Espectadores

 Luis Rubio

Stalin alguna vez dijo que las personas que depositan su voto en la urna no deciden nada. Quienes deciden, afirmaba el dictador soviético, son quienes cuentan los votos. La reconfiguración del IFE a mediados de los noventa pretendía responder a una realidad cuasi stalinista: la supuesta democracia mexicana no permitía que hubiera certeza en la contabilidad de los votos. Con el IFE ciudadano, la democracia mexicana comenzó a florecer en el terreno electoral. El IFE logró lo que parecía imposible: ganarse la confianza del electorado. Pero la democracia mexicana no fue diseñada para la ciudadanía.

En la política mexicana actual, la soberanía yace con los partidos políticos. Es ahí donde se han cocinado los entuertos que estamos viviendo. Por ejemplo, los procesos electorales no requerían reparaciones ni ajustes porque estaban cumpliendo con su cometido: las campañas funcionaban, los medios abandonaron la parcialidad que caracterizó al sistema por décadas (de hecho, la contienda del 2006 fue la más equitativa de nuestra historia) y la contabilidad de los votos se hizo de manera impecable. A pesar de eso, en 2007 los partidos procedieron con una reforma electoral cuyo objetivo era controlar al IFE, castigar a los medios de comunicación y regular hasta el más modesto de los procedimientos en materia electoral.

La reforma del 2007 hubiera enorgullecido a Stalin. Atrás quedaría la autonomía del IFE, a la vez que la discusión pública, la propaganda electoral y la opinión en torno a la elección serían severamente restringidas. De árbitro independiente, el IFE pasó a ser un instrumento de auditoría. Ahora sus preocupaciones ya no se encuentran en la equidad de la elección sino en el contenido de los mensajes políticos, la duración de los spots y la imposición de multas y censuras a un número cada vez mayor de actores políticos: en otro arranque stalinista, todo mundo puede ser sujeto de un delito electoral. En lugar de atender el problema de capacidad de gobierno que enfrenta el país, los partidos optaron por el Frankenstein electoral.

Esta semana el presidente envió una serie de iniciativas de reforma institucional que se suman a las que previamente había presentado el PRI en el Senado. Cada una de estas propuestas constituye un intento de respuesta a los problemas que cada parte percibe en el proceso. Quizá lo más sintomático de esto resida en que la propuesta presidencial persigue fortalecer la capacidad de acción del ejecutivo en tanto que la del Senado busca acotar a la presidencia.

Se trata de perspectivas contrastantes que responden a intereses y visiones distintas. En lo que no hay contraste sustancial es en la forma en que perciben al ciudadano. Detrás de las iniciativas persiste el tufo de un ánimo de control que yace en el corazón del sistema priísta de antaño que heredamos y que sigue siendo la columna vertebral de nuestra estructura política. Como en el caso de la reforma electoral de hace dos años, estas iniciativas contemplan al ciudadano como un mal necesario en la vida política.

Este es el tema de fondo: en la democracia mexicana el ciudadano no es más que un mero espectador. En vez de ser el corazón y razón de ser de la política y de las elecciones, su papel es el de legitimar el resultado, no el de hacer valer su voto, influir sobre los legisladores o decidir sobre sus representantes. A pesar de que en las iniciativas presentadas esta semana se contempla la reelección, lo que se otorga, al menos en concepto, por un lado, se cancela por otro.

En términos históricos, las sucesivas reformas electorales que se dieron en las décadas pasadas pueden haber sido insuficientes, malintencionadas o torpes, pero fueron intentos por responder a una compleja realidad: el viejo presidencialismo estaba muriendo y urgían instituciones capaces de sustituir sus funciones. La presidencia fuerte permitía compensar el embate de intereses particulares (comenzando por los poderes fácticos) y mantenía a raya a diversos actores potencialmente riesgosos (desde guerrilleros hasta narcotraficantes). Con esto no quiero sugerir que la presidencia de esa época fuera infalible, benigna o justa. Pero en retrospectiva parece evidente que la fortaleza inherente que la acompañaba servía de contrapeso ante la debilidad institucional que realmente existía detrás de la apariencia de fortaleza y frente al resto de los actores políticos.

En ausencia de esa vieja presidencia, el país tiene que irle dando forma a nuevos mecanismos institucionales que permitan restablecer el control sobre organizaciones criminales, contrarrestar los excesos de los gobernadores y darle viabilidad a la política cotidiana. En una palabra, nuestra verdadera vulnerabilidad yace en el hecho de que las instituciones con que contamos son inadecuadas para la realidad tangible y demasiado débiles para hacer posible un gobierno efectivo. La solución no puede residir en recentralizar el poder sino en construir una democracia más fuerte y menos vulnerable.

Ambos proyectos de reforma entrañan un deseo de concentrar poder. Ambos suponen que las reformas electorales que llevaron a la constitución de un IFE autónomo fue producto de la bondad del sistema político priísta o de la generosidad de un presidente, y no respuestas a una realidad concreta. Los partidos de la entonces oposición habían logrado no sólo deslegitimar al PRI y a sus presidentes, sino poner en jaque al gobierno en cada elección. Se estaba desquiciando al poder centralizado del PRI, las presiones que ejercían los gobernadores minaban al poder presidencial y la pujanza y conflictividad local y regional hacían cada vez más difícil el control del país.

La noción de que se puede reconcentrar el poder es absurda por insostenible. Así como se desarticuló el poder centralizado en la vieja URSS, la realidad mexicana obligó al desmantelamiento del viejo poder presidencial. Hoy en Rusia se ha restablecido un control centralizado, no tan poderoso como el de antaño, pero sin duda más que los que presenciaron el fin de la era soviética. A pesar del aparente éxito en esas latitudes, nadie puede ignorar que Putin sin petróleo es lo mismo que López Portillo en 1982. La concentración del poder no es solución para un país de nuestras características.

México requiere instituciones que resguarden al país y le den funcionalidad, no mecanismos de regulación y control con la mirada fijamente puesta en un pasado no muy glorioso. Por encima de todo, requiere mecanismos de participación ciudadana que limiten la propensión al abuso que es inherente a la reforma del 2007 y a mucho del contenido de las propuestas recientes.

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Centella 18

Luis Rubio

Centella 18 es la clave que le dio un policía de tránsito a una amiga para que nadie más la fuera a parar por no haber verificado su automóvil a tiempo. Luego de amenazarla con la letanía de llevarla al corralón, el motociclista le propuso la alternativa legendaria: por una módica suma le perdono la infracción y la molestia, pero además le doy una clave para que, de pararla otro policía durante el día de hoy, quede liberada de problemas, es decir, impune. La noción de que es posible cambiar la realidad de nuestro sistema legal, del Estado de derecho en su conjunto, con más leyes que nadie cumple es un tanto absurda. La pregunta es cómo si podría cambiarse.

La ilegalidad que enfrenta un ciudadano común y corriente a lo largo de cada uno de sus días es interminable. También lo son los intentos por corregir o resolver estos problemas. En los temas de tránsito, igual ha habido alcaldes o jefes de gobierno que pretenden penalizar cualquier comportamiento anómalo, que aquellos que acaban prohibiéndole a sus policías imponer multa alguna. El problema es el mismo y su actuar muestra frustración frente a la realidad. En una ciudad en la que no hay buena señalización, en la que, en una palabra, es imposible cumplir con todas los reglamentos de tránsito por la naturaleza misma de la jungla urbana, la noción de penalizar toda violación al reglamento es absurda y se presta a toda clase de abusos y corrupción. La alternativa, no levantar infracción alguna, constituye una capitulación integral: la autoridad abandona su responsabilidad.

Algunos municipios han optado por negociar con las anomalías. En Naucalpan, por ejemplo, las autoridades negociaron con los viene viene, quienes cumplen una función vital por la ausencia de estacionamientos públicos, para que se registren y se sometan a la autoridad. De la misma forma, las grúas al servicio del gobierno del DF tienen arreglos con los franeleros de la ciudad: se trata de un modus vivendi que trasciende los temas comunes de la corrupción porque entraña autoridades paralelas y arreglos subrepticios. Acciones de esta naturaleza quizá resuelvan el problema inmediato, pero implican sucumbir en vez de actuar como autoridad: si no los puedes derrotar mejor úneteles.

El problema de fondo es que todas éstas son soluciones temporales, parciales y, más importante, contrarias a la posibilidad de construir una sociedad de reglas institucionalizadas que permitan a todo ciudadano saber dónde está parado y cuáles son sus derechos y sus obligaciones. Soluciones temporales como las aquí mencionadas no sólo minan la función de la autoridad, sino que crean un entorno de irresponsabilidad y de incertidumbre, según sea el caso. Algunos utilizarán el vacío para abusar (como ocurre con la economía informal), en tanto que otros dejarán de invertir ante la ausencia de seguridad, la incertidumbre de la ley y de los reglamentos y la nula disposición de la autoridad a hacerlos cumplir.

Ninguno de estos problemas es nuevo, pero de nada nos sirve aseverar que son una herencia colonial. El problema no es de donde vienen los problemas, aunque sea interesante saberlo, sino encontrar la forma de eliminarlos. Por décadas, quizá siglos, el país se ha abocado a intentar resolverlos sin realmente hacer nada: se aprueban nuevas leyes o se anuncian nuevas disposiciones pero todo sigue igual. El problema claramente no es de leyes sino de la indisposición o incapacidad de las autoridades respectivas a hacerlas cumplir. Además, con frecuencia, las propias leyes violan los derechos elementales de los ciudadanos, lo cual difícilmente constituye un incentivo para su legitimidad.

Algunos dirán que se trata de un problema cultural (el mexicano es rebelde por naturaleza), en tanto que otros afirmarán que se trata de un problema de usos y costumbres que son inamovibles. Pero hay ejemplos positivos de transformación en el país, como es el caso de Chihuahua, estado azotado por la criminalidad, que sugieren que existen soluciones si se resuelve el problema de la falta de continuidad en las estructuras de autoridad y la falta de acuerdo entre los responsables a nivel político sobre las reglas que deben hacerse cumplir.

La falta de continuidad en las estructuras de autoridad es quizá uno de nuestros más grandes vicios, uno que además es fuente de la debilidad de nuestras instituciones. Llega un nuevo gobernante, lleno de bríos, levanta todas las calles del pueblo, inicia obras grandiosas, trata de atajar los problemas principales, en ocasiones encuentra alguna manera exitosa de resolver un problema grave (como ha ocurrido, intermitentemente, en el caso de la criminalidad), pero luego se va a buscar fortuna en otra parte y deja todo colgado. La siguiente administración llega llena de bríos a pelearse con la anterior y a hacer algo totalmente distinto. Las obras se quedan a medias, los proyectos no tienen continuidad y todo comienza de nuevo. Lo peor del caso es que la ciudadanía no tiene nada que hacer al respecto.

La falta de acuerdo entre los responsables a nivel político es el otro lado de la moneda: no hay continuidad porque no hay acuerdo ni incentivo alguno para que lo haya. Históricamente, los gobiernos llegan como una pandilla dedicada a explotar el botín y eso implica que no quieren regla alguna que los limite (y la alternancia no ha modificado este patrón). Apegarse a una estructura institucional implicaría aceptar que hay límites a la rapacidad y eso es anatema en el contexto del viejo sistema político que, desafortunadamente, no ha desaparecido, sino que se perfecciona día a día.

La historia de la legalidad en diversos países y sociedades no se vincula a la cultura o a la existencia de un impresionante aparato judicial o policiaco. Los países que han alcanzado a establecer la legalidad como mecanismo para normar la vida entre los ciudadanos y para garantizar sus derechos, son aquellos que han logrado que la sociedad entera, pero sobre todo los políticos y representantes populares, acepten el marco normativo como válido. Eso se puede apreciar igual en la teoría de Rousseau y Locke que en los pactos de la Moncloa. Lo que importa es que haya un compromiso de apegarse al marco normativo. El caso español ilustra que lo importante no es el contenido sino el hecho: allá se aceptó lo existente porque la alternativa hubiera sido el caos. A partir de ese hecho comenzaron a modificar las leyes pero desde dentro de las instituciones que los pactos reconocieron como punto de partida. En el fondo, lo que México necesita es un gran trabajo político que haga posible adoptar un marco legal al que todos nos sometamos.

 

La vida al revés

Luis Rubio

Ahora que se discuten los impuestos ¿por qué no cambiar la ecuación? ¿Por qué no ver la forma en que se paguen los impuestos que ya hay, pero de verdad, no con más castigos, sino con menos burocratismos?

Es tiempo de legalizar la informalidad. Por décadas, hemos vivido bajo la ficción de que el mundo real, el mundo bueno y el mundo estadísticamente relevante es el de la formalidad. Sin embargo, la realidad nos dice otra cosa. La economía informal es dinámica y en ella operan millones de mexicanos que son empresarios modernos, competitivos, dispuestos a asumir riesgos y cuyo criterio es el de satisfacer a su cliente. La economía informal es real: ahí está para que todos la vean. Es tiempo de ver la vida al revés.

Comencemos por lo obvio: la formalidad es una monserga, cuando no la muerte burocrática. La formalidad está diseñada, si es que se puede emplear ese término, para empresas grandes, con capacidad de administrar y procesar la infinidad de requisitos y regulaciones que entraña la vida formal. Aunque costoso, una empresa grande puede dedicar un pequeño ejército de contadores y abogados a registrar empresas, pagar impuestos, obtener firmas digitales (y ¡tener que renovarlas!), obtener retenciones, validar recibos y, no vaya a ser la de malas, asegurarse que no haya vencido un recibo de honorarios (seguro una causa fundamental de la evasión fiscal).

Ninguna empresa naciente o pequeña puede cumplir con esa sarta de requisitos y pagos mensuales. El mero peso de la regulación la torna inoperante. Ante la tesitura de registrarse ante el SAT, el IMSS y el resto de la burocracia federal y local, una persona que, por decisión o por falta de opciones, decide auto emplearse, lo lógico es que opte por la informalidad. Además, el que está en la informalidad no vive tan mal: tiene acceso al seguro popular, que es más barato que el IMSS y está diseñado para los que no son formales. Si su hija quiere una beca en la UNAM, la informalidad le permite argumentar que su ingreso no rebasa el máximo permisible porque no hay manera de comprobarlo. Total que vivir en la informalidad parece un paraíso en comparación con la maraña burocrática que implica la alternativa.

Podría parecer que la informalidad es benigna y libre de costos, pero esto evidentemente no es así. En lugar de pagar impuestos, los informales tienen que sobornar inspectores; dependen de prestamistas y agiotistas porque no pueden comprobar ingresos para tener acceso al crédito bancario; en lugar de certidumbre jurídica viven en un limbo permanente que les impide crecer aunque tengan un negocio promisorio; siempre se ven acosados por políticos deseosos de vender favores, desarrollar relaciones de dependencia clientelar y controlar a la grey. La informalidad también puede ser un infierno.

Aunque no hay un consenso entre los estudiosos de la informalidad, parece evidente que hay ciertas características prototípicas entre los informales. Es indudable que una persona que está en la informalidad está dispuesta a asumir riesgos en aras de mejorar su situación económica. Este elemento la distingue de inmediato de quien opta por un empleo seguro, con prestaciones diversas aunque eso implique un potencial de desarrollo menor. Suponiendo que una persona opta conscientemente por la informalidad, sabe que entra a un mundo difícil donde la vida se tiene que ganar cada día de la semana y donde no hay vacaciones pagadas o protección social. Lo hace porque espera lograr un ingreso mayor a lo largo de su vida. La evidencia empírica sugiere que la mayor parte de los informales efectivamente son económicamente exitosos.

Hablar de la informalidad muchas veces nos trae a la mente la imagen de un vendedor ambulante en la calle, uno de muchos que vende sus propios productos (desde paletas hasta merengues), artículos de contrabando o cualquier tipo de enseres y objetos, además de comida. Pero la informalidad es infinitamente mayor: incluye desde fabricantes de discos pirata hasta plomeros o carpinteros, distribuidores de bienes o vendedores de comida al lado de obras en construcción, vendedores de jugos (algunos en enormes camiones de redilas) y arrendadores de bicicletas en los parques. En adición a todos estos actores cotidianos de la vida nacional, hay un sinnúmero de actividades en que son prominentes los informales. El común denominador no es la evasión de impuestos, aunque ésta sin duda es una característica universal en ese mundo, sino el arrojo, el deseo de superación y la disposición a asumir riesgos. Es decir, se trata de empresarios tal y como los describiera el gran economista de la primera mitad del siglo XX, Joseph Schumpeter.

Los empresarios formales tienden a despreciar a los informales, a la vez que los informales rechazan cualquier asociación con el término empresario, independientemente de que, en la práctica, sean exactamente eso. Pero el hecho de que exista esta contraposición axiológica nos dice mucho de nuestra realidad social y política. Lo que importa es que todos produzcan y puedan crecer, para beneficio suyo y del país en su conjunto.

El tema de fondo es que, por una parte, la formalidad no nos está rindiendo frutos en términos de empleo o crecimiento económico, en tanto que, por la otra, la informalidad constituye un freno absoluto al crecimiento de las personas y de sus negocios y nada se ha hecho por facilitar su formalización. En la práctica, esto implica que el sector de la sociedad potencialmente más dinámico de nuestra economía está capado, en tanto que el que goza de reconocimiento pleno no da para el crecimiento ni ingresos fiscales- que el país requiere. Es tiempo de invertir la pirámide y eso quiere decir entender y reconocer la dinámica de la informalidad y ajustar el paradigma burocrático y regulatorio para que sea posible que los informales dejen de serlo sin, en el camino, aniquilarlos.

COLOFON. Lejos de mi naturaleza u objetivo está escribir una apología de la informalidad. Obviamente, tampoco estoy proponiendo changarrizar al país o privilegiar la evasión de impuestos. Al revés: nuestra estructura formal no solo no fomenta el crecimiento, sino que hace imposible el desarrollo de un enorme sector de la economía que, con los incentivos idóneos, podría agregar un extraordinario dinamismo y valor a nuestra economía. Con la formalización de los informales y un esquema fiscal lógico, quizá como el 2% que se propuso, el fisco sería el gran ganador sin con ello matar a la gallina de los huevos de oro. Los países que muestran las mayores tasas de crecimiento económico han sabido resolver este entuerto y sus poblaciones viven mejor.

 

Costo político

Luis Rubio

Hace años, en una zona rural cercana a Calcuta, observé fascinado como un clérigo hindú encabezaba una ceremonia de adoración de una vaca. El devoto se pasó horas alimentando al animal pétalos de flores y lavando su cuerpo como si se tratara de una deidad. Fue una escena conmovedora. En México tenemos muchas vacas sagradas –desde el petróleo hasta la no reelección, pasando por casi todo lo demás- pero quizá ninguna haya tenido un impacto tan alto en los últimos años como el famoso “costo político” que enarbolan los políticos para evitar decidir cualquier cosa.

El costo político se ha convertido en un virtual deus ex machina, un argumento salido de la nada que sirve para explicar y, sobre todo, justificar cualquier cosa. Por el supuesto costo político no se puede cambiar la reglamentación relativa a la energía ni se puede reconcebir la política impositiva. Aunque es evidente que muchas de las acciones, reformas y decisiones que requiere el país entrañan costos políticos, también es  cierto que el término se ha convertido en una excusa para no hacer nada.

Cualquier cambio o reforma inevitablemente entraña la afectación de personas o intereses en una sociedad. La idea misma de reformar implica modificar el statu quo y eso, por definición, conlleva modificaciones en la distribución de costos y beneficios. Nuestro problema es que todo está enfocado a los costos y nada a los beneficios. La consecuencia de esta actitud es que se apuesta permanentemente al corto plazo. En lugar de evaluar con detenimiento los potenciales beneficios de una determinada reforma y que los legisladores o funcionarios defiendan su postura a partir de los resultados de actuar, todo enfatiza la inacción.

Con esa lógica, el resultado no puede ser distinto al de siempre: la preservación del statu quo que, en nuestra realidad, implica garantizar la pobreza, los privilegios y las lacras que caracterizan al país. James Freeman Clarke  acuñó la famosa frase de que “un político tiene sus ojos en la próxima elección en tanto que un estadista los tiene fijos en la próxima generación”. A juzgar por esta apreciación, nuestros políticos se han convertido en meros repetidores de frases, negociantes de intereses y cuidadosos defensores del orden existente. En lugar de invertir en un futuro distinto –personal, partidista y nacional- tienen la vista fija en el retrovisor para asegurarse que nadie jamás los pueda acusar de afectar a nadie ni con el pétalo de una rosa.

La invocación del costo político como defensa de la inacción esconde no sólo una indisposición a actuar, sino también un profundo conservadurismo que raya en la reacción. Si bien eso quizá fuese entendible en partidos establecidos de derecha, el fenómeno es igualmente observable en el PRD: en franco contraste con las modernas izquierdas europeas, nuestros perredistas se oponen a cualquier cambio con la misma vehemencia que lo hacen sus compañeros de otros partidos. Interesante coincidencia: todos apuestan por la parálisis, cueste ésta lo que cueste.

El caso del IVA es particularmente notorio. Los priístas afirman que se oponen a cualquier cambio en el impuesto al valor agregado porque los cambios que aprobaron en 1995 (en que ese impuesto se elevó de 10% a 15% en la mitad de una terrible recesión) tuvieron por consecuencia la pérdida de su mayoría legislativa en 1997 y de la presidencia en el 2000. Parecería evidente que si se traza una línea de causalidad directa entre la decisión en materia fiscal y el voto ciudadano, esa conclusión estaría justificada. También es cierto que el PAN, en una audacia electoral con la mira fijamente puesta en el plazo inmediato, explotó las imágenes de los priístas aprobando los impuestos con la famosa “roqueseñal”.

Sin embargo, si uno analiza la fotografía completa, el panorama es mucho más complejo. En 1995, año en que se aprobó el incremento del IVA, la economía mexicana se contrajo en casi 7% y la inflación superó la marca del 50%. Además, estas circunstancias se dieron en un entorno excepcional en el que, por primera vez en la historia, un enorme número de familias de clase media se había endeudado para adquirir casas, automóviles y diversos bienes de consumo. La contracción de la economía se tradujo en una severa pérdida de empleos e ingresos para millones de mexicanos, en tanto que las tasas de interés superaron el 100%. Innumerables familias que sentían que el país finalmente estaba “dando la vuelta” hacia el desarrollo acabaron viendo sus sueños destrozados. Muchas de esas familias se quedaron sin casa, otras muchas perdieron el coche y casi todas enfrentaron todo tipo de conflictos y dislocaciones familiares.

En el plano político, la crisis económica vino acompañada de un conflicto dentro de las filas priístas donde los contingentes tradicionales retomaron el liderazgo del partido, desplazando a los tecnócratas que habían gobernado al país desde 1982. Aunque en términos económicos la estrategia de desarrollo continuó siendo muy similar en el sexenio de Zedillo respecto a la de sus predecesores, la agria crítica de uno a los otros trajo consigo una profunda división interna que sólo ahora, ya sin tecnócratas, comienza a sanar.

Desde esta perspectiva, es absurdo culpar al aumento del IVA del desastre electoral del PRI de 1997 y 2000. Ya para entonces el PRI venía perdiendo apoyo popular y su legitimidad se encontraba cada vez más deteriorada. Para el mexicano promedio fue infinitamente más costosa e imponente la catástrofe económica de 1995 que el aumento de los impuestos. Tan pronto hubo equidad electoral (que se logró a partir de las reformas de 1996), la población votó en contra del partido que no había hecho otra cosa que producir una crisis tras otra desde 1970. En todo esto el IVA fue no más que una distracción.

La lección que me parece obvia de la segunda mitad de los noventa es que el partido gobernante, o quien aspira a gobernar, incrementa su vulnerabilidad cada vez que provoca una crisis o que la población cree que la pueden provocar. En el tema fiscal, la población aprendió la lección de que es mucho más costosa la irresponsabilidad fiscal que ahora vuelve a proponer el PRI que un aumento del IVA, sobre todo si éste se explica con claridad y se compensa a los perdedores en el camino.

El costo de no emprender las reformas que el país requiere es cada vez mayor porque su ausencia impide que la economía crezca con celeridad. La parálisis que vive el país se debe no al IVA sino al mito del “costo político” que sirve de excusa para proteger intereses y vacas sagradas, ambos mucho más perniciosos para los votantes que el riesgo inherente a reformar.

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Perder el camino

Luis Rubio

Cuenta la leyenda, presuntamente manufacturada por Voltaire, que Isaac Newton formuló su ley de la gravedad cuando le cayó una manzana en la cabeza y se preguntó «¿por qué cayó la manzana?». Ipso facto nació su teoría. Siglos después, el PAN está empecinado en desafiar la ley de Newton. En lugar de abocarse a las tareas de gobernar y, en todo caso, evaluar tanto sus aciertos como sus errores, los panistas se empeñan en perseverar como si siguieran siendo oposición.

El PAN perdió el rumbo en dos momentos y por razones casi opuestas: en uno por no tener estrategia y en otro por excesiva rigidez. El primero ocurrió en 2001, cuando el nuevo gobierno panista tuvo la oportunidad de redefinir al sistema político y establecer los cimientos para un cambio verdaderamente democrático, pero el entonces presidente, Vicente Fox, fue incapaz de comprender las dimensiones de su propio triunfo: las fuerzas que desató la derrota del PRI o los cambios en el poder que de ahí tendrían lugar. El segundo ocurrió este año, durante el periodo electoral reciente en que el gobierno y su partido se perdieron en sus prejuicios, ignorando la dinámica electoral intermedia. Ambos momentos prometen ser definitorios para el futuro del país y del PAN.

Los mexicanos de las generaciones actuales jamás llegaremos a explicarnos cómo fue posible que Fox desperdiciara la oportunidad de oro que creó la elección de 2000 para desmantelar la estructura priísta del poder. Al llegar a la presidencia, Fox tuvo la oportunidad de negociar una transición democrática que trascendiera la dimensión electoral. El momento no sólo era propicio, sino exquisito, por dos razones: como se pudo apreciar esa noche en el Ángel, la población, incluyendo quienes no votaron por el PAN, estaba toda detrás del nuevo gobierno, ansiosa de entrar a una nueva etapa de la historia del país. La otra razón, clave en términos de la oportunidad, es que los priístas se estaban comiendo las uñas: aterrados de ser encarcelados por corrupción o por cualquier otra causa bien guardada en su conciencia colectiva, estaban dispuestos a negociar lo que fuera.

Hoy podemos soñar sobre lo que pudo haber sido el contenido de semejante pacto, pero lo evidente es que se hubiera podido intercambiar los pecados del pasado por un nuevo futuro. Fox pudo haber propuesto un acuerdo que llevara a una reestructuración de las fuentes de poder a cambio de la legitimidad de los involucrados y la paz para la sociedad. Qué tanto hubiera sido posible es materia de ficción en este momento, pero el desperdicio de la oportunidad fue monumental. El PAN inició el primer gobierno de la alternancia imitando al PRI: en vez de cambiar al gobierno se mimetizó. Hoy se parece cada vez más al PRI pero sin la capacidad y disposición- de gobernar.

En lugar de dar el gran paso, Fox se contentó con sentarse en la silla presidencial y darle al subcomandante Marcos el control de los medios. El PAN, en la figura de su presidente, mostró la gran limitación que representa su ausencia de cuadros experimentados. Nueve años después, ha evidenciado una increíble incapacidad para desarrollarlos.

Si Fox no tuvo estrategia ni visión, el segundo gobierno del PAN, en la persona de Felipe Calderón, llegó con la actitud opuesta: controlarlo todo, al grado de excluir a todos excepto a quienes le son personalmente leales, independientemente de su habilidad. La reciente elección intermedia es un buen ejemplo de las consecuencias de querer dominarlo todo. Mientras que el PRI articuló una estrategia territorial para cada uno de los estados (porque no es lo mismo Sonora y sus vergeles que Oaxaca y sus usos y costumbres), el PAN adoptó una sola estrategia nacional. Eso tenía sentido en la contienda presidencial donde los candidatos nacionales tienen presencia universal, pero es absurda cuando la dinámica es regional o local, donde el ciudadano espera respuestas relevantes a su circunstancia. El PRI le dio promesas a pasto (y muchos satisfactores materiales), en tanto que el PAN le dio críticas al PRI. La elección la perdió a pulso. Y sigue en lo mismo viendo hacia el 2010 y 2012.

La historia del PAN es rica en contenido ciudadano. Su nacimiento fue una reacción al partido de la revolución y una invitación al desarrollo de una ciudadanía fuerte. Setenta años después, los panistas lucen divididos: incapaces de comprender el poder, están experimentando la deserción ciudadana. Sus rencillas internas, increíblemente ideológicas, son incomprensibles para la mayoría de los electores; por su parte, su incapacidad para gobernar con eficacia es pasmosa. Como ilustró el sainete que ellos mismos armaron sobre los impuestos y el presupuesto, su rijosidad como partido gobernante, además de costosa y estúpida, es impactante. Lo que hace nueve años era tolerable hoy se ha vuelto insostenible. Quizá no haya mejor indicador de las nuevas corrientes que enfrenta, y confrontará, el PAN que el voto de los jóvenes que, en la reciente elección, casi ninguno sufragó por el PAN.

El PAN tiene dos opciones: una es seguir cavando su tumba en la forma de rencillas internas, conflictos provincianos y repudio al poder y a su propio presidente; la otra es comenzar a construir un partido del y para el poder, pero desde la perspectiva de su origen ciudadano. El primer camino, el que ha seguido en estos años, le llevará inevitablemente al cadalso, pero a eso lo están orillando los grupos extremistas que lo integran y que se han convertido en un factor interno de poder que es irreconciliable con la política real: la de los acuerdos y la negociación con todas las fuerzas políticas legítimas. Quizá los jóvenes que en 2009 votaron por el Verde o por otros partidos lo hicieron por la intensidad de su publicidad, pero también es posible que lo hayan hecho porque ya no ven en el PAN una opción capaz de gobernar al país.

La alternativa para el PAN es la de redefinirse en función del poder: encontrar un espacio que le permita conciliar su ideario original, el ciudadano, con la realidad del poder. Su propensión natural es esquizofrénica: por un lado repudiar al gobierno y por otro negociar reformas que constituyen una profunda traición a la ciudadanía (como la electoral y las que hoy se debaten). El PAN jamás volverá a ganar una elección presidencial si sigue siendo incapaz de presentar una opción real de poder a nombre de la ciudadanía. Su dilema es muy simple: el PRI siempre será preferible si el PAN se empeña en ser como el PRI pero sin capacidad de gobernar. O muestra que puede gobernar o retornará a lo que parece satisfacer el ánimo de sus contingentes tradicionales: la oposición.

 

Federalismo

Luis Rubio

El país ha experimentado cambios radicales en su realidad política y quizá no haya ámbito en el que el cambio haya sido mayor que en el de los gobiernos estatales. Luego de décadas de subordinación al presidente, los gobernadores se han convertido en los dueños del gasto público y los principales articuladores del poder político. En principio, eso no tendría por qué ser objetable, excepto que su poder viene acompañado de absoluta impunidad por la pésima forma en que se ha llevado a cabo la descentralización del poder: se transfirió dinero sin responsabilidad alguna.

El tema no es menor. La vieja presidencia dominaba todos los aspectos de la vida pública nacional; eso era posible porque la presidencia contaba con el partido, el PRI, para hacer cumplir sus órdenes. Una vez que el PRI dejó de ser un instrumento del presidente, lo que ocurrió con la elección de Vicente Fox, el viejo sistema se colapsó. El PRI dejó de ser un instrumento del presidente, los priístas perdieron a su líder y (casi) toda la vieja concepción del sistema político, al menos del poder, dejó de ser relevante.

Pero las pérdidas de unos acabaron siendo las ganancias de otros. El poder que en el pasado ostentaba la presidencia migró hacia los gobernadores y hacia los líderes de los partidos en el congreso y en los propios partidos. Hoy tenemos una nueva realidad de poder, pero seguimos viviendo de las mismas instituciones de antaño. El resultado es un enorme desequilibrio. El poder se ha diversificado, pero no se han creado mecanismos de rendición de cuentas. En lugar de fortalecerse las instituciones, éstas se han debilitado, para beneficio de unos cuantos que se enriquecen sin contrapeso alguno.

Puesto en otros términos, el poder se descentralizó, pero no se federalizó. El poder fluyó de la presidencia hacia otras instancias, particularmente los gobernadores, pero el crecimiento en su poder no vino aparejado de una responsabilidad equivalente. Aumentó su poder y, sobre todo, los recursos fiscales a su disposición, pero ese poder no vino acompañado de un requerimiento de transparencia o rendición de cuentas. Los gobernadores se vieron súbitamente inundados de recursos fiscales sin que tuvieran que explicar su origen, justificar su destino o responder por su uso. La mayoría tampoco tenía idea cómo gastar bien, para beneficio de la comunidad.

En algunos casos, como educación y salud, la consecuencia de este proceso ha sido patética: a pesar de que esos servicios se descentralizaron hace años, el gobierno federal sigue siendo responsable de todo. Los gobernadores se visten de gala inaugurando clínicas o regalado útiles escolares sin que jamás estén definidas sus atribuciones u obligaciones.

La explicación de todo esto es muy simple: los recursos son federales pero se gastan a nivel estatal, creando un divorcio entre la fuente del recurso y su uso. En un sistema debidamente equilibrado, los recursos se recaudarían a nivel local y existirían mecanismos de fiscalización a ese nivel. Sin embargo, es mucho más fácil y rentable para los gobernadores cabildear en el congreso federal y apostar a contar con bancadas fuertes y grandes que invertir en los ciudadanos, rendir cuentas o tener que explicar el origen o uso de los recursos. En una palabra, los gobernadores y alcaldes no pagan costo por los recursos con que cuentan ni tienen incentivo alguno por promover el crecimiento de la economía. Su único interés es gastar para promoverse o para sus ahorros personales.

El país ha observado una descentralización del poder pero no una federalización del mismo. La diferencia es absoluta. Descentralización implica la transferencia de poder y recursos del centro hacia otras instancias (igual gobernadores que partidos políticos), pero sin que cambie la responsabilidad. Federalismo implica transferencia de poder y recursos hacia otros actores, pero con mecanismos de contrapeso de tal suerte que los gobernadores u otros actores se vean obligados a responder tanto por el poder adicional como por el uso de los recursos.

Nuestra realidad actual implica un permanente desequilibrio tanto de poder como de recursos. Peor, los recursos se mal usan y dispendian porque ese es el incentivo que tienen los gobernadores y los miembros del congreso. La paradoja no podría ser más grande: la población le reclama al presidente por el bajo ritmo de crecimiento de la economía (es decir, él es visto como responsable), pero los recursos y capacidad de decisión (es decir, el poder) reside en los gobernadores y en el congreso.

El país requiere un nuevo arreglo político, de tal suerte que se redefinan las responsabilidades, se generen fuentes de equilibrio a nivel estatal y municipal y se creen condiciones para que efectivamente sea posible reactivar la economía. El federalismo, entendido como la transferencia simultánea de poder y responsabilidad, entrañaría una redefinición de la política nacional. Por ejemplo, en lugar de cabildear al ejecutivo federal o al congreso, la federalización implicaría que los gobernadores tienen que responder por su gasto y acciones no ante un ente etéreo como el congreso federal, sino ante su propio electorado. Los recursos dejarían de ser federales para convertirse en estatales (o municipales), y comenzarían a depender de la comunidad local para su ejercicio.

Lo que hemos tenido en los últimos años es una absurda transferencia de recursos de la federación a los gobernadores sin que medie control alguno. Aunque existen controles formales (y, en algunas ocasiones, esfuerzos loables por parte de la Auditoría Superior por evidenciar el dispendio), es evidente que esos controles son inexistentes en la práctica: los gobernadores hacen lo que les da la gana con esos recursos, como hemos podido atestiguar en los últimos años y pudimos ver, en technicolor, en la reciente contienda electoral.

En lugar de juegos tipo Lampedusa cuyo objetivo es dar la apariencia de cambio para que todo siga igual, el país requiere una reforma profunda en su estructura del poder, lo que implicaría equiparar poder y responsabilidad.

La esencia del federalismo reside en el equilibrio. Entraña el fortalecimiento del electorado como factor de contrapeso. También implica, por necesidad, un cambio radical en la estructura del financiamiento del gasto público, donde los estados y municipios comienzan a ser la fuente de buena parte del gasto que se lleva a cabo en sus demarcaciones. El centralismo en México se origina en la fuente de los recursos. Si hemos de crear una democracia estable y un equilibrio de poderes, tendremos que comenzar por lo esencial: las fuentes del dinero.

 

PRI: ¿mal menor?

Luis Rubio

En la obra de Samuel Beckett los dos caracteres, Vladimir y Estragón, esperan a Godot, pero Godot nunca se aparece. Los priístas están convencidos de que el pueblo mexicano los espera con los brazos abiertos. Tal vez retornen a la presidencia y tal vez no, pero el PRI ciertamente no ha demostrado que entienda cómo ha cambiado el país o el mundo.

Es difícil recordar el ambiente que privaba cuando el PAN derrotó al PRI. Más allá de Fox, la población en forma abrumadora dio un suspiro de alivio, en parte por la oportunidad inherente a la alternancia, pero también por el hecho mismo de que los priístas se hayan comportado civilmente, aniquilando aquella amenaza de Fidel Velázquez en el sentido de que se ganó el poder con las armas y con ellas se defendería. Con anclas por demás endebles, el país entró en otra etapa de su historia.

Nueve años después el panorama comienza a cambiar. Dicen algunos observadores ingleses que cuando gana el partido laborista existe gran entusiasmo, pero cuando ganan los conservadores se percibe un enorme alivio. Del entusiasmo que existió cuando el triunfo del PAN no hay la menor duda. La gran pregunta hoy es si la población está lista para votar con alivio el retorno del PRI.

El PRI cosechó este año tanto sus enormes capacidades de organización como los descalabros de otros partidos. Su estructura territorial le permitió dominar regiones enteras, en tanto que el recuerdo del Peje y los descalabros del gobierno actual le confirieron casi una mayoría en el Congreso. En contraste con la ingenuidad que caracteriza a muchos de los políticos y gobernadores panistas, los gobernadores del PRI demostraron estrategia, liderazgo y habilidad política. También evidenciaron que las prácticas de cooptación, compra de votos, amenaza y reparto de canonjías siguen siendo lo suyo. ¿Será suficiente esa combinación para encabezar un gobierno en el 2012?

Los activos del PRI son evidentes, pero también sus pasivos. Su gran capital reside en su habilidad y experiencia de gobierno: setenta años en el poder crearon una clase política en su mayoría hábil y competente para gobernar. Sin embargo, el poder priísta funcionó no sólo gracias a la capacidad de sus miembros, sino a la estructura de corrupción que la acompañaba. Aunque los priístas critican la incompetencia del PAN en los menesteres del gobierno, su propia historia es menos lineal de lo que pretenden. No se puede olvidar que las crisis financieras que comenzaron en los setenta fueron producto del PRI y sus propios abusos, que el caos educativo es resultado de una estructura dedicada al control y no a la educación y que la corrupción que impera en entidades como Pemex es indisoluble de la historia y realidad del PRI.

Nadie puede negar la habilidad política de los priístas, pero nada han hecho para desentenderse de su historia. La competencia entre los precandidatos a la candidatura del PRI es prototípica: ninguno de los contendientes demuestra mejor gobierno, mayor productividad en su estado o un proyecto transformador de país. Su visión es la del PRI, y del país, de antaño: para ellos el mundo no ha cambiado. Como ilustró la reciente ley de ingresos, el PRI sigue sin tener más propósito que el mantenimiento del statu quo.

El PRI no se ha reformado, sigue recogiendo concepciones de desarrollo incompatibles con el mundo de hoy y ni siquiera pretende entender la realidad en la que le tocaría gobernar. La falta de visión de los priístas contrasta con la del primer ministro chino que hace no mucho afirmó que en un mundo globalizado sólo vence quien conquista mercados, no ideologías. ¿Dónde están los mercados que los priístas pretenden conquistar? ¿Cómo proponen darle al ciudadano más modesto la posibilidad de romper con las ataduras, casi todas herencia priísta, que impiden el progreso del país? Su carta es experiencia y capacidad de gobernar: aunque no menor dada la historia observada, esta carta es insuficiente e inadecuada como respuesta a los retos que el país enfrenta hoy.

El sistema político americano, dicen los estudiosos, fue diseñado por genios para ser operado por idiotas. El sistema político mexicano fue diseñado por políticos pragmáticos que estaban respondiendo a la coyuntura de los veinte del siglo pasado. A pesar de eso, lograron setenta años, la mayoría de ellos de paz, estabilidad y crecimiento económico. El problema es que ese sistema, el priísta, dependía de genios para operarlo porque el pragmatismo tiene límites naturales. De vez en cuando llegó un idiota que por poco acaba con el país. Ahora los priístas se presentan como los únicos capaces de conducir los destinos de México. ¿Cómo sabremos si el ungido es un genio o un idiota? La pregunta no es irrelevante en un país caracterizado por instituciones tan débiles, tan fáciles de sojuzgar, y más por políticos hábiles y experimentados.

Un partido que no se ha reformado y cuya carta de presentación se reduce a los males que caracterizan al partido que hoy gobierna, tiene poco que ofrecer en una contienda reñida y menos con que convencer a una población agotada por décadas de malos gobiernos. Además, la noción de que el futuro puede ser mejor porque el PRI esté en el gobierno es falaz. Lo que se requiere no es sólo un buen conductor, suponiendo que eso es lo que aportaría el PRI, sino también tener un proyecto susceptible de lograr la transformación por la que el país clama pero contra la cual operan tantos intereses, muchos de ellos cercanos al propio PRI. Una propuesta que no hace sino repetir las fórmulas que nos llevaron a las crisis de los setenta como hoy enarbola el partido es patética como aspiración transformadora. Baste contrastar esa visión (o ausencia de visión) con la de naciones como China, Corea, Chile y Brasil para ver lo pequeño y limitado de su proyecto. México no necesita, ni le sirve, el viejo PRI que se esconde detrás de una escueta fachada de modernidad.

El PRI tiene una gran historia que presentarle al electorado pero adolece de una visión moderna y renovadora, capaz no sólo de atraer votos, sino de llevar a la población a un nuevo estadio de desarrollo. Observando a sus estrellas como sus diputados- es difícil no llegar a la conclusión de que demasiados políticos mexicanos están paralizados por una combinación de inercia y ausencia de espina dorsal. Obstáculos que son siempre pequeños se presentan como si se tratara del Kilimanjaro y se habla de costos políticos como si no fuera esa su función. Al PRI le falta que su historia empate con un proyecto distinto al que ya murió: el México de hoy ya no es el de 2000 y menos el de 1929. Su futuro exige algo mejor.

 

Reforma Fiscal

Luis Rubio

Desde que recuerdo, toda discusión sobre los dineros públicos viene siempre aderezada de la necesidad de una verdadera reforma fiscal. Lo que nunca he tenido claro es qué es eso de verdadera porque cada quien la define a su manera. No sería muy perspicaz afirmar que lo verdadero depende del color del cristal con que se mira: todo mundo quiere que los otros paguen impuestos para uno mantener sus exenciones. Esta contradicción lleva a que vivamos en un mundo semejante al del legendario ministerio de la verdad, del país inventado por George Orwell en su famosa novela 1984: lo que se dice no es lo que se quiere decir y la verdad nunca se dice. Todo es newspeak, el lenguaje inventado por Orwell, para denotar formas de mezclar propaganda con medias verdades donde, al final del día, nadie sabe dónde quedó la bolita.

La paradoja no podía ser más elocuente: vivimos en un mundo de simulación en lo fiscal y en lo demás- donde nunca se habla con la claridad necesaria para entender los términos de lo que se discute. En lo que respecta a los impuestos todos tienen a su villano favorito, pero nadie quiere hablar de la viga que tiene en el ojo propio. Si hemos de creer la retórica que inunda el mundo de lo público, la agricultura necesita subsidios porque si no se muere, razón por la cual los agricultores no deben pagar impuestos. Los escritores y actores hacen algo excepcional que amerita una exención. Las clases medias están muy golpeadas, lo que obliga a subsidiar la gasolina, una forma de no pagar impuestos. Los empresarios son empleadores y por eso merecen estar exentos. Los sindicalizados son una muestra de nuestra soberanía y por eso deben gozar de prestaciones libres de impuestos.

No sería exagerado afirmar que el común denominador de estos ejemplos es que todo el mundo se considera excepcional y, por ese hecho, merecedor de exenciones fiscales. Evidentemente, ningún país puede funcionar de esa manera: no es posible avanzar hacia la igualdad definida como uno quiera- mientras la ciudadanía no se sienta responsable y, por lo tanto, comprometida con el avance del país. Tampoco es posible caminar hacia el desarrollo mientras todos vivamos en nuestro pequeño mundito de excepciones. Como dice el viejo dicho, todos coludos o todos rabones. Mientras no sea así, el país seguirá sumido en una simulación permanente donde todos pretenden que cumplen pero nadie lo hace realmente.

Podemos criticar a nuestros legisladores por los bodrios fiscales que producen pero, independientemente de las simulaciones en que ellos mismos vivan, también es cierto que no tienen más alternativa que responder ante el mundo que les rodea y ese mundo es el del conjunto de peticionarios, derechohabientes y ciudadanos que se sienten excepcionales y, por lo tanto, merecedores de tratamiento especial. En este contexto, no debe sorprender el pragmatismo que los caracteriza: hacen lo posible por afectar los menos intereses posibles y por golpear sólo a quien no tiene alternativa. Su forma de actuar es equivalente a caminar sobre un campo minado donde, como aprendieron los diputados en las últimas semanas, es muy fácil acabar en la lona.

Todo esto me hace pensar que el problema fiscal de México está mal planteado. Si uno observa las estadísticas, es claro que los mexicanos pagamos menos impuestos como colectividad de lo que pagan la mayor parte del resto de los países, igual los desarrollados que los que son más comparables a nosotros. El problema es que eso a nadie le importa. Lo que el mexicano observa no son las estadísticas, sino los malos servicios públicos, el dispendio en que incurren nuestros políticos, las prebendas de que gozan toda clase de grupos, sectores y partidos, por no hablar de las estrafalarias transferencias que le llegan a los gobernadores, las faraónicas tajadas que se llevan las universidades, el poder judicial y funciones como la de seguridad.

Es posible que cada uno de estos apartados del presupuesto de gasto se justifique y lo merezca, pero no es lo que piensa la abrumadora mayoría de la población. Es por esto que la verdadera reforma fiscal jamás podrá ser posible mientras no se transparente el gasto público. El gasto público en México es un hoyo negro que se distribuye en lo obscurito y se ejerce sin control. Repito: es obvio que mucho del gasto es no sólo necesario sino debidamente ejercido. El problema es que los resultados no son satisfactorios porque hay tantas muestras de exceso, corrupción y dispendio que es imposible para el ciudadano conmiserarse con los legisladores cuando se desviven por no pisar las minas al transitar el proceso de definición de impuestos y del gasto público.

Hasta que la población no reconozca el buen uso del dinero del erario jamás aceptará pagar los impuestos que serían necesarios para financiar el desarrollo del país. Desde esta perspectiva, toda la lógica fiscal del país está trastornada: tendría que comenzar por un informe creíble sobre cómo se ejerce el gasto, de qué manera se lograron los objetivos que se proponía el gobierno (incluyendo a los gobernadores, municipios y poderes legislativo y judicial) o por qué no se lograron y qué se propone para corregir los errores. Una vez pasada esa aduana, el gobierno propondría sus objetivos para el siguiente año y el presupuesto que sería necesario para lograrlos. Sólo entonces, una vez conocido el uso del gasto anterior y discutidos los proyectos para el año siguiente, se podría aprobar el presupuesto de ingresos. Un proceso así obligaría al propio ciudadano a reconocer la urgencia de los proyectos y a justificar sus propias canonjías.

Al final del día no hay nada más importante, ni más complejo, en la democracia que la asignación de los dineros públicos. Es ahí donde se conjuntan los dos componentes de la vida pública: la ciudadanía que tiene que pagar los costos de la vida en sociedad y sus gobernantes que tienen que llevar a cabo el mandato de la ciudadanía a través del presupuesto. Lo que hemos presenciado en los últimos días no es más que el reclamo de la ciudadanía por el patético desempeño del gobierno mexicano en el cumplimiento de sus funciones y responsabilidades.

Nadie en su sano juicio podrá dudar que México requiere una reforma fiscal de fondo, pero ésta tiene que ser comprensiva, es decir, abarcar los dos lados de la ecuación. Sin transparencia en el gasto y rendición de cuentas por parte de quienes lo ejercen, los ciudadanos jamás se sentirán obligados y, por lo tanto, continuarán defendiendo sus beneficios hasta la muerte. Eso es lo que hacen los rectores y los gobernadores de manera cotidiana. ¿Por qué no los ciudadanos?

 

El gran ‘cómo’

Luis Rubio

México no es el primer país de la historia en padecer conflictos políticos, estructuras institucionales poco propensas al entendimiento y una parálisis en su desarrollo. Si uno observa el mundo en general, lo típico es eso y por eso hay tantas naciones atrasadas, pobres y sin mayor potencial. Pero también hay algunos países que funcionan excepcionalmente bien y unos pocos que han encontrado la forma de realmente avanzar. Hace algunas décadas México se encontraba entre las naciones que parecían ganadoras; hoy parecemos empeñados en competir por el último lugar.

Los países desarrollados tienen instituciones fuertes y confiables que evitan los extremos y permiten continuidad independientemente de la calidad de sus gobiernos. Cuando no existen instituciones fuertes, como es nuestro caso, sólo un liderazgo efectivo que genera confianza y suma tanto al mundo de los políticos como a la sociedad en general, puede lograr lo mismo. En los últimos lustros Brasil logró encontrar precisamente esa combinación y por eso comienza a descollar. Nosotros estamos atorados porque no existe esa combinación fundamental.

Muchos arguyen que nuestro problema central reside en la intensidad del conflicto que vivimos. Sin embargo, basta observar lo agrio y vitriólico del debate estadounidense respecto al sistema de salud para concluir que no hay razón para suponer que las democracias son tranquilas, civilizadas o libres de antagonismos. Nuestros conflictos no son más intensos que los de otras democracias. Lo que nos distingue es que ninguno de esos conflictos y desafíos se resuelve bien. Desapareció el viejo sistema político que concentraba el poder y le daba funcionalidad al gobierno y al desarrollo, al menos hasta los sesenta, y desde entonces hemos dado tumbos que no han hecho sino acentuarse desde el advenimiento de la democracia electoral. Hoy tenemos un sistema político disfuncional que no se ha traducido en una mejor o mayor capacidad para tomar decisiones y enfrentar los retos que tenemos.

El debate público ha generado muchas ideas para corregir estos males, la mayoría de las cuales se concentra en la necesidad de que el gobierno cuente con una mayoría legislativa o, de plano, que adoptemos el sistema parlamentario de gobierno. El concepto suena lógico pero no resuelve dos problemas centrales: el primero es que no es evidente cómo será posible acordar y aprobar el tipo de reformas que esto requeriría si no nos podemos poner de acuerdo ni para la ratificación de algunos embajadores, por no hablar del presupuesto. El otro problema que esta perspectiva no resuelve es que el sistema presidencial que tenemos fue diseñado para limitar el poder del presidente y si algo une a los mexicanos es el deseo de que nunca más exista un presidente con la libertad de imponer sus decisiones sobre la población en su conjunto. En el fondo, la propuesta de lograr esquemas que persiguen una mayoría legislativa cercana al presidente en cualquiera de sus modalidades es reconstruir el viejo presidencialismo, al menos en algunas de sus facetas.

Independientemente de que alguna reforma en este sentido eventualmente pudiera resultar útil, en este momento lo que urge es que nuestros políticos comiencen a ganarse la vida resolviendo los entuertos que enfrentamos por medio de la negociación porque sin eso ni siquiera podría ser posible contemplar reformas de la envergadura propuesta. Hay ejemplos rescatables que muestran que esto es perfectamente plausible.

Hace unos días tuve la oportunidad de participar en un seminario sobre Brasil. Cuatro expositores presentaron distintas perspectivas de los cambios que han caracterizado a ese país en las últimas décadas. Al final de la sesión llegué a tres conclusiones: primero, las reformas que ha llevado a cabo ese país son importantes pero no son nada de otro mundo, nada que no sería posible en México; segundo, el sistema político brasileño, aunque muy distinto al nuestro, no es más simple, más institucionalizado o más fácil de manipular (por ejemplo, para construir una coalición legislativa); y, tercero, su gran éxito ha residido en la excepcional capacidad de al menos los últimos dos presidentes radicalmente distintos en características e ideología- de sumar esfuerzos, darle continuidad a la actividad gubernamental y, sobre todo, convertirse en espectaculares líderes. En una palabra, Brasil ha contado con un liderazgo claro; una estrategia consistente que ha atravesado gobiernos y partidos, una disposición, desde el presidente hasta el último político, para construir coaliciones; y, en adición a todo lo anterior, una gran apertura que evita los juicios morales simples entre actores políticos y genera una base de confianza y respeto, sin lo cual un acuerdo sería inconcebible.

Lo esencial de Brasil y otras naciones similares es que han visto al proceso de reforma no como una secuencia de gestas épicas que de un plumazo van a cambiar al mundo, sino como un proceso de cambios graduales que todo mundo entiende y que le confieren claridad de rumbo a la población, todo lo cual se traduce en un entusiasmo creciente y en una actitud ganadora. En lugar de líderes intocables e iluminados, estos países han logrado resolver entuertos, marcar prioridades y construir una base de entendimiento a partir de la claridad de objetivos y confianza entre los actores que permite cruzar barreras partidistas e ideológicas en aras de un bien superior.

En México tenemos problemas estructurales que en ocasiones parecen insalvables. El ejemplo de Brasil muestra que todo lo que se requiere es una disposición de los políticos a reunirse, verse en los ojos y entablar conversaciones que conduzcan a decisiones que todos puedan apoyar. Eso es lo que logró la Concertación en Chile al sumar a los otrora enemigos socialistas y demócrata-cristianos y es exactamente lo que sustenta a la coalición gobernante que han encabezado Cardoso y Lula en Brasil.

En nuestro país tenemos políticos excepcionales que han sido capaces de construir acuerdos y decisiones que trascienden las líneas partidistas e ideológicas pero, lamentablemente, estos se han limitado a temas de procedimiento y asuntos de menor envergadura. Lo mismo debería estar sucediendo al nivel más alto del gobierno y de los liderazgos legislativos y partidistas porque es la única manera en que será posible cambiar al país. La ausencia de marcos institucionales preestablecidos no puede ser excusa para que las personas no se puedan entender a partir de un entorno de confianza y responsabilidad compartida que permita sacar al país del hoyo. Cualquier otra cosa constituye una irresponsabilidad supina.

 

¿Qué sigue?

Luis Rubio

Cuenta una anécdota que en la víspera de la batalla de Trafalgar, el almirante Nelson llamó a sus capitanes y les mostró un atizador de fuego sobre el cual dijo: no me importa hacia dónde orientar este instrumento, excepto donde me diga Napoleón, porque entonces haré exactamente lo opuesto. Los integrantes del Sindicato Mexicano de Electricistas parecen haber llegado a la conclusión de que podían hacer cualquier cosa, incluso picarle el ojo al presidente, sin consecuencia alguna. Luego de décadas de espera, la sociedad mexicana recibió la noticia de que finalmente se libraría de la plaga que no sólo le recetaba constantes apagones, sino también le robaba la bolsa sin contemplación. En un solo acto, el presidente Calderón pudo quitarse de encima tres años de mediocridad -y de complejos como el de Atenco- y abrir una puerta a la oportunidad que él y su partido le vienen prometiendo a los mexicanos por años.

Hasta el momento, el gobierno ha demostrado algo que ya le conocíamos al presidente (disposición a tomar decisiones), pero también capacidad para llevarlas a cabo (algo que no siempre había sido cierto). La forma en que ha evolucionado este proceso permite evaluar a cada uno de los componentes de la decisión, así como al resto de las fuerzas políticas y los mitos que las acompañan. El SME nos ha regalado una excepcional ventana de observación.

Comencemos por lo obvio: la explicación de la acción gubernamental ha sido menos buena de lo que debiera. Si bien el SME ha sido un sindicato militante y conflictivo desde años antes de que la empresa fuese adquirida por el Estado, los males de Luz y Fuerza no se le pueden cargar sólo al sindicato. En lugar de administrar a la empresa, muchos gobiernos simplemente le cedieron el control al sindicato, circunstancia que quizá explique su mal estado, pero no exime al gobierno de su desempeño. En la muy particular forma de resolver (o esconder) los problemas, el sistema priísta siempre prefirió comprar voluntades que ejercer la autoridad y responsabilidad a que estaba obligado como administrador de la empresa. Esta relación viciada llevó a que el funcionamiento de la entidad no dependiera de su productividad o eficiencia sino de sus relaciones con el poder. El SME se acostumbró a abusar porque del otro lado no había disposición a hacer algo distinto. La lógica del chantaje, y la amenaza permanente de afectar a una porción políticamente explosiva de la población, le confirió al sindicato un halo de invulnerabilidad. Este, por su parte, en ocasiones apoyó gobiernos, en otros simplemente los extorsionó. Ambos le daban funcionalidad tanto al gobierno como al SME. Del costo, pues ni modo.

El gobierno del presidente Calderón estuvo a punto de quedarse en la misma lógica de aceptar una extorsión interminable de éste y otros sindicatos y poderes. A diferencia de los gobiernos priístas, cuya carta de presentación era la estabilidad aunque fuera costosa, los dos gobiernos panistas ofrecieron el cambio, la pulcritud y el fin de la corrupción. Sin embargo, hasta este acto, no se había mostrado capacidad o disposición para lograrlo. La liquidación de LYF cambia el entorno y, en la medida en que el gobierno mantenga su decisión, abre ingentes oportunidades para el futuro. Todo dependerá de qué haga de aquí en adelante.

El contexto en esto es crucial. En el viejo sistema político existía un mecanismo de contrapeso frente a poderes abusivos que impedía que estos se extralimitaran. Fue en esas circunstancias que el llamado quinazo tuvo lugar: más allá del hecho indudable de que se requirió una gran fortaleza para encarcelar al líder petrolero, en realidad se trataba del enorme poder presidencial de antaño frente a un poder que había violado las reglas no escritas de aquel régimen. La decisión del presidente Calderón tiene lugar en un contexto muy distinto donde hay un sinnúmero de grupos hiper poderosos (de ahí el calificativo de fácticos, aquellos que viven por encima de la ley y con poder suficiente para desafiar al Estado y evitarse competencia alguna), a los cuales la presidencia no tiene capacidad de controlar. Por ello es infinitamente más valiente, pero también más riesgosa, la liquidación de LYF.

Falta saber si este es el comienzo o el final de la historia. Una vez concluido el proceso actual, donde los elementos de riesgo persistirán por algún tiempo, la gran pregunta es qué sigue. Las reacciones que se han observado eran, en casi todos los casos, predecibles. La sociedad está a la expectativa, confiando que no haya apagones y que la transición hacia la CFE vaya bien. De cumplirse estas expectativas, muchos festejarán, en los próximos años, este momento. Los partidos políticos se han encontrado ante la muy difícil tesitura de tener que definirse frente a un gremio caracterizado más por el exceso que por la productividad. Anticipando esto, el gobierno presentó una propuesta de liquidación por demás generosa para los empleados de la entidad, desarmando a muchos de los críticos, además de que hizo claro que no se trata de una privatización. Los críticos, incluyendo las partes interesadas, se vieron forzados a defender la incompetencia, el abuso y la corrupción en defensa de sus allegados. Indigno y poco promisorio.

Lo que no es obvio es si el gobierno va a apalancar esta victoria para avanzar el proyecto de cambio que su predecesor y su partido han venido festinando, pero no haciendo, o si éste quedará como un acto excepcional y aislado en un mar de lágrimas. También aquí el quinazo es relevante. Salinas quitó al líder que había osado retar al poder central pero todo quedó en un ajuste de cuentas dentro del poder: no cambió la empresa, que sigue siendo el mismo nido de corrupción, ni benefició a la sociedad. El tema, por supuesto, no es la entidad LYF pues ésta ha sido liquidada, sino el resto de las paraestatales y, en general, la forma misma de funcionar del gobierno. Lo histórico, lo tradicional en el gobierno mexicano es siempre la compra de voluntades: ahí están los contratos colectivos de otras entidades públicas, las transferencias -legales o ilegales- a los medios de comunicación y los poderes fácticos que hacen de las suyas sin empacho ni límite.

El presidente Calderón ha creado una gran oportunidad: la de comenzar a transformar a México en una sociedad moderna, donde la interacción entre todas las partes (sindicatos, gobierno, empresarios, medios de comunicación, partidos políticos) se fundamente en la ley y los procedimientos abiertos y transparentes. La oportunidad reside en comenzar a hacer de México un país de leyes e instituciones. Ese es el verdadero reto.