Presidentes

Luis Rubio

Todos los presidentes se creen destinados a cambiar el futuro y dejar un legado de dimensiones históricas. Sin embargo, muy pocos, en el mundo entero, lo logran. La contradicción entre los grandes planes y ambiciones con que comienza un periodo gubernamental y la pobreza con que suelen terminal es patente. Pero la causa de la contradicción es menos clara.

Inevitablemente, los planes iniciales rápido chocan con la terca realidad y el periodo gubernamental, que parece largo al inicio, pronto se convierte en una vorágine de problemas cotidianos que absorben a los gobernantes de una manera casi fatal, al punto el tiempo se evapora y la perspectiva se torna confusa. De pronto, el presidente comienza a preocuparse por el legado que dejará y cada vez más, por la forma en que concluirá su periodo. Ese momento se torna crucial: atrás quedaron los grandes objetivos y lo único importante es cerrar bien. Lamentablemente, para entonces es difícil comprender la diferencia entre lo deseable y lo posible. Lo necesario es recapacitar para construir lo mejor que se pueda en el poco tiempo que queda, pero eso no siempre es fácil y los riesgos se comienzan a apilar.

El problema es generalizado. Nadie puede imaginar que presidentes tan ambiciosos y grandilocuentes como Echeverría, Menem, Bush (W) o Salinas planearon acabar tan mal como lo hicieron. Terminaron mal porque sus planes no eran realistas o porque perdieron contacto con la realidad. Todos estaban seguros que tendrían un final feliz y no vieron más allá de su retórica. La realidad acabó siendo otra. Lo más increíble es que ni siquiera tuvieron la capacidad para comprender el efecto que las circunstancias tendrían sobre su propio futuro personal.

La realidad acaba mal por muchas razones, pero la principal es el dogmatismo. Los presidentes se aferran a sus planes y convicciones y se rodean de gente que no hace sino empinarlos. Adrián Lajous, ese gran funcionario de otros tiempos, capturó la esencia: El presidente vive aislado detrás de un muro de cinco metros de altura. Los escogidos que entran a Los Pinos suelen llegar con el pulso alterado y el aliento entrecortado. Muchos se acercan al presidente encorvando los hombros y secándose el sudor de las manos. La mayoría trata de adivinarle el pensamiento para decirle lo que quiere oír. Lee en la prensa que es un genio. Cuando sale de Los Pinos, le sueltan palomas, le avientan confeti, le tocan el Himno Nacional y hasta disparan veintiún cañonazos en su honor. Este grado de obsecuencia le llega a distorsionar un poco la visión hasta al más realista.

Lo interesante es que hay presidentes que acaban bien, o razonablemente bien, circunstancia que lleva a preguntar qué es lo que hicieron distinto. Parte de la respuesta sin duda tiene que ver con la personalidad de cada individuo. En Brasil, por ejemplo, Collor de Mello acabó muy mal en tanto que Cardoso se dedicó a transformar estructuras con ánimo de construir un mejor país en el largo plazo. Un poco como Zedillo en México, Cardoso acabó bien pero sin pena ni gloria. Sin embargo, ambos han crecido en estatura en el curso del tiempo porque se preocuparon más por el futuro de su país que por el propio. Ambos le entregaron el gobierno a un partido distinto al suyo sin necesariamente proponérselo. Independientemente de la grandeza o pequeñez de sus logros, sus gobiernos terminaron bien por una sola razón: porque no se aferraron a lo que existía o a sus propios dogmas personales o partidistas. En el caso de Brasil, Lula continuó la estrategia iniciada por Cardoso, dándole las enormes oportunidades que ahora está cosechando.

Lo que coincide en quienes han terminado con saldos positivos es que siguieron una lógica constructiva y abandonaron el propósito de que su partido o delfín preserve el poder; su lógica fue la de avanzar objetivos sustantivos que a la distancia acrecientan su valía. Vencieron la tentación de ser presidente del país para servir objetivos partidistas y superaron rencores y agravios históricos frente a adversarios políticos: tomaron decisiones clave para los ciudadanos. Es decir, los exitosos son aquellos que procuran un liderazgo capaz de inspirar, pero también escuchar y brindar confianza a sus interlocutores.

Acaban bien quienes construyen apoyos y consensos en torno a sus proyectos, a la vez que saben adaptarse y cambiar de dirección cuando se atora la carreta. Ninguna de las dos cosas es fácil y menos cuando las circunstancias son difíciles. Clinton inició su gobierno con grandes proyectos pero, cuando fue reprobado en las elecciones intermedias, de inmediato dio la vuelta: de haberse aferrado a su estrategia inicial, lo más probable es que habría terminado siendo un presidente de un solo periodo. Maestro del pragmatismo, Clinton comprendió que había que virar y acabó robándole la agenda a sus contrincantes, logrando un excepcional éxito económico y político. Su secreto fue ver hacia el futuro en vez de a la siguiente elección.

Estamos ante el umbral del último tercio del gobierno del presidente Calderón. La tesitura, luego del más reciente resultado electoral, no podía ser más clara y ominosa. Los dos años que restan del sexenio podrían igual ser el comienzo de una nueva era de transformación que dos laaaaargos años de parálisis, rijosidad y conflicto. Como alguna vez dijo Einstein, es demencial esperar resultados distintos si se insiste en hacer lo que no ha funcionado. El presidente Calderón tiene que decidir si va a intentar algo distinto (me refiero a la política, no a las drogas), susceptible de arrojar mejores resultados en lo que le queda del sexenio o aferrarse al mismo equipo de personas y a las mismas políticas que no han tenido efectos positivos para sus programas, para su partido o para sí mismo. Evitar que gane el PRI no puede ser una estrategia de gobierno y su costo sería inconmensurable.

Dos años parecen pocos, sobre todo porque incluyen toda la parafernalia de la contienda presidencial. Sin embargo, hay muchos países, como Australia, donde el periodo de gobierno es casi tan corto. Desperdiciar este tiempo en más de lo mismo constituiría un verdadero crimen, además de harakiri para el propio presidente. Los próximos dos años en nuestro país son la última oportunidad para construir una institucionalidad que permita ir acercándonos más a naciones como Chile, donde la alternancia de partidos en el gobierno no se traduce en caos o venganzas interminables. Mejor forzar al PRI a un régimen institucional que tratar de impedir su retorno, mejor acabar con la perversa lógica de reinventar al país cada seis años y heredarle el gobierno a los cuates.

 

¿Error del PRI?

Luis Rubio

Viendo los resultados electorales recientes, cualquiera pensaría que el PRI -o algún ex priísta- va en caballo de hacienda. La gran pregunta es hacia dónde va. No es ésta una pregunta ociosa: el PRI forjó a los mejores operadores políticos que existen en el país pero el récord de su desempeño deja mucho que desear. En estos días demostraron que pueden ganar elecciones independientemente del partido que los postule pero no han demostrado que entienden cómo cambió el mundo y que, por lo tanto, son capaces de gobernar en esta era. El partido y su cultura fueron creados para mantener a una minoría elitista en control y se distinguió por estabilizar al país y crear una base de orden y crecimiento económico que duró casi cuarenta años. Sin embargo, a mediados de los sesenta los gobiernos priístas perdieron el rumbo y nunca lo recuperaron. Las crisis que ha vivido el país desde entonces, incluyendo la falta de visión para conducir una transición política robusta, se le deben enteramente a esa cultura, que hoy no se limita sólo al PRI. A dos años de la próxima elección presidencial, los priístas harían bien en considerar para qué quieren regresar.

Las elecciones recientes sugieren que gobernará al país un priísta, pero no necesariamente uno el PRI. Unos priístas, los de las formas faraónicas, están demasiado preocupados con retornar para pensar en el contenido; los ex priístas que ascienden en la jerarquía de otros partidos y sus alianzas son más flexibles y entienden la dinámica de la competencia pero tampoco muestran una comprensión de los retos que experimenta el país.

Cualquiera que sea su color partidista, el priismo está ensoberbecido porque, por fin, comienza a vislumbrar una sonrisa en la famosa rueda de la fortuna. Menos obvio es que esté preparado para hacer una diferencia: les pasa un poco lo que decía Louis Ferdinand Céline, un literato francés, cuando afirmaba que todos son culpables menos yo. El problema del priismo ascendiente no es el envalentonamiento que surge del panorama nacional sino el haber optado por ignorar su propia realidad e historia. La verdad es que las dos administraciones panistas le han hecho muy simple su trabajo, quizá demasiado fácil.

En lugar de confrontar las razones de su derrota en 2000, el priismo ha venido navegando de muertito, confiando que la marea tarde o temprano comience a cambiar. Esa manera de proceder no contribuye a crear el marco mental necesario para gobernar con efectividad. Nadie podría dudar de las habilidades políticas de muchos priístas, pero el mundo, y sobre todo el desarrollo, no está hecho sólo de operaciones coyunturales sino de estrategias de largo aliento y en eso el priismo no ha cambiado nada: sigue proponiendo lo que fracasó en los setenta pero ahora con mucho mayor intensidad.

En su trabajo legislativo, los priístas en el PRI, PAN o PRD- se han destacado por su insistencia en soluciones estatistas. Por ejemplo, mientras que el mundo se mueve hacia la promoción de los llamados start ups, empresas tecnológicas susceptibles de crear riqueza y desarrollo en formas desconocidas bajo el viejo paradigma industrial, los priístas se concentran en la promoción de un consejo económico y social, un ente elefantiásico en el que se reunirían los viejos sindicatos, empresarios y gobierno para asegurar que se preserve la economía vieja, esa que no tiene ninguna posibilidad de generar riqueza futura. Sus propuestas para modificar el marco regulatorio, comenzando por el de la competencia, se reducen a crear un nuevo espacio de control, ahora sobre las grandes empresas. El paradigma del control sigue tan vivo como si estuviéramos en la era cardenista y el mundo se encontrara en la antesala de la segunda guerra mundial.

El problema con los priístas no es, como dijera Talleyrand respecto a la nobleza francesa luego de la revolución, que no han aprendido nada ni olvidado nada, sino que no se han preparado para el tipo de país al que retornarían. Su paso por la oposición los ha envalentonado pero no los ha preparado para el país en que México se ha convertido. Su desempeño en el poder legislativo y a nivel estatal los muestra enclaustrados en sus mismas formas, ideas y soluciones; prácticamente ninguno repara en el hecho de que perdieron porque la población estaba harta de sus fracasos, excesos y derroches, pero sobre todo por el estancamiento que vive el país desde hace casi cinco décadas. La noción de que todo se resuelve volviendo a hacer lo que ya fracasó una y otra vez es risible, por decir lo menos.

La derrota del PRI ahora también en Puebla y Oaxaca- cambió al país en al menos un sentido fundamental: hizo posible la transición de los mexicanos de súbditos a ciudadanos. Se dice fácil, pero el fin de los controles priístas transformó al país de una manera mucho más profunda de lo que parecería a primera vista. Un futuro gobierno encabezado por un priísta seguro trataría de restablecer la red de controles y de re centralizar el poder una vez más pero, a menos de que contrate al señor Pinochet como operador, no le será fácil. El cambio es profundo y real. Los gobiernos panistas podrán haber sido limitados e incompetentes, pero estaban lidiando con un animal muy distinto: una ciudadanía liberada y un marco carente de instituciones funcionales. Lo primero se le debe a la población, la ausencia de estas últimas se le debe enteramente al PRI.

Con pequeños momentos de excepción, si algo ha caracterizado al PRI y al priismo como gobierno y como oposición desde que el país entró en la serie de interminables crisis a partir de la caída de las exportaciones de maíz en 1965, es su extraordinaria constancia: siempre ha estado fijamente orientado al pasado. La excepción temporal fue el gobierno de Salinas que forzó al país a ver hacia afuera y hacia adelante, pero las contradicciones que surgieron entre su proyecto de desarrollo y sus intereses familiares fortalecieron y regeneraron al viejo PRI. De intentar perseverar por la misma senda, un potencial gobierno de corte priista en el 2012 muy rápido se encontraría con la cruel realidad: ya no es posible controlarlo todo y las soluciones no se encuentran en el pasado. A México le urge una estrategia de desarrollo que sea consistente con nuestra realidad geopolítica, con el cambio en las estructuras productivas del mundo y con las necesidades y aspiraciones de los mexicanos.

Lo que el priismo si trae a la mesa es una excepcional capacidad de operación política. Si quieren sus integrantes reiniciar una era de gobiernos tipo priísta, tendrían que emplear esas dotes para un proyecto de futuro porque el del pasado ya se murió.

 

¿Importa?

Luis Rubio

Muchas elecciones se juntan el día de hoy pero el ciudadano tiene buenas razones para preguntarse qué diferencia hace el resultado. A juzgar por el esfuerzo, recursos, retórica y animadversión que han desatado estos procesos, parecería obvio que es mucho lo que está de por medio.

Algo trascendental debe estar cuajándose porque todas las coordenadas del sistema político se han visto trastocadas. Hace unos meses, con las elecciones de Yucatán, el PAN pareció transformarse en el nuevo PRD, disputando los resultados electorales como si no tuviera memoria. A pesar de las disputas por la candidatura presidencial que lo carcomen, el PRI se ha unido para estos comicios porque espera que el día de hoy marque el comienzo de su retorno al poder. El PAN y el PRD, desde el 2006 enemigos por antonomasia, han hecho pirueta y media para tratar de parar al PRI, aunque sea en algún estado modesto. La conclusión, en ánimo positivo, quizá sea que la democracia mexicana es pujante porque erosiona y diluye las rígidas fronteras tradicionales entre los partidos e invita a sus actores a experimentar nuevas formas de asociación y colaboración.

Los resultados de los comicios de hoy darán una pista sobre el lugar que ocupan los partidos en las preferencias electorales de la población y, sin duda, se leerán como una anticipación a la contienda que sigue, para «la grande», en 2012. La importancia del sufragio del día de hoy es enorme para los estados que estarán decidiendo quien habrá de gobernarlos pero menor para el país en general. Más allá del simbolismo que represente el resultado agregado (quién gana más, quién pierde más), los comicios de hoy son un hito más en el proceso de cambio político y ajuste que experimenta el país desde hace años y que no ha logrado aterrizar en un mejor sistema de gobierno o en un país funcional y exitoso.

La problemática es más profunda de lo aparente. La democracia mexicana se inauguró con bombos y trompetas pero no ha resuelto problemas fundamentales, comenzando por el más relevante, el de como gobernarnos. Diez años después de la primera alternancia de partidos en la presidencia todos tienen alguna receta para resolver el problema, pero ninguna parece atender los asuntos de fondo. Para unos la solución reside en reconstruir la mayoría que antes permitía gobernar; para otros lo importante no es gobernar sino que haya una amplia representación de las diversas corrientes políticas en el legislativo. El problema, todos lo sabemos, comienza por la falta de legitimidad y no por la ausencia de mayorías, situación que me recuerda una expresión que hace tiempo le escuché a un estudioso filipino: en Filipinas, decía, «no hay perdedores en las elecciones, solo ganadores y a los que se les  negó la victoria». El problema en México no es de mayorías ni de representación sino de legitimidad. El viejo sistema político se vino abajo porque perdió su legitimidad. A pesar de contar con una amplia representación de todas las fuerzas en el poder legislativo, la legitimidad no se ha restaurado. Más de lo de antes o más de lo de ahora no es solución.

Refiriéndose a Argentina, Guillermo O’Donnell decía que el problema electoral no es el día mismo de la elección sino el contexto en que se da porque éste determina lo trascendente. Estas son sus palabras: «En ese contexto, perder una elección es una tragedia insoportable porque no es más el mecanismo normal de una democracia representativa de intercambio de gobierno, sino un síntoma de fracaso de esa causa noble. Por eso, no se pueden perder elecciones, y hay que hacer todo lo posible por no perderlas». Parecería que se refiere al PRI o al PAN o al PRD. Da igual. Todos creen que la vida se les va el día de hoy. Y en las elecciones que vengan. En esa misma entrevista le preguntaron a O’Donnell qué significaría perder una elección: «Si estoy convencido de que soy portador de una causa sagrada, de que yo la conozco y alguna gente de buena fe la comparte, y tengo la suerte comprobada mil veces… ese perder es el fracaso del proyecto que va a salvar a la Nación».

Si las elecciones no han resuelto el problema del gobierno y, como vimos en 2006, ni siquiera el de legitimidad, la pregunta es qué sigue. Adam Przeworski, un académico estadounidense, afirma que “las democracias persisten siempre que todas las fuerzas políticas relevantes entiendan que pueden mejorar su situación si canalizan sus reivindicaciones y sus conflictos por la vía de las instituciones democráticas». En México las fuerzas políticas han jugado por dos vías: por un lado participan en los procesos electorales y lo hacen con ahínco y convicción. Sin embargo, por otro lado, siempre están dispuestos a disputar el resultado y, en demasiados lugares (incluidos varios estados que hoy disputan la gubernatura), violan no sólo el espíritu de la ley electoral vigente, sino su letra. El poder en México sigue siendo un juego de suma cero donde unos creen que ganan todo y otros pierden todo, razón por la cual es inevitable que la disputa sea a muerte.

Esa realidad recuerda el corolario de un artículo de Womack en que afirmaba que «la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir. Son las formas decentes de vivir las que producen la democracia». La pregunta para nosotros es cómo desarrollar esas formas decentes de vivir en las que el poder se distribuya, sea transparente en su operación cotidiana y rinda cuentas. La tarea es grande y su complejidad mayor. Pero, como decía Carlos Castillo Peraza, ese visionario del PAN que tanta falta le ha hecho a sus gobiernos, hay que «resistir la tentación de destruir lo imperfecto para sustituirlo por lo perfecto imposible».

El riesgo hoy es caer en el otro lado. Stalin decía «considero totalmente irrelevante quién votará o cómo; lo que es extraordinariamente importante es quién contará los votos y cómo». Parecía que esa etapa la habíamos superado del todo pero no es lo que se aprecia en las acusaciones y contra acusaciones que se escuchan en diversos estados de país en los que hoy se celebra el ritual democrático más elemental.

¿Son, pues, importantes los comicios de hoy? El día de hoy marcará otro paso en el proceso de crecimiento del país. Si uno lee la historia de los países que hoy son parangones de la democracia, su avance fue tortuoso, violento y complejo pero, poco a poco, y a fuer de la experiencia y los costos, se consolidaron sistemas de decisión y gobierno que hoy son ejemplo para el mundo. No hay razón para pensar que nosotros seremos menos capaces de lograrlo por más que el hedor del viejo sistema, que no acaba de desaparecer, está presente en cada esquina y hoy más.

 

EU: qué queremos

Luis Rubio

Reclamos van y reclamos vienen pero poco se avanza en la relación sustantiva con Estados Unidos. Los presidentes se encuentran en Washington y los parlamentarios degustan en Campeche pero por alguna razón siempre me queda la sensación de que Groucho Marx, ese gran cómico serio, ya lo había anticipado con su famosa frase de que «tuve una perfecta velada, pero no ésta». Tratándose de una frontera tan compleja y diversa donde, en palabras de Octavio Paz, se encuentra el primer mundo con el tercero, lo impresionante es lo bien que los dos gobiernos interactúan para resolver problemas, administrar procesos, sobrellevar conflictos e incidentes de todo tipo. En una palabra, la relación se maneja pero no se construye.

No faltan espacios de comunicación e interacción pero, al final, casi todas esas ocasiones terminan siendo púlpitos propicios para la retórica, frecuentemente inflamante, en lugar de invitaciones a la concordia y transformación bilateral. Las reuniones entre funcionarios de ambos gobiernos, desde el nivel presidencial hasta el de gobernadores de estados fronterizos, legisladores y responsables de la administración cotidiana a todos los niveles de gobierno, son frecuentes y relevantes, pero generalmente se limitan a librar escollos, resolver el último incidente del momento y tratar de darle buena cara al temporal permanente. Esta forma de interactuar mantiene una convivencia necesaria pero no permite vislumbrar un mejor futuro porque nadie siquiera lo imagina.

La capacidad de interactuar y resolver problemas es algo que merece un enorme reconocimiento. Hasta hace no más de dos o tres décadas, los gobiernos mexicanos veían con suspicacia al norteamericano y, de hecho, empleaban la retórica nacionalista y anti estadounidense como mecanismo de legitimación interna. Esa realidad política interna hacía imposible contemplar una visión distinta para el futuro y limitaba cualquier intercambio a lo indispensable. El viraje que dio México en este rubro a partir de la liberalización de las importaciones a mediados de los ochenta conllevó una redefinición de la relación con EUA, cambio que eventualmente se tradujo en el TLC norteamericano y una muy estrecha interacción en todos los órdenes.

Hoy, a veinte años de que comenzaran las negociaciones en materia comercial, ambas naciones reconocen la inevitabilidad de la relación y, sobre todo, la interdependencia que existe entre los dos países. Tanto Washington como la ciudad de México reconocen que muchos de los problemas que cada nación tiene son irresolubles sin el concurso activo de la otra nación. Este hecho constituye un hito en una relación que, aunque añeja, no siempre ha sido bienvenida por las poblaciones y gobiernos de cada lado de la frontera.

Pero la mayor cercanía e interacción no ha elevado la comprensión que un país tiene del otro. Cada uno espera que el otro resuelva problemas que le afectan sin jamás reparar en las restricciones reales bajo las que opera el vecino. Por ejemplo, México espera y demanda que EUA resuelva el tema migratorio y el de exportación de armas mientras que EUA espera de nosotros que resolvamos el de las drogas. En ambos casos, se trata de expectativas ilusorias e irrealizables no porque no haya soluciones, sino porque éstas son inconcebibles sin una acción conjunta. Nos guste o no, el día en que realmente se enfrente el tema migratorio, México tendrá que comprometerse a regular el flujo de salidas de mexicanos por puntos informales en la frontera, en tanto que EUA tendrá que encontrar alguna forma de disminuir el consumo de estupefacientes en su territorio. No hay de otra.

Desde nuestra perspectiva, una mejor comprensión de las motivaciones de quienes se oponen a la legalización de los migrantes mexicanos permitiría reducir la oposición a una eventual legislación, a la vez que nos obligaría a enfrentar algunas de nuestras mayores lacras, como es la de la ausencia de legalidad en un sinnúmero de espacios. Para los americanos, una mejor comprensión de las diferencias de enfoque e historia que motivan a nuestros migrantes y políticos, les obligaría a ser menos críticos y más responsables en algunas de sus posturas. Ambos tenemos mucho que entender del otro. Sin embargo, nada de eso es posible si no existe una visión de largo plazo de lo que es, puede y debe ser la relación bilateral.

El TLC creó una estructura que norma la interacción comercial y los flujos de inversión y se ha convertido en quizá el mayor factor de estabilidad económica con que cuenta nuestro país. Ha habido diversos intentos por enriquecer y fortalecer ese mecanismo pero ninguno ha prosperado. La visión que animó la negociación hace veinte años desapareció del mapa y nada la ha sustituido. Además de la creciente interdependencia económica, lo que sí prosperó fue la cercanía que desarrollaron los funcionarios de ambas naciones para resolver crisis cada que éstas se presentan. Aunque es obvio que las crisis y problemas no disminuirán mientras persistan diferencias tan grandes en los niveles de desarrollo, es impactante la capacidad que existe para su resolución, lo que explica la celeridad con que el gobierno de ese país ha respondido cada que se presenta una situación difícil, como ocurrió recientemente con la visita a México de la totalidad de su gabinete de seguridad.

Pero no hay que perder de vista que el objetivo del TLC era acelerar el desarrollo de México. Ahí, ambos gobiernos reconocieron que lo central era que México lograra tasas elevadas y sostenidas de crecimiento y que para eso se requería certidumbre en la política económica, flujos de inversión y acceso al mercado estadounidense. Visto en retrospectiva, se logró lo específico pero no se ha logrado el desarrollo.

La razón de esto no tiene que ver con EUA sino con nuestra propia indisposición a modificar añejas estructuras internas que se han convertido en impedimentos a la inversión. Hay muchas hipótesis sobre qué es lo que falta, pero no hay duda que el sistema educativo, la baja calidad de la infraestructura, la inseguridad pública y la ausencia de legalidad son factores poderosos en este proceso. Visto al revés, mejorando estas variables todo el resto se podría acomodar con facilidad.

Estados Unidos es nuestro socio natural y la principal fuente de oportunidades para nuestro desarrollo nacional, pero éste no se va a dar mientras nosotros no definamos qué queremos y acomodemos la retórica para lograrlo. Sin visión, la retórica seguirá siendo una de reclamo y no nos permitirá construir y apalancar nuestro desarrollo en la vecindad más difícil, pero también más codiciada del mundo.

 

Para qué

Luis Rubio

En una de sus famosas observaciones, Einstein afirmó que “la fuerza desatada por el átomo ha cambiado todo, excepto la manera en que pensamos y entendemos al mundo.» Lo mismo se puede decir de los cambios que ha experimentado el país a lo largo de las últimas dos décadas.

Es fácil acabar descorazonados y en completa desazón cuando uno otea los problemas que enfrentamos. La economía no parece mejorar mayor cosa, la inseguridad cobra nuevas formas cada día y la sensación casi generalizada es que todo no puede más que empeorar. Sin embargo, si uno ve hacia atrás, lo impactante es el ritmo de cambio tan extraordinario que ha caracterizado al país. Es fácil pensar que todo lo de antes era bueno pero, como le pasó al verdadero Alonso Quijada, «nunca tiempos pasados fueron mejores.» A pesar de nuestros problemas y desaseos, el cambio físico del país, la transformación productiva y la extraordinaria modificación que han sufrido los parámetros de todo lo que nos rodea -desde la forma en que elegimos gobernantes hasta la libertad de expresión- hablan por sí mismos. Claro que la vida se ha tornado más compleja, fenómeno universal, pero nadie con una mínima sensatez puede dejar de apreciar lo impactante de lo que ha sido el cambio que hemos experimentado.

Pero no todo mundo en nuestra vida pública parece haberse percatado de todo lo que ha cambiado. Los priistas se aprestan a retornar a lo que había («cuando todo funcionaba»), los perredistas a cambiar todo lo existente y los panistas a pretender que todo está perfecto. Nadie en ese mundo parece recapacitar sobre la extraordinaria transformación que ha sufrido la población y, con ella, el país en general. Repito que no estoy afirmando que todo lo que hoy tenemos es mejor que lo que había, pero ciertamente es imposible pretender que nada ha cambiado o que no ha habido una multitud de cambios extraordinariamente favorables.

La pretensión de querer meter al genio de vuelta en su lámpara mágica es humana, pero no es algo mucho más serio o creíble que la noción de tratar de meter la pasta de dientes de regreso a su envase. Sin embargo, esa es la tónica del debate y las actitudes que caracterizan al mundo político en la actualidad. La noción de regresar al pasado revela una total ausencia de comprensión de la verdadera convulsión que ha sobrecogido al país. Peor: muestra una preocupante distancia.

En los pasados veinte años el país transitó por dos grandes revoluciones que transformaron todo en la vida cotidiana y que no se pueden echar para atrás. Por un lado, el país experimentó la transformación de su aparato productivo a partir de la liberalización de las importaciones. Gracias a esa acción, que comenzó a mediados de los ochenta, las familias mexicanas han tenido acceso a vestimenta, calzado, alimentos y bienes duraderos de mejor calidad y menor precio. La competencia que han representado las importaciones ha permitido, de hecho obligado, a que se transforme el aparato productivo, todo para beneficio del consumidor nacional. Con todas las limitaciones y problemas, hoy disfrutamos de bienes y servicios a precios que antes eran inconcebibles. La planta productiva es competitiva, las exportaciones han demostrado que la calidad nacional es tan buena como la mejor del mundo y los trabajadores que son parte de esta revolución disfrutan de niveles de ingreso muy superiores a los de sus predecesores en la era de la economía autárquica.

La otra revolución es la política. Aún con las enormes imperfecciones de nuestra democracia, los mexicanos gozamos de libertadas que eran impensables en los años del priismo duro, con todo y que no se trató de una dictadura de corte sudamericano. Hoy elegimos gobernantes, votamos y los votos se cuentan. Quizá más importante, gozamos de la libertad de hablar sin cortapisa, al menos por parte del aparato político. El mexicano se ha acostumbrado a decir lo que piensa y a actuar de manera libre.

Poco a poco, las dos revoluciones han ido transformando nuestra realidad en todos los niveles y regiones. La gente se acostumbra a la libertad, el mérito se convierte en el vehículo de ascenso en la vida productiva y, por encima de todo, crece y se multiplica la sensación de oportunidad y posibilidad: los mexicanos se demuestran que son capaces de funcionar y de ser exitosos por sí mismos. En una palabra, el mexicano poco a poco se va transformando en un ciudadano.

La mayoría de nuestros políticos, aislados como están de la vida diaria por un sistema que los encumbra, no han comprendido la profundidad de lo que esto implica ni la trascendencia que entraña. Muchos pretenden que estos cambios no se han dado y algunos creen que el reloj se puede echar para atrás. Pero, como decía Lech Wallesa al perder la elección ante el Partido Comunista reformado, «no es lo mismo hacer una sopa de pescado a partir de un acuario que hacer un acuario a partir de una sopa de pescado.» La población ya probó la libertad y las oportunidades que ésta trae consigo y no va a permitir que se la quiten, por más que la retórica de la opresión disfrazada de nacionalismo pueda ser muy atractiva.

La incomprensión de la transformación se nota en muchos niveles: en el reclamo de más gasto y menos transparencia; en el gasto faraónico en lugar de infraestructura productiva; en la necedad de sostener y afianzar a sindicatos que impiden el progreso y desarrollo de sectores enteros, pero sobre todo de la población; en la mitología de la explotación de los recursos naturales; en la falta de reconocimiento de la trascendencia de la legalidad para el funcionamiento de la economía; por sobre todo, en el desprecio a la capacidad de la población de valerse por sí misma. Basta observar la transformación que experimentan los migrantes mexicanos al entrar al mercado laboral estadounidense para demostrar que el problema no está en su capacidad intrínseca sino en un sistema de gobierno que la coarta y nulifica.

En la medida en que nos acercamos a la próxima justa presidencial, todos los aspirantes comenzarán a desarrollar sus propuestas de campaña y visión de futuro. En el camino tendrán que escoger entre una visión de lo que fue, o ya no fue, y lo que puede y debe ser. Ojalá comprendan que el país quiere ir hacia adelante y que su única oportunidad reside en darle una visión de futuro a una población que está harta de promesas pero ávida de un liderazgo capaz de tratarla como adultos y ciudadanos. No me cabe duda que el ganador será quien respete a la población y la convenza de que es posible algo mucho mejor.

 

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Sin consecuencias

Luis Rubio

En la película Annie Hall, Woody Allen trata de explicar relaciones irracionales por medio de un chiste: «un señor va al psiquiatra y le dice ‘mi hermano está loco, cree que es un pollo’. El doctor le pregunta: ‘¿por qué no lo llevas a un hospital?’, a lo que el señor responde: ‘lo haría, pero necesito los huevos'». Este tipo de razonamiento sirve para ilustrar los absurdos de nuestra estructura política actual. Lamentablemente no es un mero tema de anécdota: los costos son inconmensurables.

El proceso legislativo es un buen ejemplo de lo peculiar de nuestro sistema y de los absurdos que lo caracterizan. Las iniciativas de ley pueden provenir del ejecutivo o de las propias cámaras legislativas, pero la abrumadora mayoría sigue originándose en la casa presidencial. Lo que sí ha cambiado respecto al viejo sistema priista es que ahora los legisladores modifican sustantivamente las iniciativas, con frecuencia las desechan y, en ocasiones, responden con una propia. En el pasado, el presidente enviaba iniciativas que quería se aprobasen y mientras más rápido mejor. Algún legislador un día me comentó que el verdadero control político en el país residía en la capacidad del presidente de reformar la constitución. Hasta hace unos años, eso era peccata minuta.

No sólo ha cambiado el poder legislativo. Ahora la presidencia envía iniciativas al por mayor, muchas de ellas contradictorias entre sí. Mientras que es fácil imaginar a un presidente de los de entonces pegado al teléfono esperando que sus informantes le confirmaran que ya se habían satisfecho sus deseos, hoy el presidente manda iniciativas y se dedica al resto de sus funciones porque si no no haría nada más. De la misma forma, los legisladores procesan iniciativas sobre temas de los que no saben nada, se dejan llevar por personajes interesados (en el sentido práctico, ideológico o ambos) y con frecuencia toman posturas extremas porque no hay nada que los limite o frene. Además, la naturaleza de nuestro proceso legislativo procrea expertos instantáneos, legisladores avezados y pactos inconfesables. Todo ello sin consecuencia alguna para los involucrados: si el efecto de la ley que se aprueba es bueno o malo a nadie le importa porque lo único certero en este sistema político es que el que actuó nunca es responsable ni seguirá en el puesto el tiempo suficiente para siquiera sonrojar.

Lo mismo ocurre desde el otro lado de la barrera: empresarios, sindicatos, gobernadores, secretarios, intelectuales y organizaciones no gubernamentales se dedican a presionar, influir, corromper y extorsionar a los funcionarios y legisladores para modificar una determinada iniciativa, impedir que se procese o lograr que salga a modo. El proceso legislativo se ha convertido en un gran lobby político y mediático que funciona sin reglas y donde el único referente es la capacidad de presionar. Se trata de otra perspectiva, quizá menos convencional, de los poderes fácticos donde lo que cuenta es salirse con lo que uno busca, cueste lo que cueste. No hay sanción alguna para el extremismo.

Por supuesto, un proceso democrático entraña la participación activa de todos los integrantes de la sociedad y eso debe ser bienvenido. Sin embargo, lo que se observa es un sistema que carece del más mínimo componente de rendición de cuentas, que es siempre opaco y cuyos participantes gozan de una aterradora impunidad. Quizá lo más revelador para mí ha sido observar el efecto espejo que se crea: quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones (funcionarios y legisladores, pero hoy especialmente los legisladores) se prestan a la presión y al chantaje porque ellos mismos no tienen más referente que sus intereses personales, grupales o, en todo caso, partidistas. Los del otro lado, quienes representan algún interés, no tienen razón alguna para moderar su lenguaje, matizar sus demandas o limitar sus instrumentos de presión: todo se vale.  Hay poderes fácticos de los dos lados de la mesa.

En todo esto es perceptible la nostalgia por el viejo sistema, factor revelador en sí mismo del tipo de impacto que tuvo la alternancia de partidos en el gobierno. Muchos añoran los viejos tiempos en que se tomaban decisiones (sí, efectivamente se tomaban las decisiones que quería y negociaba el jefe de jefes, pero, a juzgar por los resultados en términos de desarrollo, éstas sólo excepcionalmente fueron buenas). Pero lo impactante es como en lugar de democratizarse el poder, éste simplemente se fragmentó: ahora tenemos figuras en el gobierno, en el legislativo y en la sociedad que actúan como antes lo hacía el presidente: cómo poderes impunes. Todos se sienten dueños y todos quieren poder arbitrario que no rinde cuenta alguna. Más allá de los beneficios personales que pudieran derivar, sus decisiones afectan vidas y haciendas pero no tienen consecuencia alguna para ellos mismos. Democracia sin responsabilidad.

La alternancia de partidos en la presidencia ha tenido un enorme impacto en reducir la concentración del poder pero no ha modificado las formas de ejercerlo ni lo ha democratizado. Me parece evidente el beneficio de la desconcentración y esa ganancia es aplaudible en sí misma. Sin embargo, el tipo de transición en que nos embarcamos casi garantizaba procesos desordenados y poco cuidados de desarrollo político. Los viejos mecanismos de contrapeso que existían (perceptibles vívidamente en la relación entre la presidencia de entonces y los cacicazgos sindicales, donde había capacidad, aunque no siempre fuera institucional, de limitar los peores excesos) se desmantelaron y acabamos con un país dominado por poderes fácticos sin contrapeso alguno. La buena noticia es que las disputas se dan en el contexto legislativo, símbolo de que se respetan los procesos institucionales; la mala es que las leyes son siempre flexibles y adaptables para no afectar demasiado a nadie con poder y capacidad de acción. Ganamos en cuanto a que se acepta la institucionalidad pero perdemos porque ésta no vale mucho.

Desde luego, el gran ausente en esta película es el ciudadano. Nadie, comenzando por sus supuestos representantes, trabaja para quien es, al menos en la teoría, la razón de ser del país. En este contexto no es difícil entender por qué son las cosas como son, por qué otras naciones logran tasas elevadas de crecimiento, por qué otras naciones gozan de un entorno de seguridad y justicia y nosotros no. Ese ciudadano abandonado me recuerda a aquella película de Cantinflas en que sin darse cuenta cómo, acaba sentado en una mesa de gente toda desconocida pero poderosa: de pronto se pregunta a sí mismo «¿y yo qué hago yo aquí?»

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Liderazgo

Luis Rubio

Todos los presidentes comienzan su sexenio seguros de que transformarán al país y construirán la plataforma de desarrollo que imaginaban. Tarde o temprano acaban enfrentando la triste realidad: se dan cuenta de que las soluciones son más complejas de lo que anticipaban y, sobre todo, que no hay soluciones prefabricadas. Todos los presidentes acaban entendiendo que los poderes reales de la presidencia son mucho menores (y hoy en día infinitamente menores) de lo que suponían. Los que acaban siendo exitosos, en México y en China, son aquellos que reconocen que, mucho más allá de lo que diga el papel o la tradición, el verdadero poder presidencial reside en la autoridad moral con que actúan.

En su libro sobre sus experiencias como asesor de presidentes, Stan Greenberg afirma que el líder exitoso es aquel que explica con cuidado y detalle el reto que enfrenta su nación y convence a la población de la importancia de emprender acciones trascendentes: su función es más la de crear un ánimo que el hacer muchas cosas porque las actitudes pueden sumar y transformar o restar y derrotar. Sobre todo, dice Greenberg, la clave reside en la narrativa que construye el presidente para no sólo convencer sino lograr que la ciudadanía entienda el dilema y haga suya la respuesta presidencial. La lección para los presidentes es que no se puede gobernar con discursos que no trascienden porque lo que importa es que exista una narrativa que todo mundo pueda comprender: así es como se construyen bases de apoyo que hacen posible hacer una diferencia.

Es fácil exagerar la importancia de un líder en los grandes procesos sociales. Ningún país avanza mucho por el hecho de que cuente con personas dotadas de excepcional carisma. Lo que hace la diferencia, al menos en el tiempo, es la existencia de oportunidades iguales para todos y condiciones propicias para que cada persona desarrolle sus capacidades al máximo. Sin embargo, hay momentos en que un liderazgo excepcional puede adquirir dimensiones transformadoras si logra construir una base de apoyo que desarrolle una nueva realidad. Cuando las cosas están tan atoradas y tan deterioradas que requieren un replanteamiento fundamental, un líder que comprenda el momento puede ser el factor que destrabe los entuertos, afecte intereses y siente las bases para una nueva era.

México no cuenta con condiciones que hagan propicio su desarrollo. Llevamos décadas construyendo obstáculos, erigiendo barreras y protegiendo intereses al grado en que todo ha acabado paralizado. Cada persona, grupo, sindicato, empresa y entidad en el país ha ido estructurando mecanismos de protección que le permitan sortear (cuando no abusar de) las circunstancias. Unos gozan de exenciones fiscales, otros reciben subsidios; algunos viven en la informalidad, otros compran a la autoridad; algunos reciben prebendas, otros simplemente prefieren el statu quo frente a cualquier alternativa porque su experiencia les ha enseñado que cualquier cambio implica algo peor. El hecho tangible es que el México de hoy es uno en el que todo mundo está descontento pero nadie está dispuesto a cambiar nada.

Dice un estudio sobre los presidentes* que la historia recompensa a los presidentes que toman riesgos. No me queda duda que vivimos en una era de crisis de liderazgo que, como alguna vez afirmara Einstein, es una crisis de incompetencia. Llevamos décadas de malos gobiernos y presidentes anodinos que se conformaron con administrar la decadencia. En el camino, toleraron, cuando no aceleraron, el afianzamiento de todos esos vicios e intereses que han acabado paralizando al país. Por supuesto que ninguno lo hizo a propósito eso habría sido todavía más maquiavélico de lo que se consideran nuestros próceres- pero el hecho es que, entre los que querían salvar al tercer mundo y los que querían administrar la abundancia, pasando por los que pretendieron cambiar el modelo para dejar al país en la peor crisis de su historia, lo que quedó es un país atorado en el que nadie quiere cambiar ni una coma.

Y es ahí donde un liderazgo efectivo e inteligente, un liderazgo que trascienda el discurso cotidiano y se embarque en una narrativa honesta, creíble, transformadora y no amenazante puede contribuir de manera decisiva a romper el impasse.

A partir de su derrota en las elecciones intermedias, Felipe Calderón comprendió que ya pasó el tiempo para pretender salvar una vez más al país. Quitando la retórica partidista, sus discursos recientes muestran una nueva tónica, un deseo de explorar oportunidades que antes no había contemplado como posibles o, incluso, deseables. Su retórica más reciente asume algo trascendental: que un país no se construye en seis años, algo que muy pocos de nuestros presidentes han sido capaces de comprender. La función de un presidente no es cambiarlo todo sino avanzar hacia soluciones, muchas de las cuales pueden tomar décadas en fructificar.

El cambio de tono ha sido notable, pero no así el método. El presidente sigue creyendo que un discurso es todo lo que se requiere para gobernar. En lugar de una narrativa que evoluciona y construye, seguimos observando un conjunto de discursos individuales sin trama que no trascienden el objetivo inmediato. No se comprende que la población tiene que ser convencida, que no se trata de una masa inerte, incapaz de comprender los dilemas y los problemas. Cuando una sucesión de presidentes y, de hecho, toda una clase política- le habla con desprecio y trata con desdén a la población, la ciudadanía no sólo se burla sino que toma provisiones en la forma del atrincheramiento que hoy es característico de nuestra realidad.

Todo mundo sabe que se requieren cambios fundamentales para poder avanzar. En términos técnicos, no es difícil diagnosticar los males y desplegar las opciones que enfrentamos. Pero nuestro problema no es técnico: matices más, matices menos, las alternativas de solución se conocen. Nuestro problema es cómo romper inercias para salir del atolladero. Un liderazgo efectivo puede hacer una enorme diferencia.

El mexicano quiere un líder que le confiera sensación de fortaleza, confianza y seguridad en sí mismo, un líder que trascienda el discurso y sus filias y fobias partidistas para hacer posible comenzar a caminar. El presidente Calderón ya sabe que no podrá hacer lo que ningún presidente puede hacer; quizá por eso podría hacer lo que todos deberían hacer. Galbraith decía que la característica común de los grandes líderes es su disposición a enfrentar de manera inequívoca las fuentes de ansiedad de su gente. Este sería un reto digno de afrontar para nuestro presidente.

 

Desaprovechada

Luis Rubio

En una de sus elocuentes observaciones, Mark Twain decía que “pocas veces fui capaz de ver una oportunidad hasta que ya había dejado de serlo.” La quiebra de Grecia invita a reflexionar sobre las oportunidades que tuvo, y que en buena medida desaprovechó, a lo largo de los treinta años en que ha sido parte de la hoy llamada Unión Europea (UE). Los países pobres, o menos ricos, que se acercan a los que han logrado el desarrollo para acelerar su propio proceso económico buscan la fortaleza de aquéllos pero, como ilustra el caso griego, al igual que México con el TLC, la asociación crea la oportunidad, pero ésta sólo se hace realidad cuando el país menos rico decide hacerla suya.

Existe una gran controversia sobre las diferencias y similitudes entre la UE y lo que en el mundo se conoce como NAFTA. Aunque el objetivo de las naciones que se asocian es similar –todas buscan el desarrollo de sus economías- el mecanismo europeo y el que caracteriza al TLC son muy distintos. Para ser miembro de la UE una nación tiene que modificar sustancialmente sus estructuras jurídicas y regulatorias a fin de conformarse con las normativas del conjunto. A lo largo de las décadas, la UE ha ido perfeccionando el paquete de medidas que son necesarias para poder destrabar el desarrollo. Un país que se incorpora a la Unión y que lleva a cabo los cambios que le exige la burocracia de Bruselas tiene una extraordinaria probabilidad de lograr el desarrollo y, como muestran España e Irlanda, irse acercando al nivel de ingreso del resto del continente. Sin embargo, la experiencia también demuestra que, aunque todos los países que se integran modifican sus estructuras y normativas (eso es a fuerzas), no todas son exitosas. El hecho de modificar la forma no resuelve el fondo.

Por su parte, el TLC norteamericano no entraña una unión política ni se propone modificar las estructuras internas más que en lo relativo a temas comerciales y de inversión que son la esencia del tratado: las tres naciones que lo integran modificaron las leyes y regulaciones pertinentes para conformarse a lo establecido en el acuerdo y nada más. Muchas personas, sobre todo en Europa, llevan años argumentando que esta diferencia es la que ha hecho que México no haya logrado una transformación integral de su economía ni sea hoy la gran estrella del desarrollo latinoamericano. Estos críticos, sobre todo en España, parten del supuesto de que la mera adopción de la normativa europea es lo que lleva a la transformación de un país.

El caso de Grecia nos da una perspectiva distinta: el desarrollo no es algo mágico; sucede cuando el país decide que va a transformarse y, a partir de ahí, reúne todas sus fuerzas y recursos para lograrlo. Es decir, el desarrollo no ocurre como resultado de la modificación de un conjunto de leyes o regulaciones (muchas en el caso europeo, unas cuantas en el nuestro), sino que es producto de la decisión de la sociedad en su conjunto de dejar de ser como ha sido siempre y que es lo que la mantiene en la pobreza y desigualdad. Esto último parecería un exceso verbal pero no lo es: un país como Suiza, ya rico desde hace mucho tiempo, pudo optar por integrarse a la UE pero no lo hizo porque no vio beneficios suficientemente grandes como para justificar cambios en su naturaleza. En cambio, Irlanda, España o Grecia, así como las naciones del este del continente, reconocieron que sus estructuras o modos de hacer las cosas no conducían al desarrollo y por eso se incorporaron a la asociación europea. México hizo lo propio con NAFTA. Más allá del bache del momento, algunas de estas naciones han logrado su objetivo pero otras no.

En este sentido, el mecanismo –TLC o UE- es menos importante que la transformación interna: con toda la normatividad europea, Grecia sigue siendo muy similar a como era antes; sin toda la normatividad europea, México no ha logrado el desarrollo al que aspira. La lección de ambos casos es que el desarrollo tiene más que ver con la disposición interna a lograrlo que con cualquier condicionamiento externo.

En semanas recientes, la UE anunció un conjunto de medidas para ayudar a que Grecia salga de su crisis. El tiempo dirá si los griegos se acomodan o si pierden otra vez el tren. Pero el ejemplo es relevante: nosotros, hijos de Lampedusa, hemos sido expertos en reformarlo todo para que todo siga igual. La reforma en materia petrolera de hace un par de años es un buen ejemplo: la iniciativa era ya de por sí modesta y lo que acabó saliendo fue una maraña todavía menos funcional de lo que existía antes de comenzar. A Grecia la van a obligar a corregir sus cuentas fiscales y a adoptar mucho de la normativa europea que ha eludido. Aunque esta forma de “neocolonialismo,” como le han llamado muchos críticos, seguro corregirá los desequilibrios fiscales, no es obvio que consolidará una plataforma para el crecimiento de largo plazo. En 1995 nosotros pasamos por un proceso similar y acabamos con más restricciones al desarrollo de las que existían antes y con pobres resultados en términos de crecimiento.

Estos dos ejemplos confirman que el crecimiento económico no se logra por imposición. Los países tienen que querer transformarse y estar dispuestos a llevar a cabo los cambios que esa transformación exige. Por ejemplo, el crecimiento exige la eliminación de abusos y privilegios –esos de que gozan sindicatos y empresarios, burócratas y ciudadanos en general, o sea, todos- en aras de lograr grandes beneficios más adelante. Aunque un gobierno puede modificar leyes y regulaciones, sólo el concurso popular y el apoyo a la transformación puede lograrla. Luego de décadas de dictadura, en los setenta los españoles abrazaron la idea de sumarse a Europa porque la veían como la llave al desarrollo. Su disposición a transformarse fue la clave de su éxito. Sus rezagos son también muestra de sus propias decisiones: en el último año, por ejemplo, su contracción económica no fue muy distinta a la de Alemania pero, por su política laboral, su desempleo se fue del 8% al 20%.

Los mexicanos llevamos años con las puertas abiertas a la economía más grande y rica del planeta, pero sólo una parte de la población ha sabido, o logrado, aprovecharlo. No ha existido una estrategia de desarrollo como la que existió en España o en Irlanda cuando se unieron a la UE, ni el liderazgo político capaz de llevarla a buen puerto.

En México, como en Grecia, lo que importa no es tanto lo que los otros países ricos con los que estamos asociados quieran que logremos, sino lo que nosotros estemos dispuestos a hacer para acabar con los obstáculos al desarrollo. Ese es el otro lado de la soberanía.

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Al día siguiente

Luis Rubio

A seis semanas de la próxima justa electoral es fácil anticipar la escena en los Pinos en la mañana siguiente: todos querrán saber qué pasó. Se suponía que las alianzas permitirían al PAN avanzar en la geografía nacional, debilitar al PRI y sentar las bases para dos años de triunfos sin fin. Desafortunadamente, la realidad habrá sido cruel, con todo y uno o dos triunfos que se pudieran haber logrado. Como diría el gran ensayista norteamericano Ralph Waldo Emerson, “aprendimos geología al día siguiente del terremoto.” La discusión seguramente se tornará airada: unos tratarán de explicar el fenómeno, otros de encontrar a los culpables. Unos pocos, quizá los menos, comenzarán a elucubrar sobre las implicaciones del desastre y las posibilidades para lo que resta del sexenio. Los nuevos geólogos estarán muy ocupados.

Para el lunes 5 de julio el país ya será otro. La pregunta es si el gobierno seguirá siendo el mismo: seguirá preguntándose, como ocurrió luego de elecciones intermedias, ¿quién nos hizo esto? o, con más sensatez, ¿cómo lo corregimos? El año pasado la respuesta fue tajante: el gobierno había hecho todo bien pero los gobernadores del PRI, las televisoras y la crisis económica provocaron la derrota. De ahí su inevitable reacción: contra todos ellos.

Ahora, la alternativa para el gobierno es muy simple: reconsiderar su estrategia para construir lo que todavía sea posible o lanzarse en una nueva cruzada por la destrucción de un PRI que, en ese momento, presumiblemente habrá logrado un nuevo hito en su proceso de reconquista del poder. El chip que domina al gobierno no ha sido el de la construcción y búsqueda de consensos, sino el de la reacción contra “los malos” y, ese día, el PRI será el peor de todos. Pero la coartada ya no será convincente: mientras que hace un año los gobernadores tenían el control de los procesos estatales, la noción de que un gobernador saliente puede imponer el voto ya no será persuasiva.

La situación del gobierno no será sencilla. De materializarse el resultado que parece casi inevitable, el PRI estará envalentonado y probablemente indispuesto a entrar en negociaciones para las que no ve mayor oportunidad. El gobierno se encontrará ante márgenes de gobernabilidad y autoridad por demás reducidos, además de que todo el mundo político estará volcado hacia el PRI, inexorablemente viéndolo como el ganador del 2012.

Hay tres elementos a considerar. Primero, la posición del presidente frente al remanente del sexenio y, sin duda, frente a la historia. Segundo, la atrofia que incrementalmente caracteriza al país porque todo mundo está más concentrado en ganar (o en que pierda el otro) que en gobernar, legislar o construir. Y, tercero, la posición relativa de cada uno de los partidos frente a la madre de todas las contiendas, la del 2012. Este último punto es fácil de dilucidar: de seguir por el camino que lo llevó a este momento, el gobierno garantizará que el 2012 sea un día de campo pero para el PRI.

Al día siguiente de los comicios el gobierno y su partido tendrán que recapacitar sobre las apuestas temerarias que hicieron por las alianzas y definir de nuevo su estrategia. Sin duda, lo más difícil será replantear el papel del presidente ante la nueva realidad. Lamentablemente para él, la apuesta por las alianzas no le garantizaba triunfo alguno, pero sí aseguraba la animadversión del PRI, sin cuya concurrencia el frente legislativo era un camino imposible. Ahora tendrá la opción de corregir o intentar una nueva locura: corregir para tratar de construir algo relevante en lo que queda del sexenio, lo que entrañaría una clara disposición a negociar, crear espacios comunes y ceder la tentación de ganar el 2012 a cualquier precio. O, por otro lado, intentar una nueva alianza contra el PRI, cueste lo que cueste. En el fondo, lo que el presidente tendría que definir es si es capaz de remontar su anti-priismo visceral en aras de dejar un legado mínimamente relevante.

En contraste con las intermedias de hace un año, el presidente queda ahora en una situación por demás precaria. Hace un año la opción era ponerse por encima del conflicto cotidiano en aras de avanzar una agenda nacional con posibilidad de trascender. Ahora el tema será de sobrevivencia.

Aunque el simbolismo del resultado de las elecciones de este julio será enorme, la historia electoral no se escribe sino hasta que se escribe. Como ilustró recientemente la animadversión entre los contingentes priistas en el legislativo (cada uno representando intereses de candidatos opuestos), nadie tiene nada seguro en este juego ni se debe subestimar la complejidad del otro. La percepción de un gobierno pobre le ha hecho sumamente difícil al PAN mantener la presidencia, pero esto no es un absoluto. Dada la experiencia de los últimos años, parece razonable suponer que si no cambia su estrategia, su principal legado será exactamente el contrario al del Fox: devolverle la banda al PRI.

La opción es clara: buscar culpables o construir una nueva estrategia. Si opta por la búsqueda de chivos expiatorios, el cielo es el límite. La alternativa de construir una nueva estrategia no garantiza el triunfo del PAN pero si le confiere al presidente la posibilidad de dejar un legado que trascienda la necesaria pero interminable guerra contra el narco. ¿Será capaz de reconocer errores, convocar a las fuerzas políticas y salvar lo que sea posible de la civilidad política?

En el escenario de construcción y búsqueda de acuerdos, así sean mínimos, el gobierno tendría que redefinir sus objetivos; desarrollar una ambiciosa estrategia para convertir a la comunicación en un instrumento de gobierno; repensar su equipo, sobre todo en lo que toca a la operación política; y focalizar esfuerzos. Sobre todo, tendría que definir sus prioridades ya no frente a lo abstracto de un sexenio que comienza, sino lo que queda de una administración que, luego de cuatro años, tiene pocos resultados que mostrar.

La experiencia de Mandela en Sudáfrica es por demás elocuente: lo que México requiere es reconciliación, dejar el pasado en el pasado y comenzar a ver hacia adelante. La pregunta de fondo es si el gobierno se seguirá guiando por fobias o por el deseo de construir un futuro.

La posición del gobierno no está perdida. Hoy, seis semanas antes de los comicios, puede comenzar a convocar a un pacto de acción y civilidad para la etapa posterior a las elecciones. También puede entablar acuerdos para contener el daño y facilitar el crecimiento de sus propios contingentes en los próximos meses. Su problema es de estrategia, pero también de actitud. Ambas son cruciales ahora.

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Otro es culpable

Luis Rubio

En su libro sobre el “choque de civilizaciones”, Samuel Huntington preveía que la siguiente era de conflicto mundial se derivaría de disputas entre culturas distintas e irreconciliables. Su visión cobró excepcional notoriedad con los ataques de Septiembre 11 porque parecía esclarecer el nuevo fenómeno. Sin embargo, por atractiva que parecía su teoría, ésta no permitía explicar otra faceta del fenómeno cultural: el choque dentro de cada civilización. Las disputas que nos caracterizan con frecuencia trascienden los límites de la racionalidad tradicional y sólo pueden explicarse por visiones contradictorias, intereses irreconciliables e incapacidad para asir soluciones comunes.

He venido reflexionando por años sobre el fenómeno de las luchas intestinas emanadas, al menos en parte, de diferencias culturales, pero fue la lectura de un nuevo y excepcional libro,* que me permitió tomar una perspectiva mucho más aguda. Estudiando al mundo árabe, el libro describe dos manifestaciones del choque de civilizaciones que parecerían tomadas de una novela costumbrista mexicana.

Lee Smith se aboca, por un lado, a las diferencias que caracterizan a la dinámica interna de las sociedades árabes. El autor observa que, contra lo que uno podría deducir de los reportes de prensa y artículos de opinión respecto a las sociedades medio orientales, no existe una sola voz que exprese el sentir general y, por lo tanto, que el argumento que emplean los líderes políticos para justificar su inacción -no alebrestar a “la calle”- no es más que una estratagema diseñada para evitar modificar el orden establecido. Desde una perspectiva analítica, la noción misma de monolitismo es absurda; sin embargo, si uno piensa en la historia de la era priísta, esa era justamente la pretensión del sistema: había una verdad y esa era la que valía.

La otra manifestación de las luchas culturales que describe Smith se refiere a la incapacidad para reconocer responsabilidad alguna: alguien más siempre es culpable de las cosas que acontecen a diario, de los problemas que enfrenta el país y de la imposibilidad para actuar frente al malestar evidente que caracteriza a las economías y sociedades de la región. Ante la incapacidad para reconocer y enfrentar los problemas, la solución ha sido culpar a alguien más y, dice Smith, desde hace décadas ese culpable –y chivo expiatorio conveniente- ha sido Estados Unidos.

Algunas de las conclusiones a las que el autor arriba son particularmente relevantes para nuestra propia realidad. Algunas de sus frases evocan una cercanía con nuestra cultura que llama la atención. Aquí van algunas frases textuales: “el problema de la democracia árabe no es falta de oferta sino falta de demanda”; “la gente prefiere un caballo fuerte a uno débil”; “es imposible entender a la región si no se reconoce el significado de la violencia, la coerción y la represión”; “la fortaleza de cualquier sociedad depende de su cohesión… de la narrativa que le da forma”; “el tribalismo –la sensación de que la sociedad se define, en su esencia, por el choque de grupos y posiciones- es una fuerza formidable”; “pleno reconocimiento y respeto se reserva sólo para los creyentes”; “no existe intelectualidad desinteresada…toda sirve al poder”; “el antiamericanismo no es resultado de las políticas estadounidenses sino elemento orgánico de la política local”; “la sociedad cambia pero las narrativa social permanece incólume”.

México no es un país árabe, pero al leer las páginas no pude dejar de meditar sobre las evidentes similitudes. En el país es posible observar los dos fenómenos: la lucha intestina por el poder y por proyectos personales y grupales, así como el uso de recursos externos para evadir responsabilidades y culpas. La cultura y narrativa priístas siempre privilegiaron la unidad nacional, distancia respecto al resto del planeta y, sobre todo, una visión omnímoda del mundo. El sistema explotaba (y manipulaba) los temores de la población, la historia de la invasión norteamericana y la pobreza aparentemente endémica para mantener y nutrir la legitimidad del sistema. La búsqueda de apoyo popular, sobre todo a partir de los gobiernos populistas de 1970, nunca contempló las consecuencias de su retórica o de su reinvención de la historia.

La narrativa de los Niños Héroes es paradigmática. Inventada en el  gobierno de Miguel Alemán para conmemorar el centenario de la invasión, la leyenda se apuntalaba en todos los elementos útiles para ser creíble y generalizable: heroísmo, niñez, la escuela, la bandera. Se trataba de una narrativa esencialmente inofensiva porque construía hacia adentro y no generaba un clima de animadversión. En los setenta el manejo nacionalista se tornó agresivo y defensivo, sirviendo de contexto para la modificación de mucho de las reglas del juego en materia económica y que acabaron por dar inicio a una era de crisis de la que, bien a bien, todavía no salimos.

El PAN no se queda atrás: su cohesión histórica surgió de su oposición al PRI, pero una vez llegado al poder no supo cómo desarrollar un programa positivo, con visión de futuro. En lugar de construir una nueva narrativa, quizá apuntalada en el desarrollo de instituciones o de un verdadero mercado, el PAN sigue en su lógica maniquea: el otro es culpable. Para el PRD la cosa no es distinta: ahí está el ilegítimo de AMLO. La cohesión de la clase política mexicana ha dependido de fobias y de culpar a otros en lugar de construir un futuro.

Quizá lo más sintomático de la guerra cultural que describen Huntington y Smith, cada uno a su manera, es el hecho de que el país vive un entorno de lucha soterrada en el que los intereses particulares que representan, o encabezan, muchos de nuestros políticos se disfrazan de posturas benévolas cuando en realidad constituyen amenazas fundamentales al desarrollo y bienestar de México. Las posturas irreconciliables quizá generen cohesión, pero no le dan viabilidad al país ni mucho menos la posibilidad de salir de su estancamiento.

La disputa interna, eso que se dio por llamar “la disputa por la nación,” sigue viva. Años, décadas, de intentos por cambiar no han rendido frutos que satisfagan a la población, por más que se ha transformado el aparato productivo. En la medida en que sigamos simulando y pretendiendo que la defensa de privilegios e intereses particulares no tiene costo, el país seguirá igual: cambiando pero sin sentido de dirección. La lección de los países árabes –como ilustran los que no tienen petróleo- es que no se puede pretender el desarrollo si se rechaza todo lo que lo hace posible.

*Smith, Lee, The Strong Horse: Power, Politics, and the Clash of Arab Civilizations, Doubleday
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