Ciudadanos

Luis Rubio

¿Qué tanto se puede doblar una regla o un lápiz antes de que se rompa? El diseño de las instituciones en el país está comenzando a llegar a un momento definitorio. Las instituciones, al menos la mayoría de las que hoy existen, fueron concebidas para una era y bajo circunstancias que en nada se asemejan a las actuales. Antes se empleaban términos como Estado rector, democracia dirigida y gobierno fuerte para describir un sistema que respondió a una realidad postrevolucionaria en la que el desorden, la delincuencia y la violencia impedían plantear un camino hacia el desarrollo. El gobierno estaba ahí para suplir la ausencia de una sociedad organizada capaz de convertirse en el corazón del futuro. La paradoja del momento actual es que el futuro es inviable sin una ciudadanía fuerte.

Hay muchas hipótesis de por qué la ciudadanía no ha surgido de manera contundente a reclamar sus derechos e imponer su voluntad como ha ocurrido en otras latitudes. Algunos han empleado el término de democracia sin demócratas para describir la anomalía que caracteriza a nuestro incipiente régimen electoral, con lo que intentan explicar la pasividad de la población y la propensión a dirimir conflictos no a través de los procesos judiciales o con su voto, sino a través de manifestaciones, bloqueos, plantones y otros medios no institucionales. El problema para la población es que los instrumentos a su disposición son extraordinariamente limitados: la realidad le impide hacer valer sus intereses.

Conscientemente o no, las instituciones existentes fueron diseñadas para obviar la participación ciudadana y, de hecho, constreñir sus derechos. Por ejemplo, independientemente de su origen histórico (que no disputo ni menosprecio), instituciones como la no reelección han tenido consecuencias por demás perniciosas para el desarrollo del país. Una sociedad que no puede premiar o castigar a sus representantes o gobernantes es una sociedad carente de instrumentos para tener presencia, participación o capacidad de exigir rendición de cuentas. No se le puede pedir a la población que se constituya en una ciudadanía eficaz (en demócrata para seguir la metáfora citada en el párrafo anterior) cuando no existen los incentivos dentro de las instituciones para que eso ocurra.

El problema del diseño institucional es más complejo de lo aparente. Por un lado, a pesar de que el país tiene casi doscientos años de independencia y al menos treinta en proceso de experimentar importantes cambios político institucionales, no hemos sido capaces de crear un sistema efectivo de pesos y contrapesos entre los tres poderes clave de la estructura política (ejecutivo, legislativo y judicial). Hay decenas de iniciativas y proyectos de reforma para ajustar la interacción entre los poderes públicos sin que se haya logrado articular algo que funcione y tenga visos de viabilidad. Detrás de esos proyectos yace un sinnúmero de visiones contrastantes y contradictorias, la mayoría de las cuales no tiene por propósito la construcción de un sistema efectivo de gobierno, sino que parten de un cálculo de probabilidades basado en quién podrá ganar la presidencia en el futuro mediato. Es decir, seguimos viviendo de remiendos a modo más que de grandes visiones de desarrollo con perspectiva de futuro.

Por otro lado, la realidad no espera y ha exigido que se resuelvan problemas cotidianos que se van creando con el funcionar normal de la sociedad y la economía. De esta forma, por ejemplo, se constituyó el IFE y el TRIFE como medios para resolver los conflictos que, durante los noventa, paralizaban al país. Lo mismo fue cierto de las comisiones de derechos humanos, el IFAI y otras similares. En lugar de construir un régimen político funcional a partir de la interacción entre los tres poderes públicos, se han ido creando mecanismos para tapar agujeros y responder ante problemas particulares: es decir, parches. El problema es que muchos de esos parches no fueron bien pensados y han traído consigo consecuencias no anticipadas: concentración de poder, abusos, distorsiones y ausencia de recursos de apelación efectiva. Mucha de la resaca que hemos observado en la forma en que los partidos han intentado restablecer control del IFE es consecuencia de un mal diseño institucional.

Con todo, los conflictos, distorsiones y desavenencias, resultado de instituciones pobremente diseñadas con las que tiene que lidiar y sobrevivir la ciudadanía y con las que se pretende gobernar al país, palidecen en comparación con los que produce, y presumiblemente va a producir, la delincuencia y la criminalidad. En última instancia, la criminalidad es producto de un diseño institucional que impidió la construcción de un ministerio público fuerte y con amplia capacidad de investigación, que privilegió la inexistencia de una policía funcional y moderna y mantuvo sometido al poder judicial. Es decir, no es casualidad que la delincuencia se haya multiplicado en paralelo con el declive del presidencialismo: mientras esa institución mantuvo la capacidad de control, la delincuencia estuvo limitada, todo ello a cambio de un régimen de justicia que favorecía la impunidad. El control se lograba no por la existencia de instituciones fuertes sino por lo contrario: porque la presidencia era tan poderosa que imponía límites a toda la sociedad, incluida la delincuencia. En la medida en que se debilitó la presidencia, la criminalidad se apropió de las instituciones y de las calles.

La pregunta es qué sigue. Como se puede apreciar fehacientemente estos días, el embate gubernamental contra la criminalidad parece avanzar en la dirección que se proponía: que deje de ser un problema de seguridad nacional para convertirse en uno de naturaleza policiaca. El problema es que con las policías que tenemos hoy en día esa transición, ese puerto de llegada, no es creíble ni razonable. Y la creación de una policía moderna va a exigir del desarrollo de una ciudadanía moderna y participativa, precisamente aquella que todo el marco institucional se empeña en negar e impedir.

Todo esto nos retrotrae al asunto central: el futuro exige, requiere, una ciudadanía fuerte y vital, capaz de hacer suyo el devenir del país y, con ello, compensar las carencias e impedimentos que hoy caracterizan tanto al mundo de la política como al de la economía. Por años se ha hecho lo posible por hacer pequeños ajustes para evitar tocar la estructura esencial del poder. Hoy en día el problema se acerca más a lo que ha de haber sentido Luis XVI cuando veía caer la guillotina sobre su cabeza: mientras más se pospone la reforma del poder, más violento y caótico será el futuro.

 

Apropiación

Luis Rubio

Una de las cosas que no deja de sorprender de México es el descuido de sus calles, la basura en banquetas y carreteras y la desidia con que todos aceptamos situaciones de hecho que nadie en su sano juicio consideraría normales. Un conjunto de entidades, empresas, sindicatos y grupos se ha apropiado de la vida pública y de muchas actividades económicas, constituyéndose en dueños virtuales del país.

Por donde uno le busque, y por más que tratemos de taparle el ojo al macho como dice el dicho, el país sigue siendo muy primitivo en sus estructuras y en sus formas. Hablamos de mercados y presumimos nuestra democracia electoral, pero todos sabemos que hay fuerzas superiores que dominan la vida pública. Los escándalos de las últimas semanas, producidos igual por nuevos genios literarios que por declaraciones de políticos de antaño, no son sino síntomas del mundo de fantasía e impunidad que nos caracteriza. Lo peor es que asumimos que no es así o pretendemos que existen procesos que lo están resolviendo.

No importa hacia donde miremos, la realidad tiende a ser dolorosa, cuando no patética. Las autoridades municipales no se preocupan por la calidad del pavimento y aún cuando lo “reencarpetan” dejan agujeros y coladeras destapadas. La secretaría encargada de asegurar que funcione la economía no deja de agregar regulaciones que no hacen sino paralizarla. Las autoridades educativas le aceptan todas las pillerías y corruptelas al sindicato. Los responsables de las comunicaciones toleran el abuso por parte de las empresas de televisión y telefonía. Nadie en los diversos niveles de gobierno piensa en el consumidor, en el ciudadano, en el futuro.

Todos sabemos de los abusos que se cometen a diario. Nadie puede cerrar los ojos ante los excesos de políticos en campaña, empresarios encumbrados, sindicatos abusivos o legisladores maledicentes. Mucho de esto surge de nuestra historia: los que hoy llamados poderes “fácticos” son hijos del sistema político piramidal de antaño. Pero lo que entonces tenía una cierta lógica de poder ha desaparecido con el debilitamiento (deseable) del poder presidencial. Nos quedamos con los vicios de ese sistema pero sin los instrumentos que permitían mitigar sus peores excesos.

Además de atávico, nuestro primitivismo es ubicuo. Lo fácil es culpar a tal o cual persona, pero eso no lleva muy lejos. En sus decisiones, un empresario no tiene por qué incorporar consideración alguna, más allá de las que regulan su actividad. Si su actuar limita la competencia es porque violó la regulación o porque ésta está mal. No hay de otra. Lo mismo es cierto de los sindicatos: la excusa de que así ha sido siempre no exime a la autoridad de corregir lo que está flagrantemente mal. Los políticos que viven de resolver o atender los intereses de los particulares no hacen sino preservar el mundo de impunidad que vivimos.

Las soluciones que se han intentado en las últimas décadas no son mucho mejores que la impunidad que, supuestamente, pretendían limitar o eliminar. Se han creado comisiones e institutos, entidades y nuevas burocracias, todas ellas dedicadas a preservar la impunidad, aunque de maneras novedosas y hasta creativas. Ahí está el IFE, cuya nueva modalidad es la de limitar la información a la que tienen derecho de acceder los ciudadanos. Ahí esta el IFAI y sus fanáticos comisionados, cuyos criterios son los de exhibir, no los de transparentar. Tenemos a la Comisión de Competencia que es fiscal, juez y parte. El poder legislativo, supuesto contrapeso del ejecutivo, no deja de pretender nuevos poderes para reemplazar, en lugar de equilibrar, al viejo presidencialismo. Las soluciones han acabado siendo peores que la enfermedad: la preservan pero permiten pretender que ya no hay problema alguno. El fanatismo ha substituido la viabilidad.

Nuestra situación actual me recuerda una anécdota: un peregrino se para frente a la barda de un campesino y le pregunta ¿cómo llego a Roma?. El campesino le responde “yo no comenzaría por aquí”. Nuestra terca realidad no va a cambiar con fanatismo o por medio de instrumentos de mediatización. La verdadera pregunta es si existe alguna posibilidad de romper con los círculos viciosos. Como el peregrino del cuento, tenemos que reconocer que, por donde vamos, jamás vamos a llegar.

Las soluciones de las últimas décadas responden a nuestra muy peculiar propensión de imitar a Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual. El problema es que las contradicciones y conflictos que nos caracterizan no hacen sino ascender en tanto que la capacidad de satisfacer condiciones mínimas de convivencia y funcionalidad económica disminuyen con celeridad. Por ejemplo, todo mundo sabe que en los próximos meses comenzará a declinar el ingreso petrolero por la combinación de menores precios y menor producción. ¿Cómo, en este mar de conflicto y contradicciones, va a ser posible enfrentar esta situación? No tengo duda que la situación, cuando ésta se presente, va a obligar a enfocar todas las baterías hacia el problema concreto, pero la realidad se está complicando y no estamos avanzando hacia soluciones que permitan ver el futuro con optimismo.

En suma, nuestras estructuras son primitivas y no son idóneas para enfrentar las necesidades del país. Entre poderes fácticos y poderes de unos cuantos políticos y grupos, sobresale la debilidad institucional. Seguimos siendo un país de unos cuantos: no somos un país de leyes ni de ciudadanos. Los contrapesos son míticos: mientras que en naciones consolidadas las instituciones limitan la latitud que un individuo o grupo pueda tener, nosotros seguimos viviendo bajo un sistema donde unos cuantos le imponen sus preferencias y decisiones a la mayoría que trabaja, se esfuerza y se le juega.

No se puede comenzar a cambiar la realidad donde estamos. Tenemos que entrar en un proceso de revisión y reconocimiento de que nuestras estructuras no son las idóneas para cimentar un futuro mejor. Además, no es posible pensar que culpando a unos u otros las cosas van a mejorar. Urge una nueva manera de mirarnos, de enfrentar las realidades y de dirimir enconos. Tenemos que redefinir la esencia de la vida pública y echar para atrás situaciones inaceptables, todo ello en un contexto de negociación de un nuevo pacto social: no con ganadores y perdedores, buenos y malos, culpables o inocentes, sino con acuerdos que, de entrada, legitimen una nueva realidad. Se dice fácil, pero ese es el verdadero reto que enfrenta la sociedad mexicana: cómo construir una nueva realidad. ¿Será demasiado ingenuo pensar que es tiempo de comenzar a repensar el futuro de una manera incluyente y constructiva?

www.cidac.org

Grandes riesgos

Luis Rubio

Lo que parecía resuelto y definido ha dejado de serlo. Y el riesgo es monumental. Años de crisis nos enseñaron lo crucial que era mantener finanzas públicas estables, un déficit mínimo y un gasto controlado. Sin embargo, ahora las cosas están cambiando. La crisis internacional ha hecho sentir a nuestros políticos que las restricciones del pasado ya no son necesarias y que no hay límites a lo que pueden gastar. Y, por supuesto, un proceso electoral en puerta parece una oportunidad maravillosa para gastar sin ton ni son. El problema es que, como ilustra la volatilidad reciente del tipo de cambio, México no tiene mucho margen de maniobra en materia fiscal y la probabilidad de causar una crisis es muy elevada. Ante esta situación, el mayor de los riesgos es la desaparición de la clase media. Esa, y no otra, debería ser la consideración central del gobierno y de nuestros legisladores.

Las clases medias son resultado de la estabilidad económica, un factor pocas veces reconocido, pero fundamental: las dos eras en que creció la clase media en México fueron los cincuenta y sesenta y en los últimos quince años. Lo que hizo que creciera y se consolidara este segmento de la población fue la estabilidad económica y financiera porque eso hizo posible que hubiera tasas de interés bajas que estimularon el consumo.

Se trata de un binomio: la estabilidad económica procrea a la clase media y su crecimiento apuntala la estabilidad política del país. Aunque algunos de nuestros políticos, sobre todo aquellos de la izquierda originada en el PRI, pretenden que lo importante es elevar el gasto público y crear nuevas fuentes de subsidio, la realidad es que la estabilidad del país depende de que siga creciendo la clase media y esto sólo sucederá en la medida en que se mantenga la estabilidad económica y que el país logre una tasa de crecimiento económico elevada y sostenida.

Por mucho tiempo, nuestros políticos han privilegiado el gasto y han abandonado lo sustantivo: es decir, los cambios en la forma de gobernar, regular la economía y crear condiciones para que el país prospere. El gasto, sobre todo si no viene acompañado de rendición de cuentas, es muy cómodo, pero no es substituto de la función de gobernar. La clave es el crecimiento de la economía y esta crisis debería forzarnos a emprender acciones definitivas para romper con el estancamiento, pero sin que eso implique romper con la estabilidad macro económica. Años, realmente décadas, de posponer decisiones de fondo en materia económica y de suponer que las clases medias pueden resistir cualquier embate nos han colocado, una vez más, en una complicada tesitura.

Es importante entender el brete en el que se encuentra la clase media mexicana. Su desarrollo es resultado de una combinación de factores, de los cuales lo esencial es la estabilidad económica. Han sido las etapas de tasas bajas de interés las que permitieron la adquisición de una vivienda y otros satisfactores, desde automóvil hasta todos los artículos de consumo. Arriesgar la permanencia de la clase media conlleva el potencial de inestabilidad política. El resultado de la elección de 2006 hubiera sido inconcebible si las clases medias no hubieran reconocido el riesgo que entrañaba un cambio radical de política económica y lo que eso podría implicar para su tranquilidad.

Ahora, con la crisis económica internacional, muchos políticos están comenzando a abogar por un cambio radical en política económica. El mismo argumento se presenta en todos lados, pero no todos tienen la misma latitud. Quizá un país con moneda de reserva, como Estados Unidos, pueda darse el lujo de incrementar su déficit sin límite, pero el costo de esa manera de actuar todavía está de verse. Alemania, el país que constituye el corazón del euro, ha optado por mantener sus cuentas fiscales estables para no arriesgar la estabilidad de su economía y el bienestar de su población.

En lugar de gastar más y de manera desbocada, éste sería un momento excepcional para avanzar agresivas iniciativas en materia de modernización de la planta productiva, estimular el cambio tecnológico y proveer incentivos para que se active, o reactive, la industria instalada en México. En vez de eso, seguimos actuando como si nada hubiera cambiado, máxime cuando es evidente que viene un periodo de austeridad debido a la disminución del ingreso fiscal, como consecuencia tanto del precio del petróleo como de una menor actividad económica.

La contracción económica que estamos experimentando va a afectar fundamentalmente a las clases medias, el segmento mayoritario de la población, que hicieron posible el triunfo electoral del presidente Calderón. En abstracto, parecería razonable romper los equilibrios fiscales, elevar el gasto público y tratar de satisfacer a todos los intereses que reclaman subsidios y más gasto. Sin embargo, el riesgo de adoptar semejante enfoque es tan grande como el de recrear las crisis económicas de los setenta, ochenta y noventa. Y no sería irrelevante afirmar que sin esas crisis, el PRI jamás habría perdido la elección de 2000. Es decir, la estabilidad de las clases medias es crucial no sólo para la estabilidad del país sino también del gobierno actual.

Es tiempo de abandonar el voluntarismo y abocarse a lo que preocupa al votante, lo que afecta al ciudadano común y corriente. Si el gobierno pierde de vista la razón de su éxito original y la fuente de su estabilidad y del país, pondría en riesgo su propia viabilidad y podría acabar perdiendo las elecciones próximas, en 2009 y en 2012. Peor, podría acabar provocando una todavía mayor frustración entre las clases medias y generando el tipo de polarización que caracterizó a la elección de 2006, o sea exactamente lo opuesto a lo que se propone. De esta manera, un gobierno que pretende grandes cambios, que no ha generado, podría acabar siendo la fuente de una crisis similar a la de los peores gobiernos priístas. Analogía peculiar.

Dado que llevamos años sin una tasa de crecimiento elevada, la clase media ha subsistido gracias al número de aportantes al ingreso familiar más que debido al crecimiento del ingreso de cada individuo en el país. Es decir, ha sido la suma de varios ingresos en una misma familia la que ha permitido un nivel creciente de consumo. Por eso, la clase media está en el límite y no aguantaría un brote inflacionario, situación que, además, causaría profunda frustración en el segmento políticamente más relevante de la sociedad. Sería patético que un gobierno panista, supuestamente emanado de la clase media, acabe siendo el verdugo de su extinción. El riesgo es real y nadie debería minimizarlo.

 

Nos alcanzó

Luis Rubio

Por años intentamos ignorar, posponer o imaginar que los dos Méxicos ya no estaban ahí, pero ahora la realidad nos alcanzó y, como suele ser en estas cosas, lo hizo con ánimo vengativo. Por un lado está el México viejo y tradicional de las mil virtudes, pero también de la arrogancia burocrática, las simulaciones y la pobreza endémica. Por el otro está el México nuevo y cosmopolita que ha pretendido que el resto se va a sumar a la modernidad sin costos ni sacrificios, como por arte de magia. Cuando la marea baja, dice un cuento, súbitamente se nota quien no trae traje de baño. La crisis de la influenza nos agarró con los pantalones abajo, mostrando ante el mundo todas nuestras carencias y fallas estructurales. Si no atendemos esta llamada, los costos serán fenomenales.

En el tema de la salud nos encontramos con un gobierno federal preparado (el México nuevo) confrontado con gobiernos estatales primitivos e incapaces de entender el fenómeno (el viejo México), pero también con un país sin infraestructura ni capacidad de actuar y sin la comprensión de la urgencia de hacerlo. Hablamos de federalismo pero no hemos construido un país federal ni existen las estructuras para hacerlo posible. De no ser por la ciudadanía responsable que una vez más volvió a surgir, el país estaría en la lona.

Las imágenes hablan por sí mismas: mexicanos siendo aislados y puestos en cuarentena en Pekín, rechazados en la Habana y Buenos Aires y mofados en la prensa estadounidense. El (legítimo) miedo al contagio, tanto dentro del país como fuera, explica muchos de estos comportamientos, pero el común denominador son nuestras fallas internas y esto permite anticipar el tipo de retos, tanto internos como externos, que podrían venir en los próximos meses.

La crisis de la influenza no pudo llegar en peor momento: se conjunta con una situación económica precaria y con un proceso profundo de redefinición política que, en realidad, tiene más que ver con la búsqueda de una reconcentración de poder que con la consolidación de la democracia. Además, llega en un momento en el que la crisis económica ha sido muy desigual en sus impactos. En las décadas de crisis que han caracterizado al país de los setenta para acá, las recesiones comenzaban con un ajuste fiscal en el gobierno que impactaba al resto de la sociedad. Esta vez la situación ha sido exactamente la opuesta: el sector privado experimenta una brutal contracción mientras que, gracias a la previsión de Hacienda al comprar futuros sobre el precio del petróleo, el gobierno (tanto federal como estatales) vive como si nada hubiera pasado. Sin embargo, esta situación cambiará el próximo año y para entonces la población ya estará harta y no querrá saber de ajustes, reformas o promesas incumplibles. Al revés, la población comenzará a reclamarle al gobierno su falta de previsión y estará atenta a las promesas de reconstruir un pasado idílico.

Los dos Méxicos encontrados uno frente al otro. El tiempo aclarará si hubo negligencia en el manejo de la información sobre los primeros brotes de influenza (supuestamente en Veracruz y/o Oaxaca), pero lo elemental seguirá siendo el hecho de que vivimos una profunda contradicción política, social y hasta cultural. Los grandes proyectos de modernización de las últimas décadas suponían que, con el tiempo, todo el país se alinearía hacia la modernidad, aunque es evidente que no existió programa alguno, ni mucho menos una estrategia, que permitiera hacer posible una convergencia de semejante magnitud.

Esto nos ha dejado con una mezcla de realidades que es elocuente de nuestras contradicciones. Aunque ha habido mucha inversión y enorme crecimiento de las exportaciones en el ámbito agrícola, seguimos teniendo una enorme población pobre que vive de un campo miserable y, crecientemente, de remesas. Ante la ausencia de posibilidades de mejora en su lugar de origen, un campesino mexicano encuentra mucho más rentable y atractivo trabajar de cocinero o repartidor en Nueva York. La evidencia es contundente: el mexicano se adapta si tiene oportunidades, pero éstas no existen dentro del país.

Lo mismo se puede decir de la economía industrial: en lugar de ambiciosos programas de modernización, lo mejor que pudo producir el gobierno anterior fue la changarrización de la economía nacional. Así, al igual que en el campo, pervive una industria moderna e hiper competitiva lado a lado con un sector de industria vieja que es inviable, costoso, ineficiente e improductivo. En lugar de programas de transformación industrial, lo que tenemos, con el nombre de pymes, es programas cuyo propósito real es el de la preservación del pasado. De no haber esquemas de protección y subsidio, explícitos o no, hace tiempo que todas esas empresas habrían tenido que refundarse. El costo de mantener lo existente también tiene que medirse en términos de todas las oportunidades perdidas de crear algo nuevo.

Lo que ocurre en el campo y en la industria no es distinto de lo que evidenció la crisis de la influenza. Como en Chernobyl, muchos políticos mexicanos prefirieron cerrar los ojos y pretender que todo está bien, que nada ocurre. El problema es que hay cosas que no se pueden ocultar porque están a la vista de todos. Si bien el gobierno federal respondió con decisión y oportunidad, nada de eso puede ocultar las fallas estructurales que caracterizan al país. Hoy esas fallas se traducen en críticas, burlas y acciones contra México y los mexicanos. De no actuar en esos frentes, pronto se convertirán en regulaciones que afectarán mucho más de lo que podemos imaginar.

Parece claro que habrá dos grupos de consecuencias de esta crisis: una interna y otra externa. Por el lado interno, la crisis misma le da oportunidad a quien está en el gobierno (a cualquier nivel) de tener una presencia mediática excepcional, pero también le eleva los riesgos de cometer errores. Una cosa es el momento de la crisis, otra muy distinta será el próximo año. En esas circunstancias, no parece difícil anticipar un fortalecimiento de los duros de la política mexicana.

Quizá sea el lado externo el que más nos debería preocupar. La inseguridad minó a la industria turística y ahora la salud amenaza lo poco de la economía que sí funciona. La crisis de salud y, sobre todo, los terribles contrastes entre los gobiernos federal y estatales le han provisto de municiones invaluables a todos los que se oponen al TLC norteamericano. A menos de que montemos, de inmediato, un enorme esfuerzo de comunicación en EUA, corremos el riesgo de perder lo único que en los últimos años ha permitido que la economía crezca, el TLC. No hay mayor riesgo en el horizonte.

 

Desde fuera

Luis Rubio

Se puede ver mucho con tan solo observar decía Yogi Berra, el famoso beisbolista que acuñó una serie de frases que, a pesar de su obviedad, entrañan un profundo sentido común que no deja de sorprender. La crisis de influenza me agarró fuera México y me permitió observar desde lejos la forma en que el gobierno ha respondido, los contrastes con otros gobiernos y la manera en que la población actúa en circunstancias como estas. Ha sido una gran lección.

Desde fuera las cosas se ven muy distintas. Parte es el hecho de que las noticias son planas en el sentido en que no se vive el fenómeno de manera directa. Las fuentes de noticias son muchas y, desde fuera, todas son iguales: cada canal de televisión y sitio de Internet tiene su perspectiva y el conjunto arroja información y opiniones que, de lejos, adquieren un sentido muy distinto. A veces me sentía a la mitad de la película Kagemusha y en otras en el mundo de Historia de dos ciudades: muchas perspectivas sobre un mismo tema y no todas ellas conciliables. Pero todas reveladoras.

De lejos no importan las rencillas y contrastes de opinión entre políticos o comentaristas. Lo primero que uno quiere saber y entender es qué está pasando. Como siempre, leí todos los periódicos y vi numerosos noticieros, tanto mexicanos como internacionales. Con algunas excepciones, era mucho más fácil entender la película a través de reportajes en medios internacionales que se distinguen por su profesionalismo. No es que falte seriedad en algunos de los reportajes en nuestro medio, pero lo impactante, que en estas circunstancias se ve como perdición, es nuestra propensión a mezclar hechos con opiniones, al punto en que se vuelve casi imposible entender la fotografía. Peor cuando en esa mezcolanza se suman intereses políticos.

He aquí algunas observaciones y perspectivas:

La respuesta gubernamental parece haber sido profesional, acertada y oportuna. Puede decirse lo que se quiera, pero un gobierno que parecía incapaz de organizar un bautizo, demostró estar claramente preparado. Sin embargo, nuestro inevitable escepticismo lleva a dudar de todo (que si se pospuso porque venía Obama o si esto lo inició Calderón y en otra versión el gobierno de EUA- para distraer de otros problemas) pero los profesionales de la salud en el mundo, como los de la OMS y del CDC de Atlanta no dejaron de reconocer la solidez de la respuesta gubernamental. En estas circunstancias no hay duda sobre la calidad de las opiniones.

El contraste en la forma de responder de los distintos gobiernos del mundo fue ilustrativo de aprendizajes acumulados, capacidades instaladas y la disposición de responder con celeridad. No habían pasado más que unas cuantas horas de las primeras noticias cuando el gobierno Coreano (¡Corea, a decenas de miles de kilómetros!) ya había instalado o activado sensores de temperatura para viajeros en sus aeropuertos. En Japón se comenzaron a repartir tapabocas de inmediato. Otros gobiernos, como Rusia, China y Filipinas, aprovecharon la confusión para imponer medidas meramente proteccionistas a la importación de carne de cerdo. Cada quien se preocupa por lo importante.

El gobierno mexicano se vio muy bien preparado en términos de acciones, comunicación y enfoque, pero evidenció problemas estructurales, sobre todo en lo material. La desaparición de tapabocas en el INER es elocuente de nuestra corrupción y desaseo. No tengo manera de saber si todos los implementos requeridos en una respuesta de esta naturaleza (equipos, vacunas, medicamentos, alimentos) habían sido adquiridos y debidamente embodegados, listos para emplearse en el momento en que lo exigiera una emergencia pero, suponiendo que así haya sido, el hecho de que no estuvieran disponibles en el momento mismo dice mucho de nosotros, de nuestro gobierno y de nuestras prioridades individuales y colectivas.

Otro contraste, éste si patético, fue el que se pudo observar entre algunos gobiernos estatales y el federal. Mientras que a nivel federal se actuaba, muchos de los gobiernos estatales estaban más preocupados de que se les pudiera señalar como causantes del problema. Su prioridad era mediática y política, no la de un gobierno responsable y en funciones. Según algunos de los reportes y comunicados de la OMS, la razón de muchas de las muertes en México puede deberse más a la tardanza con que la gente acudió a los centros de salud que a la forma de enfrentar el fenómeno. Y esa tardanza puede haberse debido a la posibilidad de que muchos pensaran que se trataba de un mero catarro, pero también a la posible negligencia de algunos gobernadores que prefirieron no informar por sus propias razones, retrasando así la necesaria respuesta federal.

Lo más impactante desde lejos es la incredulidad del mexicano. En un mismo día se podían leer dos artículos, uno reconociéndole al gobierno su capacidad de actuar como gobierno (¡por fin! el Estado actúa como Estado) frente a otro que lo desdeña por supuestamente no revelar toda la información (¿a quién le creemos?). Imposible saber cuál de los dos está en lo cierto, pero lo realmente importante por su trascendencia es el hecho de que haya tanta incredulidad y desconfianza. La población sabe que muchos políticos mienten (el actuar de varios gobernadores es elocuente) y mejor actúa por su cuenta. El miedo, dice la conseja, no anda en burro. En situaciones de emergencia sanitaria esa desconfianza ancestral de la población hacia nuestros gobernantes puede ser catastrófica. La gente puede preferir quedarse en su casa que acudir al servicio de salud, con lo que perdería las horas vitales para salvarse. No se si esto tenga solución, pero es muestra fehaciente de una de las muchas consecuencias de la acumulación centenaria de malos gobiernos y desgobiernos. Da envidia observar cómo reaccionan otras poblaciones frente a la información y acciones que emprenden sus gobiernos en circunstancias como éstas: gobiernos competentes respondiendo con celeridad y sin consideraciones políticas de otra naturaleza. La población responde igual: con confianza y de inmediato. Como dice el dicho, esta es una calle de dos sentidos. Y ambos tienen que cambiar para que el país pueda funcionar de manera normal en este y todos los frentes.

Difícil imaginar un peor año para el país y para el gobierno. En momentos parece que ha sido el año de la plaga de México en su conjunto. Al mismo tiempo, da orgullo ver que, al menos a cierto nivel, el gobierno estaba preparado para la contingencia, supo actuar y lo hizo sin miramiento. Lástima que siga sin entender cómo comunicar su espléndido actuar o la importancia de hacerlo.

 

Dinastias

Luis Rubio

Las listas de candidatos al congreso que acaban de publicar los partidos constituyen una buena fotografía de la política mexicana actual, tanto en lo que ha cambiado como en lo que permanece. Como es de esperarse, en cualquier país, las listas traen un poco de todo: políticos viejos y caras nuevas, candidatos buenos y candidatos malos. Más que las listas mismas, lo que llama poderosamente la atención es el procedimiento para integrarlas y lo que eso nos dice de dónde estamos en la actualidad.

Viendo hacia atrás, parece claro que nuestra democracia no nació como un sistema para mejorar la calidad del gobierno sino para mejorar su representatividad. Los acuerdos que llevaron a las sucesivas reformas electorales, desde finales de los 70 hasta la crucial de 1996, fueron intentos por responder a la cada vez más deteriorada legitimidad del sistema político priista, así como a la creciente capacidad de movilizar, desarticular y crear situaciones de crisis que desarrollaron los partidos (entonces) de oposición, sobre todo el PAN. La primera gran reforma, la de Reyes Heroles, buscaba incorporar a la izquierda en los procesos políticos formales, en tanto que las de los 80 y 90 fueron respuestas a las crisis que provocaba el PAN con incremental intensidad.El problema percibido era uno de representación: una parte cada vez mayor de la sociedad mexicana se sentía excluida del sistema político. Lo que hoy tenemos es un sistema político que incluye a todas las fuerzas, garantiza presencia en el congreso incluso a partidos sin mayor representatividad y permite que la mayor parte de la actividad política ocurra dentro de las instituciones formales.

Lo que todas esas reformas no lograron fue institucionalizar a la política o garantizar un sistema de gobierno funcional y efectivo. El que todas las fuerzas y partidos estén en el congreso no les impide realizar manifestaciones disruptivas; tampoco les prohíbe bloquear o incluso tomar violentamente el propio recinto legislativo. En otras palabras, se resolvió el problema de la representación, pero no se civilizó la actividad política. Tampoco se institucionalizaron los procesos de nominación de candidatos ni se desarrollaron procedimientos para seleccionar a los mejores candidatos.

La situación se ha tornado crítica. Las listas de candidatos que fueron publicadas hace unos días son una maravillosa fotografía de lo que se ha avanzado, pero también de lo que no ha cambiado. Lo primero evidente es la impresionante tendencia hacia el control oligárquico y de familias en todos los partidos. Los listados muestran la presencia de dinastías familiares que acaparan los primeros lugares en las listas de representación plurinominal. No tengo duda de que algunas de esas personas tienen carrera propia y méritos que justifican su nominación, pero seguro el único mérito de la abrumadora mayoría se deriva exclusivamente del apellido. Ahí hay decenas de hijos y hermanos de políticos de hoy y de antes, muchos de ellos impresentables y, sin embargo, obviamente influyentes en el proceso de conformación de las listas.

Una segunda imagen que arrojan las listas es la de la interminable negociación, mucha de ella violenta, al grado que recuerda los procesos de movilización post electoral en la década de los 90. Aunque los partidos (y grupos dentro de cada partido) gozan de calificar a los otros de antidemocráticos porque no eligieron a sus candidatos o favoritos de determinada manera, la verdad es que ningún partido ha logrado construir métodos de nominación que dejen satisfechos a todos. Las negociaciones y presiones son interminables. Donde se utilizan procesos de elecciones abiertas, los candidatos resultantes tienden a ser atractivos para los militantes más activos de los partidos, pero pésimos para ganar el favor popular. Eso ha llevado al retorno de las otrora llamadas candidaturas «de unidad», donde media una negociación que intenta, ante todo, evitar conflictos públicos. Las listas sugieren que los priistas han sido mejores en controlar a sus huestes perdedoras que los panistas y perredistas, pero ninguno ha logrado institucionalizar los procesos internos.

Finalmente, la tercera imagen que nos deja esta aventura es que el mérito es irrelevante en la política mexicana. Algunos de los nombres que aparecen en las listas son de personas asociadas con la corrupción, el narcotráfico y pésimos ejercicios de administración o gobierno en el pasado y, sin embargo, nada de eso les impide aparecer ahí como «distinguidos» miembros de sus partidos y listas respectivas.

Al ver las listas recordé el día en que aprendí la dramática diferencia entre lo personal y lo profesional que, en México y como muestran las listas, es casi siempre inexistente. Al llegar a Boston a estudiar me encontré con la novedad de que uno de mis autores favoritos, Ralph Miliband, se acababa de incorporar a la facultad. De inmediato me inscribí en su curso y pronto se convirtió en mi mentor y amigo. Un par de meses después organicé una cena, a la cual invité a Miliband y al profesor Natchez y sus esposas junto con dos compañeros de la universidad. Miliband llegó con dos cosas en la mano: mi examen y una botella de vino. Cuando me entregó el primero me dijo «this is business» y cuando me entregó la segunda «this is love». La cena fue rica en diálogo y calor humano, además de que pronto se entendieron sin dificultad alguna dos profesores con visiones e ideologías difícilmente más contrastantes: un conservador estudioso de la política estadounidense y uno de los marxistas más reconocidos de su época.

Horas más tarde, al acabar la cena, revisé mi examen. La calificación no era muy buena. Decepcionado, pero con mentalidad mexicana, me puse a reflexionar sobre el contraste de la noche: por un lado, amor y amistad, por el otro una mala calificación. Dos días después, en la clase con Miliband, lo observé para ver si algo había cambiado en su semblante. Nada. Eventualmente comprendí que para él había una diferencia absoluta entre lo personal y lo profesional y que no por nuestra cada vez mayor cercanía personal él dejaría de ser un profesor riguroso. Fue una lección que nunca perdería yo de vista y que me enseñó a apreciar una de las razones del éxito de los países desarrollados: el mérito es un valor en sí mismo que permite separar lo común y lo mediocre de lo mejor y excepcional.

Las listas de candidatos son, en general, una mejor muestra de lo mediocre que de lo excepcional. Las dinastías raramente producen buenos resultados. Las oligarquías menos.

 

Involución

Luis Rubio

La película es cada vez más clara, pero no por eso más atractiva: el país experimenta una creciente involución política. Nuestros políticos, desde el presidente hasta el último de los diputados plurinominales, se parecen cada vez más al dicho de aquel coach que le dice a su equipo: «ustedes juegan pésimo y van de mal en peor. Y hoy jugaron como mañana».

Los signos del retroceso están en todas partes, algunas obvias y otras sutiles, pero el sendero es inconfundible. Lo más evidente es el alejamiento creciente de la institucionalidad. Más allá de las estrategias de campaña, nuestros políticos y sus partidos actúan como si las tuvieran todas en la mano, como si no hubiera consecuencias de su actuar. Aunque en algún momento es posible que un partido logre la mayoría absoluta en el congreso o en el senado, lo más probable es que ésa fuera una ocurrencia excepcional, producto de un sistema de tres partidos. Sin embargo, nuestros políticos se comportan como si lo único relevante fuese aniquilar al (¿enemigo?) contendiente. El contraste con los países europeos es patente: ahí un político jamás insulta a otro porque nunca sabe con quién acabará formando una coalición luego de la siguiente elección. Aquí lo importante es ganar: de gobernar luego vemos.

La involución está en todas partes, pero quizá en ninguna es más perniciosa, y preocupante, que en el incesante afán de recentralizar el poder. Esta propensión se observa igual en la legislación electoral (que restablece el control sobre el IFE) que en los fútiles intentos por fiscalizar desde el centro a los gobernadores. En lugar de procurar instancias institucionales de fiscalización a nivel estatal y local, ahora todo lo quiere hacer el legislativo. En lugar de la otrora presidencia omnipotente, ahora se pretende un poder legislativo todopoderoso. El resultado no va a ser mejor.

La retórica de la transparencia y de la rendición de cuentas es ubicua y generosa, pero la realidad es una de opacidad y dispensa. Por ejemplo, todo mundo sabe que en la elección de julio se van a violar todos los reglamentos y topes de campaña, pero como los fiscalizadores ahora son también los fiscalizados, todo acaba siendo un juego. El presidente que prometió que no se inmiscuiría en los procesos electorales a eso se dedica día y noche: en lugar de hacer una diferencia como gobierno, ahora el objetivo es evitar que arrase el contrincante. Una meta superior.

Un país de las características geográficas del nuestro sólo puede ser gobernado por un régimen central todopoderoso que acaba coartando todo potencial de desarrollo, o por un sistema institucionalmente federalizado. La realidad de crisis y malos gobiernos acabó minando al viejo sistema presidencialista, pero no hemos consolidado un régimen debidamente federalizado. Como en tantos otros aspectos de la vida nacional, nos quedamos a la mitad: no acabamos de desmantelar el presidencialismo de antaño ni hemos construido instituciones que respondan a los cambios en la realidad del poder que migró de la vieja presidencia. Estar a la mitad del río le permite al presidente y a los partidos justificar su incompetencia y malos manejos, pero le hace la vida miserable al ciudadano.

Las próximas elecciones prometen ser un ejemplo más de la mediocridad reinante y del abandono de lo relevante. Para comenzar, las elecciones intermedias no le interesan al ciudadano porque no le benefician en nada. Dada la permanencia del senado, lo más que logran esos procesos es manifestar el descontento y la desconexión en la forma de una elevada abstención, aunada a la celebración que logren los ganadores, en este caso seguramente el PRI. Más allá de eso, las elecciones no harán sino evidenciar las carencias.

El enigma más grande yace del lado del ejecutivo. En contraste con Salinas, cuya elección de origen también fue disputada y eso le llevó a construir una plataforma para ganar la elección intermedia y así relanzar su gobierno, el presidente Calderón no parece aspirar a más que limitar las pérdidas. En lugar de unir a su partido, ha encendido las pugnas internas y en lugar de apostar por la transformación del país y la capacidad de su equipo, ha premiado la lealtad y la pasividad. El resultado es una dedicación casi exclusiva a una estrategia (la seguridad) que, aunque necesaria y encomiable desde cualquier perspectiva, no le rendirá mayores frutos políticos. En el camino abandonó las causas ciudadanas que tradicionalmente fueron las del PAN en aras de dudosas alianzas con los poderes fácticos que abominan los votantes potenciales de su partido.

El actuar de nuestros políticos obliga a la reflexión sobre el para qué del gobierno. Desde una perspectiva ciudadana, uno aspiraría a que se desarrollara un sistema de gobierno funcional con capacidad de gobernar. Lo que tenemos son remiendos, unos originados en intentos honestos por reparar o atenuar problemas, pero la mayoría orientados a controlar y centralizar cada vez más. Los dos gobiernos del PAN han demostrado que no tienen un mejor plan de gobierno o una mayor capacidad para gobernar que los del PRI. Por su parte, el PRI no se ha reformado en lo más mínimo: apuntalados en los fracasos del PAN, los priistas confían cosechar por su experiencia, no por su historia o mejor calidad de proyecto de gobierno.

La pregunta obligada no es cuál sería el mejor gobierno (que parecemos incapaces de articular), sino cuál sería el menos malo. Esto es exactamente lo que se preguntó el filósofo Karl Popper: ¿cómo limitar el daño que le podrían infligir a la ciudadanía los gobernantes? Su respuesta fue que lo central es que la ciudadanía pueda deshacerse de gobernantes ineptos sin violencia. En el ámbito más mundano, pero no menos relevante, estas interrogantes recuerdan al famoso intercambio que relata Facundo Cabral entre su mamá y un candidato presidencial. Como todo candidato deseoso de ganar el favor ciudadano, éste fue obsequioso al preguntarle a la mamá del famoso cantante «¿cómo le puedo ayudar?». La respuesta de la señora fue directa y clara: «con que no me joda es suficiente». Popper nunca hubiera empleado semejante lenguaje, pero sus planteamientos no fueron muy distantes en contenido.

El riesgo para el país es que sigamos perdiendo el camino. Como en la Rusia de Putin, la concentración del poder tiene límites y éstos son muy estrechos. Una vez que se rebasan, todo se colapsa. Y el problema es que nadie sabe dónde se encuentra la raya divisoria: igual puede ser un evento que el comentario de un político. Mejor sería apostar por la construcción institucional, aunque me temo que para eso habrá que esperar un buen rato u otro tipo de gobierno.

Página en internet: www.cidac.org

Impunidades

Luis Rubio

No hay término más resbaladizo en la política mexicana que la impunidad. Todo mundo habla de ella, todo mundo la denuncia y desprecia y todo mundo la reprueba. Ese discurso se ha vuelto un componente connatural de la retórica política actual. Políticos, funcionarios, académicos, empresarios y ciudadanos, todos participan en el ritual de denunciar la impunidad. El problema es que nadie quiere acabar con ella.

La impunidad es una realidad en el país. No hay ámbito, ni el más recóndito, de la vida en el que la impunidad no sea factor determinante y decisivo. En cierta forma, a todo mundo le conviene su propia impunidad, lo que hace muy difícil erradicarla. Desde luego, todo mundo quiere acabar con la impunidad, pero la impunidad de los otros, no la propia. Esto lleva a que lo que para unos es sancionable y vergonzante, para otros sea absolutamente aceptable, cuando en ambos casos se trata de impunidad flagrante. Y este círculo vicioso quizá explica la razón por la cual la impunidad es endémica.

La impunidad está en todas partes. No hay ámbito de la vida nacional en el que la impunidad no juegue un papel estelar. Los ejemplos son vastos y seguramente insuficientes porque literalmente no hay espacio en el que ésta no sea un factor y, en algunos casos, como el sindical, está abiertamente protegida por la ley a través de la autonomía. Aunque hay diferencias fundamentales en las características particulares de cada tipo de impunidad, el hecho de la impunidad es ubicuo. Al menos en concepto, no hay diferencia entre la «riqueza inexplicable» de un ex gobernador y el que un ciudadano común y corriente juegue a la corrupción con un policía de tránsito. El hecho de la corrupción, y por lo tanto de la impunidad resultante, es idéntico. Tan impune queda el acto de poseer bienes comprados con fondos de dudoso origen o legalidad como el de, gracias a una mordida, pasarse un alto y no pagar la multa correspondiente

Aunque no sean exhaustivos, diversos ejemplos de impunidad nos dicen mucho. Para ningún mexicano es noticia que muchos políticos y funcionarios aspiren a vivir del erario y a enriquecerse como resultado. Los dichos al respecto son elocuentes: «no me des, sólo ponme donde hay», «le hizo justicia la revolución», «un político pobre es un pobre político», «que se haga justicia en los bueyes de mi compadre» Por dichos no paramos, pero la historia que estos nos relatan es sugerente: todo mundo reconoce que hay corrupción e impunidad pero, en lugar de reprobarla, se le confiere legitimidad porque, en alguna forma, todo mundo es parte de ella o aspira a serlo. La escala y montos de la corrupción de un gobernador o líder sindical pueden ser incomprensibles para el mexicano común y corriente, pero la mayoría quisiera estar ahí.

La criminalidad es otro caso, patente y flagrante, de impunidad. Los números lo dicen todo: menos del uno por ciento de los delitos acaba siendo castigado. El delincuente sabe que su probabilidad de acabar en la cárcel es irrisorio por lo que actúa sin la menor preocupación.

Los llamados «usos y costumbres» de las comunidades indígenas, por ejemplo, no son más que otro espacio de impunidad ilimitada. No dudo que exista una tradición milenaria en esas comunidades y que muchas de esas costumbres ameriten reconocimiento y protección, pero detrás de ese emblema se esconde toda una tradición de abuso y corrupción que es absolutamente incompatible con un país que se dice democrático y que aspira a la modernidad. ¿Se puede justificar el abuso de las mujeres por el hecho de que el abuso tenga una historia de siglos? ¿Se vale ignorar el voto de la población en aras de preservar una costumbre de corrupción e impunidad? Una cosa es la tradición y otra muy distinta es la impunidad. Detrás de esos «usos y costumbres» se esconde un espacio de impunidad que no sólo es incompatible con la ley y las exigencias de un mundo civilizado, sino que también constituye un mecanismo conveniente de legitimación de la corrupción y de la impunidad reinante.

El sindicalismo mexicano está anclado en tradiciones que en muchos casos no están consagrados en ley pero que de todas maneras constituyen fuentes de impunidad y corrupción. Por ejemplo, los patrones retienen las cuotas sindicales sin que el agremiado jamás haya aceptado esa práctica. Sindicatos como el de los petroleros, el SME, el SNTE, los telefonistas y demás viven de cuotas multimillonarias que le son retenidas a los trabajadores sin su anuencia. Los llamados «líderes» de estos sindicatos no son sino caciques que depredan y expolian porque tienen el control de las cuotas, así como de las nuevas plazas. Esto es tan obvio que uno debería preguntarse por qué no se para. Quizá aquí, más que en ningún otro ámbito, es abrumador ese dicho de la paja en el ojo ajeno ignorando la viga en el propio: todo mundo quiere que al otro sindicato se le cancelen sus privilegios. El llamado de los políticos y líderes partidistas es a que se modifique la práctica de tal o cual sindicato, no del sindicalismo en su conjunto. Es decir, la impunidad que me conviene es aceptable, la que no debe ser erradicada ipso facto.

La impunidad está en todas partes: en las regulaciones que discriminan a favor de determinada empresa y en los monopolios como Pemex y CFE, en las empresas que imponen sus términos al consumidor sin que medie autoridad alguna, en el padrón de importadores que le concede privilegios a unos y se los niega a otros, en los sindicatos que utilizan al trabajador en lugar de avanzar sus derechos e intereses. En México no es necesario ir muy lejos para ver la impunidad en pleno. Con mayor frecuencia de la que sería deseable basta el espejo para encontrarla.

El triángulo simulación-corrupción-impunidad le da respetabilidad a la expoliación, a los llamados derechos adquiridos, al abuso y, por lo tanto, al atraso en que vive el país. Un país que se caracteriza por esta realidad no puede apostar al futuro ni pretender que avanza hacia la modernidad, la confiabilidad y la competitividad. Hay contradicciones que simplemente no aguantan escrutinio alguno.

Mientras la impunidad nos convenga a todos, nadie tiene incentivo alguno para acabarla y esa es la receta más pura para el círculo vicioso que nos caracteriza. Como la llamada economía «subterránea» o «informal», que en México de subterránea no tiene nada, la impunidad es igual de evidente y palpable. Hace años se hizo popular el dicho de que «la corrupción somos todos». El otro lado de la moneda, el de la impunidad, es exactamente igual de cierto. Acabarla es factible, pero exigiría un enorme liderazgo y tendría que comenzar la vida de cada uno de nosotros.

 

 

Paradigmas

Luis Rubio

La crisis económica por la que atraviesa el mundo ha sacado a relucir un gran número de deficiencias estructurales e incompatibilidades en la forma en que se producen bienes y servicios, en las instituciones de regulación y en los sistemas de distribución del mundo. En cierta forma, la crisis se produjo por un choque entre estructuras creadas para un mundo integrado por estados nacionales y una economía que se ha globalizado pero que funciona sin anclas institucionales adecuadas. En el camino quedó muerto tanto el paradigma de la economía nacional como el de la globalización sin reglas. Vale la pena comenzar a explorar los paradigmas que podrían comenzar a emerger tras la crisis, pues sus efectos sobre nosotros serán cataclísmicos.

Lo primero que parece evidente es que la crisis forzará definiciones que hace tiempo son evidentes pero que solo un shock podía materializar. En términos mundiales, todo indica que la economía fundamentada en el modelo energético a partir del petróleo irá en rápido descenso. En los países que han liderado el tema del calentamiento global, esta crisis abrirá espacios para el desarrollo de fuentes de energía renovables que en el curso del tiempo desplazarán al petróleo. Una característica sobresaliente del paquete económico de Obama son los subsidios al desarrollo de fuentes alternativas de energía; los europeos y japoneses traen programas similares. Aunque eso no modificará al mercado petrolero en el corto plazo, a la larga transformará la forma de producir. Algo parecido ocurrió en 1973, cuando Japón respondió a la crisis petrolera con una revolución en los procesos de manufactura que hoy yace en el corazón de la globalización industrial. El cambio esta vez no será menor.

La industria automotriz, sobre todo la estadounidense, experimentará grandes convulsiones. A los nuevos modelos productivos, mucho más eficientes y confiables, se ha sumado la demanda por automóviles más baratos y de mayor calidad. El viejo corazón de la industria, Detroit, lleva décadas en decadencia y está sobreviviendo sólo gracias a subsidios y garantías emitidas por su gobierno, no por la calidad de sus productos o a la devoción de sus clientes. Sin duda, pasado el momento inicial, comenzará el reconocimiento de que el problema reside en el modelo productivo. Esa industria sufrirá una modificación de esencia.

Para nosotros, estos dos cambios entrañan riesgos y oportunidades. Más allá de la estructura propiamente productiva, nuestro modelo financiero se ha sustentado en el ingreso petrolero como fuente principal del financiamiento público. El erario es brutalmente dependiente respecto al ingreso petrolero, que además es el sustente de vastas regiones del país. ¿Que pasaría, deberíamos estarnos preguntando, si los cambios que probablemente experimente la industria energética mundial se traducen en precios permanentemente bajos para nuestro petróleo? De igual manera, ¿qué otros usos podríamos darle al petróleo en caso de que lo anterior suceda?

Algo similar deberíamos contemplar para el futuro de la industria automotriz. Se trata de la mayor fuente de empleo en el país y nuestra principal exportación; de ahí su trascendencia. También aquí deberíamos estar preguntándonos cómo podríamos diversificarnos y cómo podríamos beneficiarnos de la clausura de plantas en EUA pero, sobre todo, ¿cómo podríamos trascender el modelo maquilador que hoy caracteriza a esta industria? Es decir, ¿cómo podemos incorporar actividades mucho más rentables y atractivas, como diseño, ingeniería y logística en esta parte de la industria nacional a fin de elevar el valor que se agrega?

Todo indica que esta crisis comenzará a desplazar a industrias tradicionales como las mencionadas, a favor de nuevas tecnologías, servicios de alto valor agregado y los servicios financieros que nazcan de las ruinas de esa industria. Actividades como estas no nacen en un vacío: requieren una aglomeración de jugadores, servicios y toda clase de apoyos laterales que permitan su desarrollo. Esto implica una combinación de universidades, logística, laboratorios, y empresarios junto con servicios financieros, abogados y demás complementos que hagan posible el nacimiento de un espacio de competencia y a la vez de cooperación. Ahí está el valle del silicio, la región de Berlín y Toulouse y otros cuantos más.

Nosotros no contamos con aglomeraciones de esta naturaleza, pero hay algunos espacios que podrían servir de base para un desarrollo tecnológico. El gobierno del DF ha hablado de crear clusters científico-tecnológicos, pero lacras como la inseguridad pública y la baja calidad de nuestra educación son limitantes estructurales. Quizá debiéramos comenzar a pensar en términos de aglomeraciones de un nivel tecnológico ligeramente menor, en torno a industrias que, con un programa inteligente, podríamos hacer nuestras, como la automotriz. Ahí, se podría reunir la producción de automóviles y auto partes (que ya tenemos) como el desarrollo tecnológico y de ingeniería, servicios que hoy se llevan a cabo en otros países.

Sin pretender ser conocedor de los procesos industriales y científico- tecnológicos, parece evidente que esta crisis va a obligar a que se definan nítidamente las ventajas comparativas y las fuentes de riqueza, es decir, de valor agregado, en cada localización geográfica. El gobierno de EUA quizá no tenga alternativa política a la concesión temporal de subsidios a empresas como la automotriz, pero los inversionistas no van a meter ni un peso en una industria que no tiene futuro dada su estructura actual.

Las coyunturas abren oportunidades para quien las sabe aprovechar. Una posibilidad, que es la histórica, es la de quedarnos sentados a esperar a que los directivos de las automotrices decidan en qué medida nuestros costos le son atractivos. Esa estrategia lleva a una industria maquiladora que, aunque nada despreciable, agrega relativamente poco valor. La alternativa consistiría en anticiparnos y hacer nuestros los nuevos paradigmas: crear clusters que no sólo hagan atractiva la instalación de plantas por el costo de la mano de obra, sino por el valor que nuestra ingeniería, laboratorios y universidades podrían agregar. Un esquema de esta naturaleza lleva años en construirse, pero no va a emerger si no se comienza a articular.

Por encima de todo, esta crisis va a crear oportunidades productivas para empresas nuevas, particularmente medianas, pero todo en el país conspira en contra de que éstas prosperen. Muchas más empresas medianas abriría la oportunidad de un desarrollo más equitativo y meritocrático, otras dos carencias en nuestra historia.

 

Crisis y futuro

Luis Rubio

Las crisis mexicanas de los ochenta y noventa siguieron dos dinámicas perfectamente diferenciadas: por un lado exigieron una corrección fiscal que disminuyera el déficit en las cuentas gubernamentales y, por el otro, gracias a la competitividad que creó la devaluación del peso en cada una de esas ocasiones, abrieron ingentes oportunidades para que la producción nacional, sobre todo la manufacturera, comenzara a crecer vía la exportación. La crisis actual es diferente porque no hay a quién exportarle dado que la crisis no es nacional sino mundial. Las implicaciones de esta circunstancia son enormes y van a exigir una enorme capacidad política que hoy parece vulnerada.

La economía mexicana lleva décadas creciendo muy modestamente. Las cosas iban bien hasta mediados de los sesenta: después de eso, todo ha sido mediocre en este rubro. Aunque se experimentaron tasas elevadas de crecimiento en los setenta, la causa de ese desempeño se remite al excesivo endeudamiento y a los elevados precios de petróleo que caracterizaron a ese periodo. Tan pronto desaparecieron esos dos elementos del horizonte, la economía se estancó en términos per cápita. Hubo años buenos, pero el promedio ha sido raquítico.

De hecho, prácticamente todos los años buenos, y casi todos los procesos productivos exitosos en estos años, se deben a la exportación, al TLC norteamericano y a la creciente competitividad del aparato productivo vinculado al exterior. No así el resto de la economía que, con excepciones, ha mostrado un desempeño mediocre y una patente incapacidad por elevar sus índices de productividad.

La tragedia de la crisis actual reside precisamente en este punto: se ha contraído la demanda por los productos y servicios en que somos muy competitivos y el resto no nos da para un sustento comparable. Algunas propuestas de solución -como elevar el gasto de inversión en infraestructura- podrían ayudar en el corto plazo, pero el problema es que no hay capacidad productiva suficiente (en términos de los economistas, el problema de México es de oferta y no de demanda) y eso implica que la inflación podría crecer en un santiamén. La verdad es que el país requiere una revolución productiva que incremente la inversión privada para que se eleve la oferta y eso transforme y modernice a la economía en su conjunto.

La crisis económica estadounidense ha afectado nuestras exportaciones y no nos da una salida fácil como las que ocurrieron en las décadas pasadas. De hecho, los dos sectores más importantes para las exportaciones mexicanas automotriz y construcción- son los más golpeados y los que, presumiblemente, más tardarán en recuperarse. En su proceso de ajuste, los norteamericanos están elevando sus niveles de ahorro, reduciendo deudas y disminuyendo su consumo. Al mismo tiempo, las otrora grandes empresas automotrices están al borde de la quiebra y no es de esperarse que se recuperen pronto, e incluso podrían desaparecer.

Todo esto indica que cualquier mejoría que nosotros podamos llegar a experimentar va a depender de lo que se haga internamente. Cerrada temporalmente la salida exportadora, todo está sujeto a la capacidad de transformación que experimente nuestra economía y eso requiere profundas reformas, precisamente de esas que nuestros gobiernos y legisladores llevan años evadiendo.

Algunos promueven soluciones proteccionistas lo que, en nuestro contexto, implicaría apostar por toda la parte vieja, poco productiva e inviable de nuestra economía: es decir, implicaría aumentar la pobreza. La única alternativa positiva, transformadora, sería la de cambiar de enfoque y comenzar a otear un futuro distinto: un futuro en el que el petróleo disminuye en importancia, tanto como fuente de financiamiento del gobierno y como generador de demanda interna, y un futuro en el que la planta productiva se transforma para darle salida al potencial de toda la población, potencial que siempre ha sido deprimido.

Los temas que requieren nuevos enfoques no son novedosos, pero no por eso dejan de ser fundamentales: se requiere resolver el problema de las finanzas públicas de una manera permanente y eso implica el IVA parejo y sin excepciones. Se requiere abrir la inversión en sectores protegidos como el petróleo para crear nuevas fuentes de energía y demanda. Se requiere desatar las capacidades productivas de la población, lo que implica eliminar obstáculos en terrenos como el laboral, la permisología (y otros obstáculos) y confrontar la ausencia de competencia en sectores clave como el energético y las comunicaciones. Al mismo tiempo, sería indispensable enfrentar a los llamados poderes fácticos, sobre todo sindicales, en áreas que son vitales para el desarrollo y donde el statu quo no hace sino cancelar cualquier posibilidad de desarrollo.

Esta crisis nos ofrece posibilidades muy superiores a las imaginables. Por ejemplo, de existir un entorno idóneo (infraestructura, regulaciones, clima de negocios) capaz que México puede ser parte de la solución a la quiebra de las automotrices estadounidenses. Pero eso no se dará a menos de que se creen esas condiciones.

Ninguna de estas cosas, u otras que pudieran contemplarse, son novedosas. Pero cualquiera que se decida atacar implica una capacidad de articulación política, una capacidad de negociación, que hoy no existe. Peor, estamos viendo la destrucción de la única alianza que en las últimas décadas le ha dado al país una capacidad de reforma, así haya sido limitada e insuficiente. En su afán por evitar un colapso de su presencia en la cámara de diputados, el PAN decidió adoptar una estrategia de denuncia y ataque contra el PRI, el único partido capaz de darle los votos necesarios para enfrentar los extraordinarios desafíos que el país confronta en la actualidad y que, sin duda, se agudizarán en los años venideros.

La lógica de la estrategia panista es comprensible, pero es muy torpe porque las elecciones intermedias dependen más de la capacidad territorial de los partidos que de las grandes estrategias mediáticas. El gobierno puede acabar en el peor de los mundos: con una minoría muy reducida y sin capacidad de interlocución, es decir, nos deja ante la posibilidad de que el proceso legislativo quede paralizado por los siguientes tres años. Y con ello la oportunidad de aprovechar la crisis para construir una nueva economía, capaz de lograr elevadas tasas de crecimiento.

Esta es la primera crisis en décadas de la que no es culpable un mal manejo financiero por parte del gobierno. Sería una tragedia que por torpezas políticas acabemos saliendo peor de lo que entramos.