecimiento pues al final del primer mes de su gobierno el país estaba sumido en una nueva crisis financiera y bancaria. Zedillo se abocó a restaurar los equilibrios financieros, y a elevar el ahorro de la población como medios para consolidar el crecimiento económico. Al igual que su predecesor, logró mejorías en algunos rubros, en particular el legado de la estabilidad financiera, que no es menor, pero no llegó a afectar los factores que mantienen postrada a la economía.

Vicente Fox supuso que el país se gobierna solo justo en el momento en que el mero hecho de haber sido electo transformaba la naturaleza del sistema político. Fox ni siquiera intentó modificar la estructura de intereses que paraliza al país, pero tuvo el enorme mérito de mantener la estabilidad financiera, sin la cual la crisis mundial actual habría sido catastrófica para nosotros.

La pregunta ha sido la misma, las respuestas han ido cambiando. Nadie, sin embargo, ha logrado resolver el problema de largo plazo de la economía mexicana. Esto no ha sido resultado de la falta de diagnósticos relevantes o buena voluntad. Más bien, ha sido producto del deseo de no moverle o de la incapacidad para afectar o modificar valores, conceptos e intereses que, en el fondo, son buena parte de nuestro problema. Ahí están sectores como los de petróleo, energía y comunicaciones que podrían ser pilares y motores de largo plazo de la economía pero que, en nuestro país, constituyen lastres que impiden lograrlo.

La crisis por la que estamos pasando se va a agudizar antes de que la situación pudiera comenzar a mejorar. La pregunta es si mantendremos el statu quo o si, por fin, comenzaremos a enfrentar lo que todos esos gobiernos evadieron y sin lo cual el crecimiento que el país requiere nunca se materializará.

 

Conteo regresivo

Luis Rubio

El proceso electoral de 2009 marcha con toda celeridad. Los partidos han definido sus plataformas, alianzas y sus primeros grupos de candidatos. Las encuestas apuntan a un resultado legislativo favorable al PRI y desfavorable a los otros dos partidos grandes. Nada de esto es sorprendente dada la dinámica de los procesos intermedios (donde lo importante es la presencia territorial), que es muy distinta a la de los comicios en que hay una contienda presidencial (donde los candidatos a la presidencia son preeminentes). Pero las elecciones de julio próximo si pueden ser cruciales en otros términos: podrían constituirse en un referéndum del gobierno de Felipe Calderón y eso ofrece una gran oportunidad, pero entraña un enorme riesgo.

Las características más patentes de la contienda que viene se pueden apreciar en la forma en que se comportan los tres partidos políticos grandes. El PRI está envalentonado porque las encuestas le confieren la posibilidad, remota, de lograr disparar la llamada cláusula de gobernabilidad que, con 42.1% del voto, le granjearía una mayoría absoluta. Detrás del lustre que caracteriza al PRI no hay una gran renovación ni una transformación de fondo que lo haya convertido en una alternativa particularmente atractiva para un país que ha estado intentando una transformación democrática. Lo que explica la renovada imagen del PRI es más simple: por un lado, la visión de poder que caracteriza a sus integrantes y que les permitió recuperar un poder que no ganó en las urnas a través de decisiones estratégicas. Los priístas finalmente se han comenzado a alinear por lo que los une: la posibilidad de lograr la presidencia. Al mismo tiempo, se han beneficiado de los errores y pifias de los gobiernos del PAN: en palabras de un priísta conocido: seremos corruptos, pero sabemos gobernar. Así estarán las cosas

Las cosas son muy distintas para el PRD. A pesar de su extraordinario desempeño en la contienda presidencial pasada, las encuestas le anticipan una disminuida presencia en el Congreso. Esta situación sin duda refleja las divisiones que han caracterizado a la izquierda mexicana en los últimos años y, sobre todo, los enormes costos que produjo la radicalización de su ex candidato. La ironía es que esto sucede justo cuando el PRD ha consolidado una plataforma social demócrata moderna, propositiva y, potencialmente, atractiva para un electorado crecientemente de clase media que demanda oportunidades, acceso y equidad, banderas que sólo un partido de ese perfil puede impulsar.

El enigma de la elección que viene sin duda está en el PAN. Mientras que los priístas han definido su camino y los perredistas están pagando los costos de su pasado reciente, el PAN no parece poder definir nada. Liderazgos débiles, conflictos internos y una arraigada desconfianza lo paralizan e impiden construir el ánimo de triunfo que cualquier partido requiere para ganar. A pesar de ostentar la presidencia por nueve años, los panistas siguen sin sentirse cómodos con el ejercicio del poder. Más cómodo como oposición, el partido no ha logrado entender el poder o ejercerlo. El PAN, que se autodefine como partido ciudadano, evita a la ciudadanía y percibe mayores amenazas en sus propias filas que en sus competidores. De esta forma, en lugar de generar un ánimo de triunfo y desarrollar la capacidad de sumar fuerzas internas y externas, podría acabar experimentando pérdidas mayores.

Los panistas están divididos de muchas maneras, pero también han carecido de estrategia en su actuar electoral. Los procesos de nominación de candidatos a gobernador en Nuevo León y Sonora muestran contradicciones e indecisión y acabaron dividiendo a las bases, además de restarle legitimidad. El debate interno sobre una posible alianza con otros partidos, particularmente con el PANAL, revela una discusión moralista y no pragmático-estratégica. No es la actitud de un partido que se asume como gobierno y que intenta preservar el poder y ganar nuevos espacios. Falta ver, en este contexto, la manera en que el partido decide la integración de sus listas plurinominales, que serán un buen indicador de la calidad del liderazgo: ¿privilegiará capacidad de gobierno o se dejará arrollar por las pullas internas?

Tratándose del partido en la presidencia, el efecto de un mal resultado podría ser devastador. Errores, atropellos, divisiones y ausencia de estrategia le impiden moverse para mantener su presencia en el Congreso y avanzar sus metas de gobierno. La suma de desconfianza e incapacidad para actuar le ha salido carísima en sus negociaciones legislativas y prácticamente no ha logrado avanzar su agenda. Su peor escenario se podría consumar en julio próximo.

Dada la rigidez de nuestros procesos políticos, donde el Senado se mantiene igual en tanto que el Congreso cambia, la importancia práctica del resultado electoral intermedio es relativamente menor. Sin duda, un triunfo avasallador de un partido de oposición, en este caso del PRI, afectaría diversos procesos, sobre todo el de aprobación del presupuesto federal, donde la cámara baja tiene potestad exclusiva. Sin embargo, más allá del impacto mediático de un triunfo abrumador, los efectos prácticos de un triunfo del PRI serían relativamente menores. Pero el simbolismo sería enorme.

El verdadero tema electoral de este año no tiene que ver con las elecciones legislativas por sí mismas sino con lo que el resultado simbolice. En contraste con las contiendas presidenciales, la elección intermedia le confiere una enorme relevancia a las maquinarias partidistas y al activismo de los gobernadores. Esta circunstancia le otorga una gran ventaja al PRI, partido con presencia nacional, sobre los otros dos. Desde esta perspectiva, es de esperarse que el PAN pierda un cierto número de curules por el solo hecho de que tiene una maquinaria de menor alcance que la del PRI. Esto es anticipable y no entraña mayor consecuencia, excepto si las pérdidas son realmente dramáticas.

La gran pregunta de este año tiene que ver con la capacidad del PAN para retener una amplia presencia en la cámara de diputados que, aunque sin duda menor a la que ostenta en la actualidad, tendría que ser suficiente para, al menos, poder bloquear reformas constitucionales que promovieran los partidos de oposición, es decir, 168 escaños. Las encuestas en este momento no sugieren que ese umbral esté garantizado y algunas colocan al PAN decenas de curules por debajo. A menos de que el PAN redefina su camino para convertir la elección en oportunidad, parecería obvio que no podrá evitar que este año el presidente sufra una catástrofe adicional y auto inflingida.

 

Bienintencionados

Luis Rubio

Reza el dicho que de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno. Así pasa con los intentos de solución que muchos de nuestros políticos y burócratas imaginan y, peor, fuerzan a todos a adoptar, sin jamás reparar en las consecuencias o implicaciones. Muchos de nuestros atrasos y carencias se explican por grandes ideas que al ser instrumentadas resultan no apropiadas para el problema que se busca enfrentar. No porque se legisle o regule se resuelven los problemas. En ocasiones la medicina acaba siendo más perniciosa que la enfermedad.

Hace décadas, por ejemplo, un gobierno decidió modificar la legislación laboral para incorporar a los comisionistas a un régimen similar al de cualquier empleado, con todas las previsiones sociales correspondientes. No es difícil imaginar la lógica del político que tomó la decisión: aquí hay un grupo amplio de personas que vive de un ingreso incierto y que no cuenta con protección social alguna. Quién podría objetar, seguramente siguió pensando el sesudo burócrata, una acción tan generosa (y paternalista) como la de sumarlos al régimen de seguridad social. Muy generoso, excepto que mató la actividad.

Más que un empleado con ingresos eventuales, el comisionista era un empresario en ciernes. Se partía el lomo para aumentar sus ventas y con eso lograr una mejora en su nivel de vida. Una vez encarrerados, muchos comisionistas comenzaban a contratar empleados y, con eso, a convertirse en empresarios formales, de hecho y de derecho. La modificación al régimen laboral tuvo por consecuencia la creación de una nueva categoría de empleados, pero mató la oportunidad de seguir desarrollando empresarios generadores de riqueza y empleos.

Cuando uno observa a los vendedores ambulantes y a los puesteros de la calle uno puede despreciarlos como evasores fiscales o apreciarlos como empresarios. Sin duda son lo primero, pero la pregunta relevante es si lo que está mal es la complejidad del sistema fiscal que facilita, de hecho promueve, la informalidad, o si se trata de delincuentes decididos a sublevar las instituciones fiscales y de seguridad social. Lo impactante es la flexibilidad de estos negociantes: cuando llueve venden paraguas, cuando hace calor traen refrescos, cuando la gente ya quiere llegar a cenar a su casa venden cacahuates o gorditas de nata.

Un sistema fiscal más flexible, menos dependiente de «buenas intenciones», quizá serviría para promover el crecimiento de nuevos empresarios. Una buena regulación quitaría la excusa para la evasión fiscal y le conferiría legitimidad a la autoridad para forzarlos a cumplir la ley.

Cerrarle filas al empresario en potencia es fácil, pero la consecuencia no es otra que una menor actividad económica, en paralelo con la concentración de la riqueza. Podrá haber muchos mitos sobre por qué pasan las cosas y muchas buenas intenciones, pero las consecuencias son siempre reales, pequeñas muestras de ideas aparentemente interesantes y hasta inteligentes que acaban con darnos un frentazo como sociedad.

En estos días estamos ante una tesitura similar con la propuesta legislativa de modificar el régimen del Banco de México. En su estatuto actual, el banco central tiene por objetivo cuidar el crecimiento de los precios. Ese objetivo no surgió de la nada sino de la sucesión de crisis que caracterizaron al país entre los setenta y los noventa. Cuando era una entidad dependiente de la presidencia, la dirección del Banco respondía ante los deseos y órdenes del gobierno. Eso llevó a que por décadas se privilegiara el gasto y no el ahorro y a que la característica central de nuestra economía fuera la inestabilidad de precios. Desde que se modificó el régimen del banco central y se estableció que su única prioridad era combatir la inflación, el país ha visto renacer a una incipiente clase media y hemos observado un boom en la industria de vivienda media y de interés social. Es decir, la estabilidad de precios ha permitido que la ciudadanía comience a pensar en el largo plazo y a ahorrar e invertir con ese marco de referencia. El mandato que hoy orienta la forma de actuar y decidir del banco central responde a nuestra realidad histórica, no a un invento ideológico o tecnocrático.

Ahora vienen algunos senadores con su arsenal de buenas intenciones a plantear que está mal el mandato del banco central y que debe modificarse para incluir tanto estabilidad de precios como crecimiento económico. De manera similar a aquel gobierno que destruyó la institución del comisionista, nuestros genios legislativos están pensando en que un pequeño cambio va a lograr el milagro. Si tan sólo nuestros banqueros centrales dejaran de ser tan dogmáticos, deben decir estos legisladores, y dedicaran sus talentos a promover el crecimiento de la economía, todo funcionaría mejor.

Ciertamente, no hay duda alguna de que si la economía creciera más el país estaría mejor. Si el problema del crecimiento fuera el dogmatismo de Banxico todos los mexicanos nos sumaríamos para demandarle al Senado que modifique su ley. Todos sabemos, sin embargo, que ahí no está el problema. Modificar el mandato del banco central es fácil, pero seguro no resultaría en más crecimiento de la economía y, con un poco de buenas intenciones, podría ocurrir como con los famosos «alfileres» de diciembre de 1994 en que un pequeño cambio, aparentemente pequeño y de buena fe, nos sumió en la peor crisis de nuestra historia reciente. En lugar de elevar la tasa de crecimiento, una modificación en los objetivos del banco central seguramente se traduciría en el fin de la estabilidad financiera y, con eso, en una vuelta a la incertidumbre de siempre.

Lo mismo se puede decir de otras iniciativas similares, como la de intentar limitar las tasas de interés o elevar sanciones de diverso tipo. La realidad no va a cambiar con legislación y, con un poco de mal tino, puede socavar todavía más el crecimiento de la economía.

Para crecer se requieren al menos tres cosas: una, empresarios decididos y dispuestos a asumir riesgos importantes; dos, ausencia de obstáculos e impedimentos; y tres, un marco regulatorio y legal que impulse la actividad económica y mantenga la estabilidad. Sería deseable que en lugar de culpar al banco central de nuestras carencias, los legisladores trabajaran sobre estos tres temas, donde los obstáculos son infinitos.

Un mejor futuro no se va a construir con buenas intenciones y menos sin espina dorsal y conciencia histórica. Se va a construir cuando se reconozca la naturaleza humana y se actúe para promover sus virtudes y regular sus veleidades a fin de evitar excesos. No con buenas intenciones.

 

Lo no anticipado

Luis Rubio

En ocasiones el éxito y el acierto entrañan costos, a veces fulminantes. No es imposible que así resulte con el inteligente, visionario y responsable actuar de las autoridades hacendarias al adquirir futuros para asegurar que el ingreso petrolero de este año fuera suficiente para las necesidades del erario, independientemente del precio del crudo en los mercados. Al resolver un problema coyuntural, quizá hayan acabado haciendo imposible que el país enfrente sus problemas de fondo. Indeseable paradoja.

La economía mundial experimenta un creciente deterioro que parece incontenible y que obliga a contemplar escenarios distintos a los tradicionales. Parece claro que nos encontramos ante una discontinuidad histórica en la cual lo que era válido antes podría ya no serlo después y donde la tentación de tratar de anticipar el futuro a partir de extrapolaciones del pasado ya no funciona. De materializarse un cambio de paradigma, todos nuestros enfoques tendrán que cambiar.

La información disponible hace imposible saber qué depara el futuro, pero hay suficientes indicios y realidades que permiten comenzar a entender algunos de los componentes que lo podrían conformar. Si uno observa el panorama internacional, lo más impactante es la rapidez con que se empiezan a debatir nuevos paradigmas, nuevas formas de entender las cosas y de conducir los asuntos públicos. Son particularmente notorias las discusiones que están surgiendo sobre las nuevas formas de enfocar temas como el del agua, la industria automotriz, el sistema financiero y la energía. Todo esto es muy fluido y sin duda se trata de procesos de cambio que tomarán su cauce en los próximos años. Lo único que parece certero es que la crisis actual está obligando a repensar y transformar formas tradicionales de producir, trabajar y actuar. Así como han caído grandes bancos, están desapareciendo dogmas inamovibles como el de no nacionalizar industrias en países que privilegian la propiedad privada.

Todo parece estar en la picota. Mientras los políticos y legisladores, en México y en China, debaten sobre la mejor manera de enfocar sus estrategias para lidiar con la crisis, grandes fuerzas económicas, tecnológicas y sociales están cambiando la realidad a nivel ciudadano. Se trata de intentos de respuesta a una crisis que ha evidenciado la inviabilidad de modelos económicos nacionales frente a una realidad económica global y la obsolescencia de sectores industriales tradicionales ante los cambios climatológicos que hemos vivido. Si algo es evidente en este momento es que muy pocos anticiparon la crisis y muchos menos tienen idea de lo que puede implicar en términos de transformaciones paradigmáticas hacia el futuro. Lo único certero es que muchas de las verdades y dogmas de antaño dejarán de serlo.

Lamentablemente, nada de esto está ocurriendo en México. Desde luego, todo mundo entiende que estamos entrando en un periodo de crisis económica que, si bien no tiene el mismo origen que las anteriores, puede afectar a la población de mil maneras. La evidencia, dura y anecdótica, dice lo mismo: las estadísticas confirman que la economía viene descendiendo, que la producción se contrae y que las exportaciones bajan con celeridad. Por el lado anecdótico, por ejemplo, hay un puesto de comida en Veracruz que ha visto caer sus ventas a la mitad porque los camioneros que ahí paran han reducido sus corridas a la mitad ante la baja en la producción de sus clientes. Menos producción lleva a que haya menos bienes que transportar, menos demanda de transporte, servicios y comida. Las cadenas de transmisión son infalibles.

Lo mismo se puede observar a nivel cotidiano. Muchas familias han reducido sus compras al mínimo para protegerse de cualquier eventualidad. Una encuesta realizada por una empresa de microcréditos revela que casi tres cuartas partes de sus clientes no saben si seguirán teniendo un negocio en el futuro. Todo esto son pequeñas muestras de que la población percibe que algo está pasando: que aunque la crisis no haya sido hecha en México, el país no podrá abstraerse de sus consecuencias.

El problema es que, gracias al buen actuar de nuestras autoridades financieras, el impacto que la población percibe en este momento es mucho menor al que realmente está ocurriendo en el mundo. Vaya paradoja: el gobierno actúa bien y eso causa un problema adicional; en lugar de que estemos debatiendo la urgencia de erradicar mitos y dogmas, como ocurre en todo el mundo, en México estamos sumidos en debates pueriles como si un empresario es demasiado catastrofista o si el asunto es gastar más con menos restricciones. Esta crisis no es como las anteriores y exige pensar distinto. Si como sociedad no asumimos un sentido de urgencia y una disposición a cambiar nuestras formas de pensar saldremos mal librados.

La estabilidad que estamos viviendo es engañosa. Igual puede ocurrir que la producción mundial comience a caer y entremos en procesos depresivos realmente graves, como ocurrió hace ochenta años, o que se reproduzca el fenómeno japonés de la década de los noventa en que la economía no creció pero tampoco se contrajo: simplemente se mantuvo paralizada. También podría darse el milagro de una recuperación relativamente pronta. Sea como fuere, nuestros riesgos son mayores que los de los países desarrollados.

De seguir las cosas como están, en un año estaremos en una situación verdaderamente seria. Para entonces el ingreso petrolero habrá disminuido al nivel que hoy tendría de no haberse comprado esos futuros y la situación fiscal del gobierno sería sumamente crítica. Será en ese momento que tendremos que comenzar a preguntarnos qué hacer. Lo grave será que para entonces se habrá perdido el sentido de urgencia y los intereses e ideologías que animan el debate público habrán retomado control de los procesos de discusión. Peor, para entonces habrán fluido interminables promesas de las campañas y la frustración será inmensa. En lugar de un reconocimiento colectivo respecto a la necesidad de actuar de manera decisiva, andaremos en la confrontación política de siempre.

México y los mexicanos tenemos que reconocer que el mundo está cambiando y que tenemos que actuar de inmediato o nos quedaremos paralizados. Es indispensable erradicar los mitos y dogmas que han impedido el desarrollo del país pues con ellos no saldremos. Debemos comenzar por el petróleo, el IVA, la electricidad y la forma de gobernarnos. La crisis exige eso y más. Si nos tardamos, seremos incapaces de responder. De otra manera el verdadero apretón llegará justo cuando ya no haya tolerancia, sentido de urgencia o capacidad de actuar.

 

Momento delicado

Luis Rubio

En un momento crucial de la obra de teatro de Brecht sobre la vida de Galileo, en la que explora la relación entre las jerarquías, la ciencia, la política y la búsqueda de la verdad, el inquisidor se niega a ver a través del telescopio porque la Iglesia ha decretado que lo que Galileo afirma estar ahí no puede ser cierto. Ese fenómeno, el de querer ver sólo lo que uno quiere o espera ver, es ubicuo en la discusión actual sobre la situación económica.

Estamos viviendo un momento particularmente delicado. La situación económica mundial nos comienza a afectar de manera directa y ya no es posible ignorar sus posibles consecuencias. El problema es que lo que se discute es, como en el caso del telescopio de Galileo, sólo lo que se espera ver. Para unos el problema es meramente pasajero; para otros, se vale todo mientras no se toquen nuestros sacrosantos mitos.

La discusión está fuera de foco. Unos quieren incrementar el gasto público de manera radical, como lo están comenzando a hacer otras naciones, en tanto que otros proponen apretar el gasto público para evitar que nos gane la inflación. Para el ciudadano promedio, para no hablar de nuestros legisladores, resulta difícil discernir entre estas posturas. Para los políticos es mucho más atractivo gastar más. Sin embargo, lo riesgoso de este momento sería embaucarnos en un camino sin que se entiendan las posibles consecuencias.

La realidad es que nuestra situación es por demás precaria y no por un mal manejo del gobierno actual, sino porque la economía mundial experimenta una crisis de enormes proporciones. La pregunta es si hay algo que nosotros podamos hacer para atajar la crisis.

En una hábil maniobra financiera, las autoridades hacendarias garantizaron que una importante porción de nuestras exportaciones petroleras mantuviera un precio relativamente elevado, de 70 dólares por barril, independientemente de que la cotización actual lo sitúe en 40. Lo que lograron es comprar un periodo de tranquilidad para las finanzas públicas de aquí a fin de año. Sin embargo, de mantenerse bajos los precios del crudo, en el 2010 el ingreso gubernamental se vería severamente afectado y, con ello, su capacidad de gasto.

Al mismo tiempo, el legislativo estadounidense ha estado contemplando incorporar en el paquete de estímulo económico una cláusula proteccionista que podría afectar a nuestros exportadores, sobre todo de acero, que ya de por sí están muy golpeados por la contracción de la demanda. Aunque la ley que finalmente se aprobó esta semana nulifica los peores efectos de esa cláusula, el hecho debería alertarnos sobre los riesgos que enfrenta nuestra industria exportadora en estos tiempos. Es evidente que el TLC ya no es suficiente como mecanismo para garantizar el acceso a nuestros mercados de exportación.

Además, todo esto ocurre en un momento peculiar para nosotros porque, si bien el país ha logrado mantener la estabilidad financiera, la verdad es que la economía no ha crecido al máximo de su potencial desde el fin de los sesenta. Es decir, además de la dependencia respecto al ingreso petrolero que caracteriza a las finanzas gubernamentales, enfrentamos riesgos en nuestros mercados de exportación y toda una serie de impedimentos estructurales que tienen postrada a la actividad económica. En este momento de crisis, todas esas fallas se conjugan para crear un entorno por demás delicado que tiene que ser atendido con celeridad.

Independientemente de si lo que pudiera requerir la economía fuera un estímulo muy fuerte por el lado de la demanda (es decir, elevar el gasto para compensar la caída del consumo de la población y la inversión del sector privado), a estas alturas debería ser evidente que nosotros no tenemos los márgenes de libertad de que gozan las economías más grandes con monedas de reserva. Como ilustra la evolución del dólar en los últimos meses, esas economías pueden padecer una pésima administración financiera (gasto deficitario, política monetaria laxa, los dos causantes principales de la crisis) y, sin embargo, mantener un tipo de cambio estable. Ese no es nuestro caso: aún teniendo una sólida administración financiera, el tipo de cambio ha experimentado una volatilidad permanente a lo largo de estos meses. De incrementar el gasto, el fenómeno se agudizaría sin remedio.

La única manera de evitar una situación desesperada sería comenzando a atacar los problemas de fondo que padece nuestra economía. En cada uno de los tres rubros planteados, es evidente qué es lo que tenemos que hacer. En el plano fiscal, la única salida es fortalecer las finanzas públicas por medio de una reforma fiscal. Aquí también, los velos ideológicos son muchos y muy poderosos, pero la única opción viable, por vapuleada que haya sido, es un IVA uniforme y sin excepciones. Se puede compensar a los perdedores, pero esa es la única salida que funciona. En el plano de las exportaciones, lo urgente es procurar un nuevo nivel de integración económica a fin de que se garanticen nuestros intereses en las negociaciones y legislaciones que vengan en EUA en los próximos meses, que prometen ser muchas. A diferencia de Canadá, que reaccionó de inmediato frente a la posibilidad de que se afectaran sus exportaciones, nosotros estamos dormidos en nuestros laureles. El TLC es una pieza clave de la arquitectura económica del país, pero requiere ser complementado con medidas audaces adicionales.

Finalmente, pero no menos complejo en términos políticos, la economía del país requiere reformas profundas en todos aquellos sectores susceptibles de convertirse en motores del crecimiento económico. En lugar de lastres, como actualmente son Pemex, la industria eléctrica y las comunicaciones, el país requiere acciones inmediatas y decididas que permitan que fluya la inversión a fin de convertir a estos sectores en pilares, de hecho, motores del desarrollo. En la misma línea, hay mitos relacionados con los contratos y el amparo que igual ameritan una revisión a la luz de la situación que sin duda comenzaremos a enfrentar en el futuro mediato. Urgen acciones creativas que traigan la inversión y nos ayuden a librar el vendaval. El punto es encontrar cómo atraer inversión y hacerla permanente y eso requiere una manera distinta de funcionar.

El tema de fondo es que, sin reformas profundas, la única variable de ajuste sería el tipo de cambio. Seguir interviniendo para apreciar al peso nos va a costar las reservas y no va a impedir que siga la presión. Sin reformas de verdad, la volatilidad del tipo de cambio no puede más que aumentar. Y, en ese caso, acabaríamos justamente en la recesión que todos dicen querer evitar.

 

La cuerda floja

Luis Rubio

¿Cuál será el límite de la saciedad de nuestros políticos? La transición a un régimen democrático prometía una nueva relación entre la ciudadanía y el poder político. Atrás quedaría la presidencia sobredimensionada y en su lugar comenzaría a crecer un andamiaje institucional que equilibraría los poderes y le conferiría un papel estelar a la ciudadanía. La realidad ha sido otra: la pérdida de poder presidencial no fortaleció al ciudadano ni se dio una revitalización institucional. En lugar del viejo presidencialismo aparecieron nuevos señoríos feudales y cobraron fuerza los llamados poderes fácticos. En lugar del régimen presidencial ahora tenemos el régimen de la impunidad. Y el reino de la impunidad es el reino de los políticos.

La impunidad ha ido ganando una batalla tras otra, al grado en que los ciudadanos ya no son parte de la ecuación: todos los incentivos promueven distancia de los políticos respecto a los ciudadanos, incluso para aquellos, honestos y responsables, que preferirían que así no fuera. La población ha quedado relegada a un mero espectador del abuso y los excesos que caracterizan a nuestra clase política y sus socios.

Además de la creciente distancia que los políticos van imponiéndole a la ciudadanía, la intromisión en su vida privada, en la forma, por ejemplo, de interrupciones en la transmisión de partidos de futbol, trasciende toda norma previa. Peor, los políticos no se dan cuenta del daño que le hacen al país y a sí mismos. Aprueban leyes, imponen reglamentos y avanzan procesos de control sobre la ciudadanía cuyas dimensiones nunca alcanzan a comprender y luego corren a culpar a alguien más.

La propensión a promover y aprobar leyes sin analizar sus posibles consecuencias es legendaria. En la era del presidencialismo no se podía tocar una legislación ni con el pétalo de una rosa. Pero eso no implicaba que esas leyes fueran buenas o idóneas para el objetivo propuesto. Ahí está como testigo la colección de macro reformas con micro resultados. Ahora, en la era de legislativo exacerbado, nada ha cambiado: las iniciativas de ley son instrumentos para mostrar quién tiene el poder, no medios para mejorar la vida de la ciudadanía. Cambió el dueño, pero no el objetivo.

Los ejemplos son vastos, pero quizá ninguno tan brutal como la defenestración del IFE. La otrora institución ciudadana que se dedicaría a asegurar la equidad en la competencia electoral ha pasado a ser un apéndice del legislativo. Los políticos remueven a sus (inamovibles) consejeros, le imponen las reglas de funcionamiento, supervisan su gasto y deciden sobre la forma en que deben administrarse los procesos electorales. Es decir, lo que antes hacía la secretaría de gobernación hoy lo hace el poder legislativo. El círculo se cerró una vez más. Los políticos han logrado quitarse las molestias de la democracia y volver a ejercer control sobre la política electoral. Tenemos políticos más fuertes pero instituciones más débiles y vulnerables.

Lo que no previeron los políticos fueron las consecuencias de sus decisiones. Los políticos de antaño sabían que eran despreciados por la ciudadanía y por eso actuaban de manera discreta, evitando exacerbar los ánimos. Los de hoy son insensibles. En el pasado, a nadie se le hubiera ocurrido interrumpir un partido de futbol, actividad que era reconocida como sacrosanta. Los legisladores y sus empleados del IFE podrán culpar a las televisoras de actuar de manera intencional al meter los anuncios, pero la verdad es que los políticos aprueban cosas sin meditar ni contemplar sus implicaciones.

El aislamiento de nuestros políticos respecto a la vida cotidiana y a la población es, o debería ser, tema de extrema preocupación. Blindados por las millonarias sumas que el erario (es decir, la ciudadanía) le transfiere a los partidos políticos independientemente de si llueve, tiemble, relampaguee o haya una situación económica crítica, nuestros políticos no tienen necesidad de atender los temas urgentes. En los últimos meses, por ejemplo, aprobaron una legislación en materia petrolera de la que están muy orgullosos pero que no tiene viabilidad alguna ni posibilidad de transformar al monstruo petrolero en una empresa productiva y dinámica. Vaya, ni siquiera hicieron algo para asegurar que continuara el flujo de fondos que produce Pemex para el bienestar de los propios políticos. Increíble ¿no?

Otros ejemplos son verdaderamente reveladores. Por ahí están los que abogan por la filosofía de que mientras peor, mejor, sin importar que sea la ciudadanía la que siempre estará del lado del peor. Igual están los moralinos guanajuatenses que quieren imponerle sus preferencias y velos ideológicos a la población.

Quizá más importante sea todo el conjunto de temas que nuestros legisladores no abordan porque eso implicaría afectar los intereses de grupos y sindicatos que son suyos. Ahí está la seguridad social y los subsidios, la reforma fiscal y la legislación electoral, cuyos entuertos no tardarán en tener que confrontar. El afán de control y venganza es explicable, pero también tiene límites. Tarde o temprano, la indignación de la población acabará rebasando a nuestros políticos, máxime ahora que la situación económica comienza a afectarla de manera potencialmente grave.

La democracia mexicana pasó de procurar un contrapeso al viejo presidencialismo para convertirse en una fuente de poder vengativo en manos de los partidos y los políticos. El péndulo se había extremado hacia un lado; ahora para el otro. La gran pregunta es cuándo y cómo comenzará la indignación de la ciudadanía y cómo se va a manifestar. En la era del presidencialismo priísta, la población reconocía el límite de sus derechos y se constreñía a burlarse de los políticos, contar chistes sobre los presidentes y, en todo caso, a manifestarse en formas compatibles con el viejo aforisma de obedezco pero no cumplo.

Los políticos mexicanos están en la cuerda floja porque han perdido todo sentido de realidad y porque creen que el mundo es suyo y que pueden mangonear a la población sin límite. Ahora la ciudadanía sabe que puede elegir y tumbar candidatos y partidos por la vía electoral. Con todas las restricciones a sus derechos que le ha impuesto el legislativo, la ciudadanía sabe que ya no existen los controles de antes y que el afán de restablecer el poder centralizado de antaño simplemente no es factible. Estas circunstancias tarde o temprano llevarán a una reconfiguración del poder: así como acabó el presidencialismo por voluntad de la población en una elección indisputada, también terminará el abuso del poder legislativo. La pregunta es cómo y cuándo.

 

Ahora es cuando

Luis Rubio

Los pactos y los acuerdos dan sustento mediático, pero cuando se acaba el polvo el problema sigue siendo el mismo: la economía mexicana lleva décadas sin crecer al máximo de su potencial y nada se está haciendo para aprovechar el momento extraordinario que la crisis mundial ha creado para transformar sus cimientos. El gobierno puede y debe enfrentar los problemas de criminalidad y desarrollar mejores relaciones con el resto del mundo, pero mientras no cree condiciones propicias que hagan posible la transformación de nuestra economía, todos los esfuerzos serán en vano. Urge la construcción de una economía moderna, libre de las ataduras políticas y burocráticas que le impiden crecer.

No es con pactos o más seminarios como se va a transformar la economía del país. Lo que se requiere es una estrategia dedicada al desarrollo económico, una estrategia capaz de construir sobre lo existente pero, a la vez, crear condiciones para que salga la economía de su letargo y surjan nuevas empresas, empresarios y oportunidades. La economía actual es hija del pasado y ha probado ser incapaz de constituirse en la plataforma idónea para sustentar a una economía dinámica y moderna, susceptible de crear riqueza y los empleos que demanda una población joven y pujante. Los acuerdos entre los privilegiados del pasado no hacen sino preservar lo existente. El instinto de arroparse en lo que existe es lógico porque cualquier otra cosa es una mera promesa, pero cada actividad que se protege implica un obstáculo al nacimiento de las empresas que pueden ser la esencia y sustento de nuestro futuro. Por eso la plataforma actual hace imposible el crecimiento económico y el futuro del país.

México necesita una plataforma nueva de crecimiento y desarrollo, una plataforma capaz de darle viabilidad a empresas e industrias que todavía no existen, susceptible de atraer talento e inversión hacia actividades y sectores en los que no hay tradición. Así es como crecen las economías: dándole rienda suelta a oportunidades que sólo un empresario puede imaginar. Los gobiernos y sus burocracias nunca podrán reemplazar la creatividad empresarial: la URSS lo intentó y fracasó. La función del gobierno debe ser la de crear un entorno propicio para que un empresario, que en muchos casos ni siquiera se concibe a sí mismo como tal, haga suyas las oportunidades que sólo su experiencia e imaginación le pueden aportar.

Es evidente que en este momento el gobierno tiene que responder con un plan de acción para enfrentar la crisis del momento: eso es lo urgente y, salvo el desperdicio de tiempo que ha habido con el programa de infraestructura, ha actuado de manera seria. Pero una respuesta a lo urgente no implica que está respondiendo ante lo importante y lo importante es el crecimiento del futuro.

En lugar de ver a la maltrecha economía mundial como una maldición, deberíamos concebir el momento actual como la oportunidad que no hemos tenido para reorganizar nuestro propio marco económico y prepararnos para la siguiente etapa de crecimiento. Las empresas, tanto en México como en el mundo, se están ajustando a la nueva realidad del mercado y están moviendo activos, cerrando plantas, reorganizando sus finanzas. Es en esos momentos que hay receptividad para contemplar la siguiente etapa de su desarrollo. Si el gobierno de México crea condiciones de competencia que hagan realmente atractiva la instalación de nuevas plantas en nuestro país, eso es lo que harán las empresas multinacionales. Es decir, en lugar de dejarlas en su localización actual o moverlas a lugares como China, un buen plan de desarrollo en México podría hacerlas repensar sus prioridades.

Lo mismo es cierto de empresas mexicanas que todavía no nacen: un marco propicio para la instalación de nuevas empresas puede hacerle atractivo a una mujer que trabajaba en una planta que cerró o en una empresa donde no le han hecho caso a las ideas que ha planteado a animarse a crear su propia empresa. Lo mismo puede ocurrir con algún grupo de estudiantes universitarios que ven la oportunidad de instalar una fábrica o desarrollar un nuevo servicio. Basta ver a los vendedores en las calles para apreciar la creatividad empresarial del mexicano. ¿Por qué no darle la oportunidad de crear algo más duradero y trascendente?

Hasta hoy, la economía mexicana ha funcionado más como una estructura soviética (donde el gobierno decide quienes son los ganadores y los colma de privilegios), que como una economía dinámica y moderna. Cualquiera que aprecie los magros resultados en términos de crecimiento económico de los pasados veinticinco años tendrá que reconocer que es indispensable repensar el camino. Si uno observa a las economías más dinámicas del mundo, el común denominador es que son las empresas chicas, los nuevos empresarios, las nuevas oportunidades, las que generan la mayor parte de los nuevos empleos y las posibilidades de desarrollo. También son esas empresas las que diseminan la riqueza, generan expectativas positivas en la sociedad y consolidan una base fuerte de confianza en el futuro. Sólo aquí ignoramos lo obvio: que el futuro no es una extrapolación lineal del futuro y que muchas de las mejores oportunidades no sólo no se relacionan con las empresas existentes, sino que los privilegios con que éstas cuentan muchas veces constituyen un impedimento al desarrollo de las nuevas.

Responder ante lo importante implica construir el futuro más que preservar el pasado, pensar en el consumidor y en el futuro empresario más que en el burócrata y en el empresario encumbrado, es decir, desmantelar las estructuras institucionales y burocráticas que impiden el crecimiento. El punto aquí no es abandonar lo existente sino dejar de protegerlo: que toda la economía comience a sujetarse a reglas de competencia. Para algunas empresas la competencia será simplemente imposible de contener, pero para la mayoría implicará no más que una modificación de su estrategia. A cambio de ello, un régimen de esta naturaleza abriría oportunidades que hoy son inconcebibles y, por lo tanto, imposibles.

El problema reside tanto en el gobierno como en la estructura política del país. En México no van a prosperar nuevas empresas mientras los precios de los bienes y servicios más básicos como comunicaciones y energía- sigan siendo administrados por burócratas más preocupados por las finanzas públicas o por los privilegios del sindicato o del dueño (a veces la misma cosa) que por el futuro del país.

La crisis exige atender lo urgente, pero sólo lo importante nos sacará del hoyo después del vendaval.

 

Mexico y Obama

Luis Rubio

Octavio Paz lo meditó y escribió con excepcional prosa y sapiencia: nuestros dos países difícilmente podrían ser más distintos y, sin embargo, la geografía nos ha reunido. Hoy podríamos agregar que, más allá de las preferencias o deseos de sus respectivos líderes, la globalización ha integrado las economías de ambos países y, en un enorme número de casos, a sus familias. Las fronteras y los muros no cambian la realidad de los flujos comerciales y humanos: estos siempre encuentran un camino. Ahora, en medio de una situación económica casi inédita, Estados Unidos se apresta a cambiar el rumbo. Para nosotros esto representa un desafío, pero también una oportunidad, si la sabemos aprovechar.

El discurso inaugural de Barack Obama fue un ejemplo más de nuestros contrastes y diferencias. La visión es positiva y futurista: el pasado es origen e historia pero no lastre ni costo. El futuro se construye y la realidad se transforma. Todo es posible y todo lo puede lograr una ciudadanía dispuesta a crear, asumir riesgos y trabajar. El ciudadano es el centro del universo y EUA una potencia que se asume como tal. Barack Obama, rompe tabúes y desmitifica a toda la legión de críticos, dentro y fuera de su país, que insistía que el hito que tuvo lugar esta semana era simplemente imposible.

Desde la perspectiva mexicana, quizá lo más impactante del cambio de poderes de esta semana es su trasfondo institucional. El poder no es de las personas sino de las instituciones; todos los ex presidentes vivos, independientemente de su partido o circunstancia, estaban ahí parados, atestiguando el ritual. En su discurso, el nuevo presidente apela a la ciudadanía no como un mero trámite o simbolismo, sino a sabiendas de que va a requerir todo su apoyo y compromiso para que, cuando las cosas se pongan difíciles en el congreso, la población haga la diferencia. La ciudadanía como razón de ser y corazón de la política.

Para el resto del mundo, preocupado por la crisis económica, el inicio del gobierno de Obama no podía esperar un día más. Todos buscan no sólo definiciones económicas, sino claridad de visión y liderazgo. Cómo cambian las cosas: a la nación otrora casi paria ahora se le ve con esperanza. Obama planteó una nueva perspectiva y cambió percepciones, fue sin duda convincente en cuanto a su persona, pero falta ver su capacidad para encabezar el titánico esfuerzo que la crisis económica demanda. Pero el sólo hecho de haber cambiado percepciones constituye un nuevo principio. La gran pregunta es si en este nuevo contexto podemos encontrar un espacio para avanzar nuestros propios intereses.

El problema es definir con precisión cuáles son esos intereses. En su discurso, Obama explicó los intereses y prioridades de su país con enorme claridad y elocuencia. Nosotros, como muchas otras naciones del mundo, sobre todo las de América Latina, esperábamos escuchar lo que nos iba a dar, cómo nos iba a tratar. En lugar de definir lo que queremos y construir una estrategia para lograrlo, esperamos a que nos digan qué va a pasar.

Pero Washington no es así. Aunque nuestra localización geográfica cuenta para algo (la reciente visita del presidente Calderón a Washington habla por sí misma), México es una de 194 naciones para la mayoría de las cuales su principal relación es EUA. Desde la perspectiva norteamericana, de todas esas naciones sólo es posible atender a aquellas que son fundamentales desde su óptica. Y esa óptica la determinan tres factores: situaciones críticas, situaciones geopolíticas y política interna. Irak, Pakistán y Afganistán son ejemplos de lo primero; Rusia y China de lo segundo; Canadá, Irlanda, Taiwán e Israel de lo tercero.

La pregunta que nosotros tenemos que hacernos es cómo caer en el tercer grupo de naciones y evitar ser arrollados hacia el primero (cuyo riesgo emana de la criminalidad y el narcotráfico). Las naciones que están en el tercer grupo han logrado, cada una a su manera, una presencia activa y pujante en el Congreso de ese país y, en muchos casos, en la sociedad norteamericana. Basta ver la localización y enfoque de la embajada canadiense (justo frente al capitolio, sede del congreso) para entender sus prioridades.

La mayor parte de los temas que caracterizan a nuestra relación bilateral pasan por el poder legislativo, pero nosotros, en una increíble extrapolación del viejo sistema político priísta, seguimos enfocados al ejecutivo. Independientemente de la falta de definición formal de nuestros intereses, es evidente que hay un núcleo de temas comerciales que son prioritarios, como lo es el funcionamiento de la frontera y el potencial de extender servicios de una nación a la otra a través de la línea divisoria. De la misma forma, el tema migratorio es central para la política mexicana. Todos estos temas pasan por el congreso norteamericano, pero nosotros seguimos tocando la puerta del ejecutivo.

Las naciones que son exitosas en avanzar sus intereses en Washington se abocan por principio al Congreso, aportan información, crean un ambiente propicio y contribuyen a construir alianzas legislativas. Muchas de ellas se caracterizan por un impresionante despliegue en el territorio americano: obtener apoyos en el Congreso requiere, tal y como lo ilustró Obama en su discurso, del apoyo de los ciudadanos a nivel local. No es casualidad que mucho del cabildeo que realizan diversos países en EUA, sea de manera directa o en asociación con descendientes de su país, se lleve a cabo a nivel estatal. Ahí se forjan las alianzas que luego se traducen en votos legislativos.

El tema migratorio quizá ilustra mejor que cualquier otro nuestra falta de foco. A diferencia de los temas comerciales, que tienden a concentrar los apoyos u oposición en unas cuantas comunidades muy específicas, la migración es un tema de esencia para los estadounidenses y va directo al corazón de su ciudadanía. No es un tema que se vaya a resolver en una negociación privada. Irónicamente, quizá la llave del tema migratorio resida menos en el Congreso mismo que en una negociación que el gobierno mexicano algún día tendrá que enfrentar con las comunidades de México-americanos. Sólo el embate político de todas esas comunidades a nivel local podría llevar a afianzar la coalición legislativa que haga posible un cambio real. Pero eso implicaría no sólo saber qué se quiere, sino también ver como iguales, es decir, como ciudadanos, a esos migrantes que muchas veces, desde México, es fácil despreciar.

Obama dice que es necesario transformar a su país. Quizá no haya otra oportunidad para que nuestros temas e intereses sean parte de esa transformación.

 

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¿Estado Fallido?

Luis Rubio

México se ha convertido en tema de discusión dentro de EUA y no precisamente por sus lindas playas. Ahora el debate, que incorpora ya no sólo a analistas civiles sino a estudiosos dentro de su aparato militar, se refiere a la posibilidad de que el gobierno mexicano acabe siendo un “Estado fallido”, es decir, que acabe colapsándose y siendo incapaz de funcionar y satisfacer incluso sus funciones más elementales. Jorge Castañeda advertía en estas páginas que el diagnóstico podría ser erróneo pero que, de aceptarse como válido, podría tener consecuencias graves que, dice Jorge, acabaríamos pagando nosotros. Héctor Aguilar Camín retomó el tema en Milenio y planteó que la noción de un colapso súbito suena extravagante y no razonable frente a la evidencia. Dada la magnitud del tema, me fui a buscar la literatura al respecto. Esto es lo que encontré.

El concepto de estado fallido no tiene un sustento académico amplio, pero se ha popularizado en los últimos años a través de un índice anual de sesenta países que publica anualmente la revista Foreign Policy. Fuera de un profesor de Harvard que se ha concentrado sobre todo en países africanos, el concepto ha adquirido relevancia política por quienes lo emplean. De acuerdo a la literatura existente, un estado fallido es aquel que ha perdido control sobre partes de su territorio o el monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza; ha visto erosionada la legitimidad de su autoridad para tomar decisiones sobre la colectividad; no tiene capacidad para proveer servicios públicos de una manera razonable; y no tiene capacidad para interactuar con otras naciones como un miembro de la comunidad internacional. Algunos le agregan temas como capacidad para generar bienestar y satisfacer a su población. Como sugieren estos planteamientos escuetos, el sustento teórico del concepto proviene de Max Weber, un sociólogo alemán del siglo XIX que trabajó mucho sobre el tema de la legitimidad. A partir de eso, el término de “estado fallido” se ha empleado para mostrar a un gobierno que acaba siendo incapaz porque no logra mantener la paz, porque enfrenta oposición armada potencialmente capaz de amenazarlo y porque no logra imponer la legalidad en su territorio.

Al menos a primera vista, cualquier observador de la realidad nacional diría que hay algunas fallas en el gobierno mexicano en estos rubros, pero ninguna que pudiera llevar a categorizarlo como un gobierno fallido y, en este sentido, no es extraño que México no forme parte de esos sesenta países en el índice de Foreign Policy. Con todas sus deficiencias, el gobierno sigue operando, los servicios funcionan en la mayor parte del país y nadie duda de quién está a cargo de la administración y sus instrumentos.

Pero la argumentación que ha llevado a la discusión en EUA es distinta: según esta perspectiva, articulada especialmente por una organización de análisis geopolítico llamada Stratfor*, el gobierno mexicano tiene pocas fuerzas policiacas confiables y éstas están concentradas en la frontera y en las regiones clave para el narcotráfico. Mientras eso ocurre, los cárteles han estado golpeando al gobierno y asesinando a algunos oficiales gubernamentales. El gobierno enfrenta a múltiples organizaciones bien armadas que están combatiéndolo y que tienen capacidad estratégica y táctica de golpearlo en sus puntos débiles. De esta forma, el argumento de que el gobierno podría colapsarse consiste en que podría llegar un momento en el que el equilibrio entre el gobierno y los cárteles comenzara a cambiar a favor de estos últimos; de llegar ese momento, muchos individuos del lado gubernamental podrían preferir convertirse en instrumentos de los cárteles y trabajar para ellos. En esa tesitura hipotética, el gobierno mismo se convierte en un espacio de competencia entre los cárteles y deja de funcionar como gobierno. Es decir, el tema no es de corrupción sino de cálculo racional para los individuos que integran al gobierno. En particular, dice Stratfor, el asesinato de oficiales gubernamentales lleva a que los que sobreviven se pongan a meditar sobre sus opciones personales: ya que el gobierno es incapaz de protegerlos, su cálculo puede llevarles a un replanteamiento personal sobre cuál es la manera más probable de sobrevivir. En pocas palabras, el planteamiento no es que el gobierno mexicano se haya colapsado o que esté al borde del colapso, sino que hay muchos factores preocupantes en el horizonte que podrían llevar a un escenario catastrófico.

Si uno observa el panorama nacional, es evidente que hay indicios en este sentido: no hay duda que hay vastas regiones del país en las que ha desaparecido cualquier vestigio de gobierno funcional. Tijuana, Ciudad Juárez, Oaxaca, Tamaulipas y Michoacán evidencian esto de manera fehaciente. De hecho, ilustran la manera en que el proceso ocurre y podría ocurrir a una mayor escala. Lo mismo es cierto de la impunidad con que se extorsiona y vende protección en un creciente número de ciudades y regiones en el país, del secuestro y de la delincuencia en general. La violencia que ha habido en el país en los últimos dos años y que ha arrojado más de cinco mil muertos, la mayoría miembros de las propias organizaciones criminales, muestra que hay una batalla campal dentro y entre éstas por el control de regiones.  Todo esto ilustra el rápido crecimiento de diverso tipo de organizaciones criminales que, en esta lógica, podrían llegar a poner en jaque al gobierno federal como ya lo han hecho con muchos gobiernos locales.

¿Se puede concluir de esto que el gobierno pudiera colapsarse? Si uno sigue los indicadores que emplean estudios como el de Foreign Policy, lo único que se puede decir es que hay algunos territorios del país en los que el gobierno efectivamente se ha colapsado, pero eso no se puede decir del país en su conjunto, donde el gobierno tiene claro control del territorio, provee servicios y nadie lo disputa como entidad representativa. El mayor riesgo es que al pobre desempeño económico del país se llegara a sumar la consolidación de algunos mega cárteles que pudieran llegar a imponerle condiciones al gobierno o que acabaran penetrándolo de manera incontenible.

Ciertamente, el gobierno mexicano no es un estado fallido en la actualidad y está combatiendo a las organizaciones  criminales para revertir las tendencias que preocupan a nuestros vecinos. Pero ignorar o desechar la posibilidad de que se materialicen escenarios que no son deseables no es una manera razonable de conducir los asuntos públicos. A final de cuentas, nadie puede dudar que el veredicto sobre este tema todavía está por venir.

*http://www.stratfor.com/weekly/mexico_road_failed_state

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