¿Por qué fallan?

REFORMA

Luis Rubio

Los gobiernos mexicanos llevan décadas hablando de reformas. El tema se ha convertido en mantra: sin reformas, nos dicen, es imposible lograr tasas elevadas de crecimiento. Acto seguido, desde los ochenta, se han propuesto y procesado un número nada despreciable de reformas, la mayoría de las cuales ha tenido efectos benignos. En términos objetivos, el país se ha transformado en estos años y muchas cosas han mejorado de manera impactante. Y, sin embargo, ocurren dos cosas paradójicas: por un lado, el mantra de las reformas sigue vivo y es fuente de controversia y conflicto político permanente. Por el otro, nadie parece muy satisfecho con los resultados.

David Konzevik, excepcional observador de este mundo cambiante, hace años desarrolló una tesis sobre la “Revolución de las Expectativas” con la que explica como, en un mundo globalizado, no importa cuánto haya mejorado la realidad, si la percepción –entendida ésta como la comparación que hace la gente con lo que ocurre en otras latitudes- es que falta mucho para alcanzar a otros. De esta relatividad, afirma, emanan muchos de los problemas de gobernabilidad de los países emergentes. La tesis explica el lado de las expectativas y percepciones y, por lo tanto, de un fuente clave de conflicto. Lo que deja para analizar es por qué las reformas, supuestamente concebidas y diseñadas para mejorar la realidad y hacer posible una comparación favorable con otras naciones, no logran su cometido.

La respuesta sin duda yace en el problema de fondo de las reformas: para ser exitosas, éstas entrañan la afectación de intereses, que son precisamente quienes se benefician del statu quo. Si uno acepta la noción de que reformar implica afectar intereses, entonces el conflicto que yace detrás de las reformas –igual en materia fiscal que laboral, energética o educativa- tiene muy poco de ideológico y mucho de sustantivo. La ideología y el discurso son instrumentos para sumar adeptos y crear una sensación de caos y conflagración épica. Lo relevante son los intereses.

Muchas de las reformas que llegan a ser formalmente propuestas ya de por sí adolecen de innumerables limitaciones. En los ochenta, el principal problema era la contradicción inherente en el proyecto de reforma: el gobierno quería reactivar la economía pero no quería minar la estructura de intereses priistas. Esa racionalidad entrañó consecuencias evidentes: la economía avanzó en algunos frentes pero siguió paralizada en otros. La pregunta relevante es si algo cambió entre entonces y ahora. En aquella época el gobierno entendía la necesidad de reformar, pero su objetivo ulterior era mantener el poder. Ahora que ya ha habido dos alternancias de partidos en el poder, es razonable preguntar si la lógica ha cambiado. Una posibilidad es que, dado que el PRI nunca tuvo que reformarse, la lógica sigue intocada. Otra indicaría que, precisamente para conservar el poder en un entorno político competitivo, el gobierno tiene todos los incentivos para reformar de manera cabal y acelerada. El tiempo dirá cuál es la buena.

En su dimensión pública, las reformas tienen dos momentos de disputa y mucho de su limitado alcance se explica por la excesiva concentración del debate en el primero de ellos. La disputa inicial es siempre en el congreso, pues es ahí donde se debate el contenido de lo que se  propone reformar. Ahí se concentra la defensa y el ataque –así como la mirada de los analistas y políticos- y donde se confrontan los intereses creados con quienes promueven las reformas. Sin embargo, más allá de las disputas, la historia demuestra que -mediatizadas y diluidas- muchas de las iniciativas acaban siendo adoptadas pero la realidad prácticamente no cambia. La pregunta es por qué.

La respuesta yace en el segundo momento de las reformas: lo realmente trascendente de una reforma es su proceso de instrumentación. Todos sabemos que en México existe una enorme distancia entre la letra de la ley y la realidad; en el asunto de las reformas el momento relevante es cuando una ley tiene que ser hecha efectiva. La ejecución de lo que se propone reformar es donde reside la verdadera prueba de la capacidad de transformación, pues es ahí, en la vida real, donde se confrontan los intereses con quienes tienen la encomienda de convertir la reforma en realidad. Ese en ese segundo momento donde, en muchos casos, hemos fallado miserablemente.

Algunas de las fallas tienen que ver directamente con la forma en que se decidió la reforma misma y no hay mejor ejemplo que el de las privatizaciones, donde el criterio fue de ingreso fiscal y no de organización industrial, es decir, de la forma en que funcionaría el mercado respectivo después de llevada a cabo la transferencia de la entidad privatizada a un empresario privado. Otras fallan por su mala o incompleta instrumentación. Por ejemplo, algunas empresas internacionales afirman que, en el caso de la explotación de los recursos petroleros en aguas profundas, la ley es suficiente para que ellas pudieran competir por un contrato, pero también que anticipan un enorme conflicto político el día en que se convocara a ese concurso. Es decir, la ley ha sido reformada pero no así la realidad.

Por conflictivo que sea el proceso de aprobación de una reforma en materia de educación o energía, el momento crucial es el de la instrumentación. Una reforma al sistema educativo implica un cambio en la relación con más de un millón de maestros y toda la estructura de liderazgo sindical y administración burocrática. Reformar a PEMEX implicaría, primero, hacer de PEMEX una empresa y no un ente político-burocrático dedicado a dispendiar favores, corrupción y fondos para uso político-electoral. Una reforma en cualquiera de esos ámbitos implica una operación política de enormes alcances y riesgos. El punto es que la ejecución de un proceso de reforma es mucho más complejo que el debate sobre la reforma legal que le precede. Es ahí donde se aterriza la reforma: donde triunfa o fracasa. Donde se logra un resultado positivo o uno mediocre.

En su magna historia sobre el fin del imperio romano, Edward Gibbon escribió que, para cambiar, se requiere “la determinación del corazón, la cabeza para ingeniarse el cómo y una mano fuerte para la ejecución”. Eso que Gibbon sabía en el siglo XVIII sigue siendo válido ahora: una reforma es irrelevante si no se instrumenta a cabalidad y eso exige una gran capacidad de operación política. Esa capacidad es inherente al gobierno actual. Falta ver la calidad de las reformas que promueva y su disposición a afectar intereses, muchos de ellos cercanos al PRI.

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La CNTE y los ciudadanos

REFORMA

Luis Rubio

El país sigue dividido, pero no sólo en posturas sino sobre todo en la concepción de dónde nos encontramos como sociedad. Para unos bloquear una carretera es algo natural y aceptable: en la guerra todo se vale. Para otros el bloqueo de una vía de comunicación constituye una violación constitucional. Para los primeros el uso de la fuerza implica represión y nunca se debe emplear; para otros la fuerza es un componente central del Estado de derecho. Se trata de visiones contrapuestas: para unos “mientras peor mejor”, para los otros “ahí la vamos llevando”. Al final, nunca se acaba enfrentando el asunto de fondo: la división que paraliza al país y le impide construir una plataforma de desarrollo en la que todos quepamos. Nada de esto es nuevo, pero lo terrible es que llevamos cincuenta años –por lo menos desde 1968- en este enredo y no hay nada que sugiera que hayamos avanzado ni un ápice.

Lo fácil es asignar culpas, insultos o epítetos, como ha ocurrido en torno a los bloqueos organizados por la CNTE, pero eso no nos lleva muy lejos. En la medida en que esos grupos vivan en un entorno o en una lógica de poder distinta a la que vivimos quienes aceptamos las reglas formales del juego (así sean éstas malas o insuficientes), las reglas son inaplicables. De nada sirve condenar un comportamiento cuando el objetivo mismo de quien se comporta de determinada manera es hacer sentir su oposición o reprobación del marco normativo que los “otros” consideran válido. Esa contradicción es la que yace en el corazón de la conflictividad que vive el país (sin incluir al crimen organizado) y para la cual, desde hace décadas, no ha habido ni siquiera un intento de respuesta.

Peor todavía, la existencia de visiones, posturas y estrategias contrapuestas ha propiciado el desarrollo de toda una industria de la manipulación política, propiciada desde el poder, mucha de ella inspirada menos en grandes principios o ideales filosóficos que en el pragmatismo más terrenal, lo que en el diccionario se conoce como chantaje y extorsión. Es así como la ciudad de México se convirtió en el oasis de las manifestaciones o como, en lugar de procurar soluciones trascendentes, han depredado algunos sindicatos, se han apuntalado en el resentimiento candidaturas presidenciales o se han refugiado algunos políticos tras bardas cada vez más altas, como ilustra la casa presidencial en la última década.

La industria del chantaje hoy abarca a todos: desde el gobernador que hace su propia manifestación frente a Palacio Nacional hasta los que llevan (o traen) conflictos del lugar más recóndito hacia el DF no para resolver el problema del grupo específico sino para avanzar su propia causa personal. Entre una cosa y la otra se esconden disidentes, negociantes y chantajistas. Pero el punto de fondo no es la industria del chantaje sino el hecho de que efectivamente existe una contraposición de esencia en el corazón del país y del Estado mexicano.

En la época vieja del PRI el país padecía de movilizaciones cotidianas de esta naturaleza, pero el sistema gozaba de la capacidad, y generalmente de la disposición, para actuar y evitar llegar a situaciones extremas. Aunque casi nunca se resolvía el problema, al menos los conflictos raramente llegaban a excesos inmanejables. El deterioro gradual de la autoridad del gobierno y la indisposición a emplear la fuerza pública acabaron por convertir al gobierno mismo en presa del chantaje. El desorden generalizado que siguió fue producto de la desidia: dejaron de aplicarse las viejas reglas autoritarias por temor a las consecuencias mediáticas y no se desarrolló un nuevo concepto de política que atacara el corazón del problema. Los dos gobiernos panistas no cambiaron la lógica ni la tendencia. Por ello su deuda con la sociedad es tan grande: en sentido contrario a su origen, abandonaron a la ciudadanía y no hicieron más esfuerzo que el de seguir pavimentando el camino a la perdición.

Frente a esta realidad, el nuevo gobierno ha respondido de dos maneras: ha reorganizado las estructuras reales de poder para recobrar la autoridad perdida y, como ocurrió en la carretera de Acapulco, actuó para someter a los revoltosos a reglas mínimas de civilidad. Se trata de dos lados de una misma moneda: ser autoridad y ejercerla frente a quien la rete. El resultado inmediato fue encomiable: el gobierno logró atenuar el asunto inmediato; sin embargo, como evidencia la situación actual, esto no constituye una solución al tema de fondo.

Un chantaje sólo se termina cuando se elimina al extorsionador o cuando se resuelve el móvil del mismo. En los años mozos del viejo sistema se hacía lo primero pero luego ya no se hizo nada: ni se eliminaba a los chantajistas ni se atacaban las causas del problema, lo que propició la proliferación de chantajistas. El ejercicio de la autoridad ataca el primer frente pero nada más. La pregunta es qué sí se puede hacer.

La cita siguiente captura la esencia del problema y, como no tiene nada que ver con México,  permite tomar una perspectiva menos cáustica y más desapasionada de la naturaleza del reto: “La tragedia del reino de la familia Assad, dice Robert Kaplan, no es que haya producido una tiranía: esa tiranía… permitió una paz sostenida luego de 21 cambios de gobierno en  los 24 años que precedieron al primer Assad… La tragedia es que los Assad no hicieron nada útil con la paz que establecieron. No emplearon el orden que lograron para construir una sociedad civil que hubiera evitado la guerra actual. Nunca avanzaron hacia una conversión de una población de súbditos a una de ciudadanos: los ciudadanos se colocan por encima de los conflictos sectarios en tanto que los súbditos no tienen más que el sectarismo como refugio”.

Guerrero exhibe lo peor del viejo sistema junto con los riesgos que entrañan las peligrosas alianzas con el crimen organizado. Por ello la solución reside en un replanteamiento político, con disposición a emplear la fuerza pública para hacerlo valer. El bloqueo de la carretera de Acapulco y la movilización que ha seguido no son sino respuestas sectarias a un sistema con el que no se identifican. No ven que éste los beneficie o que puedan avanzar en sus legítimos intereses por la vía de la negociación porque no son, ni se sienten, ciudadanos. Se sienten súbditos y, como tales, desafían al gobierno. El mecanismo del chantaje funcionó muy bien por décadas, pero hoy el gobierno se equivoca si cree que va a disuadirlos con un par de muestras de autoridad. Se requiere un cambio en la concepción básica de lo que es el gobierno y la ciudadanía, y luego hacerlo valer con autoridad.

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El problema económico

Luis Rubio

Todas las evaluaciones internas sobre los problemas de la economía suelen incluir: la falta de crédito, la competitividad de la planta industrial y la competencia por parte de productos chinos. Cada uno de estos síntomas tiene su propia dinámica y estructura de causalidad; lo que los tres tienen en común es que, en el fondo, se trata del mismo problema.

Primero el crédito. Una queja perenne y permanente del lado empresarial, y de no pocos políticos, es la que se refiere a la relativamente baja “bancarización” de la economía mexicana y, sobre todo, la participación del crédito como porcentaje del PIB. La participación del sistema bancario en la economía es menor que en otras economías similares pero hay razones que explican la diferencia. En Brasil, el crédito total otorgado a personas y empresas representó aproximadamente 60% del PIB en 2012, comparado con 27% en México. De ese 60% en Brasil, el banco de desarrollo BNDES representó 21% del PIB, o sea, la tercera parte del crédito total. Visto en conjunto, todo indicaría que una explicación de los problemas del crecimiento en México yace en la ausencia de crédito.

Un análisis más cuidadoso revela factores trascendentes. Por un lado, en contraste con los bancos privados, el BNDES ha tomado enormes riesgos crediticios y ha asumido ingentes pasivos empresariales. Muchos analistas anticipan que mucha de su cartera acabará siendo incobrable. El tiempo dirá. Con eso, las cifras que sí son comparables son 49 vs 27, es decir, una diferencia de 22 puntos porcentuales, que no son pocos, y quizá se explique fundamentalmente por la crisis bancaria de los noventa en México, que generó una cultura financiera mucho menos tolerante al riesgo de lo que existía antes. Pero hay otro factor que es mucho más revelador: las cifras de crédito a empresas grandes y al consumo en México no son significativamente distintas a las brasileñas. La gran diferencia reside en el sector industrial pequeño y mediano, donde casi no se extiende crédito en México.

En la baja competitividad de la planta productiva yace quizá el principal problema de la industria nacional. Si uno escucha a esos empresarios, la explicación se remite al asunto del crédito, la ausencia de apoyos y protección por parte del gobierno y el contrabando, es decir, el tercer factor. El problema del crédito es real pero circular: no hay crédito por la falta de competitividad y no hay competitividad por la falta de crédito. Los bancos afirman, con razón desde mi perspectiva, que no es posible extenderle crédito a empresas que no tienen un proyecto viable y competitivo de inversión, susceptible de tornarlas exitosas en una economía globalizada. La demanda por subsidios y protección arancelaria y no arancelaria (demanda cada vez más exitosa en esta administración) confirma lo que dicen los bancos: que estas empresas pretenden vivir no por su capacidad para producir bienes que el mercado demanda a buenos precios y de buena calidad sino por la protección que les confiere el gobierno respecto a sus competidores. Incrementar el crédito vía NAFINSA no va a resolver el problema.

En su esencia, el problema industrial del país se remite a un desempate que ha ocurrido entre la teoría y la realidad. Hasta los ochenta, la estructura de la economía mexicana no era muy distinta a la brasileña. El modelo de desarrollo que se había adoptado después de la segunda guerra mundial se orientaba a promover el crecimiento de la industria por medio de subsidios y protección de importaciones. Se buscaba, a través de la substitución de importaciones, el crecimiento de una poderosa industria. El modelo privilegiaba al productor por encima del consumidor y acabó creando una industria poco competitiva que típicamente producía bienes de baja calidad a altos precios. En los ochenta, el gobierno mexicano optó por la liberalización comercial con el objetivo de elevar la competitividad de la economía y, con ello, mejorar tanto la calidad como el precio de los bienes, pero sobre todo favorecer un rápido crecimiento de la productividad que se tradujera en mejores empleos con salarios más elevados.

Detrás de la decisión de liberalizar reside un principio bien conocido entre los estudiosos de la economía: el de la ventaja comparativa. En una ocasión, el matemático Stanislaw Ulam le preguntó al decano de los economistas de su época, Paul Samuelson, si había un ejemplo de un principio económico que fuese, a una misma vez, verídico de manera universal y no evidente. Samuelson respondió de inmediato con el principio de la ventaja comparativa de David Ricardo, elaborado en 1817. Bajo este principio, lo que importa para una economía no es su capacidad y habilidad absoluta de producir bienes sino esa capacidad y habilidad relativa, respecto a otros.

Aunque en un país se produzcan muchas cosas, cada economía es más eficiente en la producción de unos bienes que en otros. Bajo esta premisa, el comercio internacional permite que un país se especialice en algún tipo de bienes que además exportará, mientras importa otros en que es menos eficiente, logrando con ello un nivel de bienestar mayor. El principio está bien establecido y no hay la menor duda que funciona. El problema es cómo aplicarlo en una economía que ya opera bajo la premisa de la virtual inexistencia de comercio internacional, como era nuestro caso hasta los ochenta.

De acuerdo a la teoría económica, al liberalizarse la economía mexicana, el país se habría especializado en cierto tipo de bienes (como electrónicos, automóviles, motores, aviación, frutas y verduras, carne, etcétera, es decir, todos los sectores en que somos brutalmente competitivos como exportadores) y habría abandonado otros sectores en que no tenemos ventajas comparativas y que sólo existieron como resultado de la estrategia de protección y subsidio de antaño. Algo de esto ocurrió, lo que explica la desaparición de muchas empresas en sectores como juguetes y textiles pero, gracias a la persistencia de mecanismos directos e indirectos de protección, muchas empresas que normalmente habrían tenido que transformarse o fenecer permanecen funcionando. Unos cuantos se benefician a costa de un menor crecimiento general de la economía.

El país enfrenta un dilema que no se ha resuelto desde la apertura comercial hace casi treinta años: entrar de lleno a la construcción de una planta productiva moderna o persistir en la protección de un sector que, como está, no tiene futuro. Se puede persistir, pero el costo es creciente y se mide en malos empleos, bajo crecimiento y, sobre todo, empleos poco productivos que, inevitablemente, pagan mal.

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¿DEMOCRACIA Y CONFLICTO?

FORBES

OPINIÓN
LUIS RUBIO — EN PERSPECTIVA

UNA DE LAS VIRTUDES QUE MUCHOS estudiosos le atribuyen a la democracia es que las naciones que la adoptan tienden a ser menos violentas y mucho menos propensas a entrar en conflictos con otras. Según esto, la democracia obliga a los gobiernos a resolver sus problemas mediante la negociación, lo que normalmente excluye el conflicto abierto.

 

La lógica teórica es Impecable: a) los líderes políticos en una democracia tienen que responder a sus electores y,  si pierden una guerra, pierden las elecciones; b) las democracias tienen una inclinación natural a evitar ver a otros actores como hostiles: todos son potenciales aliados; c) las democracias típicamente desarrollan estrategias económicas más sólidas, que usualmente no son compatibles con conflictos militares. En una palabra, los líderes democráticos no tienen incentivos para pelearse.

La primavera árabe fue muy aplaudida por el fin de gobiernos autoritarios, pero también por la presunción de que eso disminuiría el conflicto regional. Me pregunto si hay lecciones en México de esa experiencia democrática, tanto por el entusiasmo inicial como por el desencanto posterior.

En México hemos tenido el privilegio de no vivir en un vecindario propenso a las guerras, circunstancia que nos ha permitido el lujo de sentirnos inmunes. Frente a conflictos, los mexicanos tendemos a apoyar a quien identificamos como la víctima pero sin mucha conciencia de lo que significa una guerra. Según algunos historiadores, la noción misma de la mexicanidad nació con la invasión norteamericana de 1947, pero el sentido de víctima, como dijo Octavio Paz, tiene raíces precoloniales. La historia y la vecindad nos han dado una perspectiva sui generis de las guerras.

De lo que no hemos estado exentos es del conflicto interno. Más allá del crimen organizado, el país vive un sinnúmero de conflictos que revelan un estado pre-democrático de política. Conflictos como los de Oaxaca y sus supuestos maestros, la toma de edificios y universidades en la Ciudad de Mexico, los plantones, las manifestaciones diseñadas para afectar a la ciudadanía o el bloqueo de carreteras, no son sino ejemplos palpables de un sistema político pre-democrático.

Los conflictos no se resuelven en las instancias políticas (como el Congreso) o las judiciales. En lugar de la negociación, se emplean instrumentos de fuerza y de presión orientados a imponer soluciones. Algunos políticos y partidos son más propensos a emplear este tipo de medios pero, en el conjunto, las diferencias no son dramáticas. Cuando un partido está fuera del poder utiliza instrumentos antiinstitucionales de presión que jamás toleraría estando en el gobierno.

“MÁS ALLÁ DEL CRIMEN ORGANIZADO, EL PAÍS VIVE UN SINNÚMERO DE CONFLICTOS QUE REVELAN UN ESTADO PRE-DEMOCRÁTICO DE POLÍTICA”.

Desde esta perspectiva, aunque no conocemos a la guerra como instrumento político, la política nacional sigue evidenciando facetas no democráticas y métodos de resolución de conflictos típicos de sistemas políticos corporativistas, cuando no autoritarios. Manifestaciones de esta naturaleza son sólo posibles cuando su empleo rinde resultados. Es decir, mientras la autoridad siga privilegiando la resolución de conflictos en las calles por encima de las instancias institucionales, el conflicto seguirá. Todos son actores racionales.

Lo anterior no debe entenderse como una llamada al uso de la mano dura. Un gobierno decidido a privilegiar la institucionalización de los procesos políticos tendría que ir forzando -sin violencia pero con autoridad— a los actores políticos a incorporarse en esos circuitos.
Como ejemplifican los líderes sindicales que se alinearon con el gobierno luego de la detención de la líder magisterial Elba Esther Gordillo, o los empresarios del sector de las telecomunicaciones aplaudiendo una acción que afectó severamente el valor de sus empresas, todos los actores son racionales; todos saben leer los movimientos políticos y se ajustan a una nueva realidad.

Un gobierno decidido a establecer nuevas reglas de] juego tendría que ir constituyendo una nueva estructura institucional susceptible de contribuir a lograr esos objetivos. Para perdurar, un proceso de cambio político no puede depender del actuar de una persona o de un gobierno, sino de la existencia de reglas permanentes que sólo garantizan tas instituciones.

La democracia, dijo Joseph Schumpeter, no es más que un método para tomar decisiones que obliga a los actores políticos a someterse al marco normativo y no se toleran comportamientos fuera del mismo. En Holanda, el Iíder del partido liberal alguna vez afirmó que jamás ofendería a ningún otro parlamentario porque “uno nunca sabe con quién tendrá que construir  una coalición en el futuro”.

Ese es el espíritu de una sociedad institucionalizada.

 

Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación  para el Desarrollo A.C.

 

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Credibilidad e impacto

Luis Rubio

“Muchos son los andantes,» dijo Sancho. «Muchos,» respondió don Quijote, «pero pocos los que merecen nombre de caballeros.”  Las instituciones no nacen siendo fuertes: van ganando fortaleza -o perdiéndola- en la medida en que avanzan en su cometido y se ganan el respeto de la ciudadanía. No basta con que existan las instituciones (producto de un acto político, usualmente en la forma de una decisión legislativa); las instituciones se vuelven parte de la fibra social si la sociedad las abraza y acepta como suyas. Cuando esto no ocurre, las instituciones se tornan en edificios vacíos sin credibilidad. La mayoría de nuestras entidades «autónomas» y regulatorias (pero ciertamente no todas) ha fallado en lograr el reconocimiento y legitimidad popular porque no han comprendido el momento, su función o las circunstancias por las que atraviesa el país. Un ejemplo de ello es la Comisión Federal de Competencia, COFECO.

La monarquía española a partir de la muerte de Franco es un buen ejemplo de cómo se constituye y afianza una institución. Aunque el dictador organizó su sucesión utilizando al hoy rey Juan Carlos como medio de continuidad, la monarquía se consolidó y fue aceptada por la sociedad sólo cuando se dio la intentona de golpe de Estado por parte de Tejero, un lustro después. Fue en ese momento, cuando el rey se convirtió en el factor clave de estabilidad y retorno a la normalidad democrática, que la monarquía demostró su trascendencia y la importancia de su función.

La viabilidad y credibilidad de una institución depende de la forma en que se conducen quienes la encabezan. El IFE se ganó su lugar en parte por la labor de su consejo, pero no es posible ignorar que la suerte jugó un papel estelar: de no haber ganado en 2000 el candidato políticamente correcto, su credibilidad habría sido ínfima. No por casualidad sufrió un embate brutal y visceral en 2006, tan grande que hizo factible la remoción de su consejo, como si éste no tuviera valía. Nunca logró consolidar su legitimidad.

Cuando es joven, una institución tiene que ganarse la credibilidad en su ámbito de acción. En países con instituciones fuertes y bien desarrolladas, la creación de una nueva entidad no constituye un desafío mayúsculo y, aunque también tiene que ganar su espacio, el ambiente tiende a facilitarlo. La situación es muy distinta en un país como el nuestro, donde la concentración de poder ha sido tan vasta, la vida política dominada por un solo partido y la separación de poderes tan endeble. En un contexto de opacidad, corrupción, cacicazgos, líderes «fueres» y «morales», no es fácil la incorporación de entidades diseñadas para profesionalizar el ejercicio del poder, arbitrar disputas, garantizar el acceso a la información, regular la actividad económica o la transparencia de la actividad pública y política. Se trata de un choque de conceptos, principios, prácticas, tradiciones y, no menos importante, intereses. Es, por decir lo menos, una enorme contradicción.

En un contexto así, una nueva entidad tiene que desarrollar una estrategia para acreditar su viabilidad, ganar la aceptación de la población y construir su legitimidad. La COFECO nació en el momento en que comenzaba la liberalización económica: el gobierno abandonaba una forma de control y supervisión directa y comenzaba a construir un nuevo esquema, fundamentado en una economía abierta, procesos de privatización de empresas y una desregulación generalizada. La nueva comisión nació con el mandato crucial de asegurar que los mercados en la economía mexicana fuesen competitivos, es decir, que no hubiera prácticas monopólicas, que las regulaciones no favorecieran a unos jugadores sobre otros, todo para el beneficio del consumidor.

No era un mandato fácil, dada la naturaleza ya de por sí oligopólica de la economía. Tampoco era sencillo por la existencia de enormes empresas, algunas recién privatizadas, controlando sectores enteros y concentrando la atención de los consumidores, analistas y críticos. La Comisión tenía dos opciones: irse contra los grandes asuntos o contra otros menos visibles pero igualmente importantes. No hay que perder de vista que el fenómeno de concentración se reproduce en todos los niveles, regiones y sectores. Ir contra los grandes implicaba irse contra entidades con mucho dinero y mucho poder; irse contra las menos grandes habría implicado golpes quizá menos efectistas pero tal vez más certeros. La relación de poder ciertamente habría sido distinta.

La COFECO optó por lo visible sin reconocer el riesgo en que incurría. Al irse contra los grandes, también se fue contra los poderosos: con bolsas grandes para contratar abogados y procurar amparos, relaciones políticas por todos lados y una infinita capacidad de corromper. No por casualidad, luego de años de intentos fallidos, tiene muy poco que mostrar como resultados tangibles. Abrió procesos contra la mayoría de las empresas y sectores que, correctamente o no, más se asocian con prácticas monopólicas o abusos al consumidor. Sin embargo, las pocas batallas que ganó acabaron siendo pírricas. Algunas todavía están en veremos. Dos décadas después de su creación tiene muy poco o nada que mostrar como beneficio al consumidor que es, supuestamente, su mandato. No es casual que su credibilidad sea tan endeble y que, por lo tanto, los políticos anden viendo cómo la modifican una vez más. El caso del IFE es sugerente.

Por supuesto, no hay nada de malo de concentrarse en los asuntos más grandes y visibles, excepto que, tratándose de asuntos de poder -una institución endeble frente a unos monstruos perfectamente establecidos- la probabilidad de ganar es poca. Quizá la nueva ley de amparo abra espacios hasta ahora imposibles, pero incluso en esa circunstancia no es posible ignorar la obviedad y la ironía para una entidad que se cree autónoma: ese cambio sólo fue posible gracias a la imposición presidencial.

Quizá el resultado hubiera sido otro de concentrarse la comisión en mercados más limitados pero con mayor probabilidad de éxito. Algunas obvias para mí, pero claramente no exclusivas, son: la industria de gases industriales, dominada por dos entidades que, según parece, se comunican entre sí; la del transporte de carga y de pasajeros, que se dividen el mercado; la de los famosos «tags» para las carreteras, que permiten monopolios individuales. No faltan ejemplos de abuso al consumidor y de inoperancia de la COFECO.

 

Unos cuantos triunfos perceptibles para el consumidor habrían creado una comisión efectivamente autónoma, no una siempre dependiente de la venia gubernamental. Habrá que comenzar de nuevo, una vez más.

 

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La verdadera urgencia

Luis Rubio

En una de sus famosas arengas, el presidente Lincoln lanzó una pregunta retórica que se aplica a nuestro pseudo debate en materia energética. “¿Cuántas patas tiene un perro si se incluye la cola? Cuatro”, se respondió a sí mismo. “El hecho de que se llame pata a una cola no la hace una pata”. El mundo de la energía ha cambiado radicalmente pero nosotros seguimos atorados en 1938. El problema es que si no rompemos la inercia, nos arriesgamos a un colapso económico.

Hasta hace algunos años la discusión sobre el petróleo y, en general sobre la energía, era una combinación de deseos, beneficios reales o potenciales e historia. Dependiendo de la perspectiva económica, política o burocrática, algunos ven al petróleo como una palanca para el desarrollo hoy, otros como una reserva de riqueza para un futuro indeterminado. Aunque el tiempo no es el único factor que juega en este debate, sí constituye un factor determinante de la dinámica política al respecto porque entraña toda la maraña de mitos, ideologías, intereses, historia y  objetivos que se engarzan en esta materia. El tema es complejo por la mezcla de asuntos: quienes no quieren cambiar porque un cambio afectaría sus intereses, quienes ven al cambio como una oportunidad y quienes se oponen al cambio por ideología. Es decir, es casi como una discusión religiosa donde se contraponen asuntos del César y asuntos de Dios y la combinación nunca es feliz.

Independientemente de la perspectiva específica, nadie duda de la importancia fiscal de los recursos petroleros. El gobierno mexicano se ha vuelto adicto al ingreso que genera el monopolio petrolero y eso lo convierte en un actor tan interesado en el debate como todos los demás. De esta manera, lo que se discute no es algo objetivo sino producto de choques entre partes interesadas. Esta circunstancia ha paralizado una reforma tras otra a lo largo de los últimos lustros.

El debate energético mexicano ha tenido una peculiaridad adicional: es totalmente introvertido. Se concibe a México como un ente excepcional, aislado del resto del mundo. Buenas razones había para ello: PEMEX es una fuente de recursos y mientras más exporta mayor el ingreso. La ecuación era tan obvia y simple que todo mundo se enfocaba esencialmente a intentar resolver problemas relacionados con producción. Cuando la plataforma petrolera comenzó a disminuir, la discusión se orientó hacia dónde y cómo explotar nuevos recursos y a las condiciones necesarias para que eso sea posible. Por ejemplo, en el caso de la extracción de recursos presuntamente localizados a grandes profundidades en el Golfo de México, la participación de terceros fue vista como necesaria, sea por carencia de la tecnología idónea o por el riesgo financiero inherente. Con avances o sin ellos, por muchos años la discusión se ha limitado a la explotación del petróleo.

La realidad ha cambiado y la vieja discusión se ha tornado absolutamente irrelevante. Aunque asuntos como la eficiencia de PEMEX, sus procesos productivos o su estructura de costos siguen siendo relevantes en lo que a PEMEX atañe, hoy estamos presenciando un cambio radical en la industria de la energía, de la cual PEMEX es solo un actor más. Y ese es el problema: el asunto energético ya no es sobre PEMEX sino sobre el desarrollo del país en el contexto de la revolución energética que está viviendo el mundo, pero sobre todo nuestra trastienda: el panorama energético en Estados Unidos y Canadá ha cambiado radicalmente, al grado en que pone en jaque la viabilidad de nuestra economía.

Por veinte años, el país ha vivido gracias al TLC. Este instrumento le ha permitido a la economía mexicana contar con una enorme fuente de demanda e inversión, asegurando el éxito, así sea insuficiente, de la planta productiva. El país se ha convertido en un formidable exportador de bienes industriales y eso ha generado empleos y crecimiento. Sin el TLC el país habría seguido en crisis. Por otro lado, el TLC no es más que un instrumento y no puede ser el equivalente de la “piedra filosofal” que buscaban los alquimistas medievales para solucionar todos los problemas. Hay muchas cosas que deberían hacerse para elevar la productividad de la economía, mejorar el capital humano de la población e igualar el terreno para las empresas e inversionistas a fin de introducir competencia en el mercado. Todo eso permitiría avanzar, pero no resolvería el nuevo panorama energético que, de hecho, puede poner a la economía del país en jaque.

Una revolución ha sobrecogido al mundo de la energía, primero en Canadá y más recientemente en Estados Unidos. Se trata de una revolución originada esencialmente en cambios tecnológicos que han permitido elevar de manera dramática la producción de gas y petróleo. Comenzó como un proceso casi sotto voce que, al inicio de manera pausada y más recientemente de manera definitiva, ha tenido el efecto doble de inundar al mercado de energéticos y tumbar sus precios, sobre todo del gas. Estados Unidos, el mayor importador de petróleo del mundo, está a tiro de piedra de ser autosuficiente. Un escenario con el que nunca antes habíamos tenido que lidiar.

De esta manera, la dinámica política que enmarca el contexto de la discusión sobre una potencial reforma al sector energético ha cambiado de manera radical. Lo que no parece claro es que exista conciencia alguna entre quienes son responsables de la discusión sobre la naturaleza de la revolución que se está gestando o de sus implicaciones para México.

Tres factores caracterizan a esta revolución: primero, el hecho de que EUA podría ser autosuficiente en petróleo. Segundo, los precios del gas en ese país son ahora una fracción de los que caracterizan a sus competidores en el resto del mundo (menos de 3 dólares por BTU contra más de 20 en Europa o China). Y, tercero, los costos de la energía están llevando al renacimiento de la industria manufacturera en EUA. Si no resolvemos el abasto para la industria mexicana a precios competitivos, el riesgo es mayúsculo.

Los desafíos son obvios: el petróleo que producen EUA y Canadá es mucho más ligero que el mexicano, lo que lo hace mucho más atractivo para la refinación;  nuestra ventaja en términos del costo de la mano de obra palidece frente a la diferencia de precios del gas: o sea, urge gas barato en México. En una palabra, quizá exagerando, pero no mucho, de no actuar decisivamente, México podría quedarse con su petróleo y sin industria. Se trata de un escenario que sugiere que la urgencia por reformar al sector energético es infinitamente mayor de la que nuestros políticos entienden. Más vale que se actualicen pronto.

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Algunas lecturas

Luis Rubio

La semana santa es un buen momento para reflexionar sobre mis lecturas recientes. Aquí van algunas de las que me hicieron pensar y cambiar puntos de vista.

Conrad Black es un magnate de la prensa escrita a nivel mundial que acabó en una cárcel de EUA. En A Matter of Principle hace un inteligente -y rudo- análisis de las acusaciones y condena que sufrió con especial énfasis en el sistema penal estadounidense donde, en aras de acelerar los procesos, una persona que se considera inocente con la mayor de las frecuencias tiene que aceptar algún cargo menor para evitar los costos punitivos de un juicio. El extraordinario valor del libro reside en la forma en que desnuda las prácticas del sistema criminal de ese país, que se considera ejemplo para el mundo. Es uno de esos libros que lo dejan a uno por demás preocupado.

En Locavore’s Dilemma, Pierre Desrochers y Hiroko Shimizu critican lo que consideran como modas: «comer local» y «agricultura sustentable», dos medios que supuestamente permiten resolver problemas de la industria de los alimentos a través de una alimentación saludable. Su argumento es que no son los productores pequeños los que pueden abatir el costo de los alimentos o asegurar su disponibilidad o higiene, sino que eso requiere una industria profesional apegada a estándares rigurosos de calidad.

 

Luigi Zingales es un caso peculiar. Profesor de finanzas en la Universidad de Chicago, escribió un libro  seminal. En A Capitalism for the People, Zingales argumenta que el capitalismo fue diseñado para beneficiar al ciudadano y al consumidor, pero que el crecimiento de la industria de los lobistas o abogados de intereses particulares ha acabado distorsionando todo: desde impuestos hasta gasto, pasando por empresarios y causas favoritas del gobierno. Aunque el libro se refiere a EUA, el mensaje no podía ser más oportuno: cuando las oportunidades de desarrollo individual, que son la esencia del capitalismo, dejan de estar disponibles porque la cancha no es pareja, el capitalismo deja de ser funcional.

 

Anne Applebaum describe la forma en que el régimen soviético fue sometiendo a las población del este de Europa. Al inicio, los comunistas rusos, creyentes en su sistema, supusieron que los europeos que habían quedado bajo su yugo al final de la guerra se sumarían al comunismo sin chistar. Aunque el proceso en cada país fue distinto, el Estado pronto controló todos los aspectos de la economía, la policía, la prensa y el aparato estatal. Para la autora de Iron Curtain, el error soviético residió en querer controlarlo todo: las escuelas, las organizaciones sociales, los sindicatos, las iglesias. Con ello, cualquier conflicto o dificultad se tradujo en una fuente de ilegitimidad para el sistema en su conjunto. La represión acabó siendo inevitable y, con ello, desapareció cualquier pretensión de democracia o popularidad. El libro es particularmente interesante cuando uno contrasta con el sistema priista. Aunque duro, el PRI nunca llegó a dominar toda la sociedad ni lo pretendió. Esa quizá sea una parte de la explicación de su capacidad de adaptación y sobrevivencia.

 

The Dictator’s Handbook es un libro fascinante dedicado a explicar cómo un líder (en cualquier actividad o sector) hará lo necesario para mantenerse en el poder. Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith se hacen preguntas cruciales como ¿por qué presidentes que arruinan a sus países se quedan tanto tiempo en el poder? o ¿por qué los desastres naturales afectan más a los países pobres? Su análisis concluye en que un líder es líder porque siempre está dedicado a satisfacer la coalición que lo mantiene en el poder.

 

El ser humano es, de acuerdo a Aristóteles, un «animal político». Muchos dirían que en los últimos años de crisis en todo el mundo ha dominado la primera parte sobre la segunda. En una gran historia sobre política, On Politics: A History of Political Philosophy from Herodotus to the Present, Alan Ryan afirma que la política es fundamentalmente un asunto filosófico y se aboca a dilucidar preguntas torales como el fundamento de la autoridad del Estado sobre los ciudadanos, los derechos individuales y el orden de la colectividad, los límites tanto de los individuos como del Estado. Buen libro que está escrito para pensar sobre los asuntos del hoy y ahora.

El libro más fascinante que leí este año trata sobre una nueva revolución industrial. En Makers, Chris Anderson dice que la próxima etapa del desarrollo industrial vendrá de la conjunción de modelos abiertos de diseño que permiten, vía Internet, mejorar los productos, todo ello desde un escritorio. Su argumento es que la nueva revolución será tan importante como la de las computadoras personales y cambiará toda la concepción de la producción porque permitirá una flexibilidad y capacidad de adaptación a las necesidades del cliente y del mercado que son inconcebibles para  el modelo actual de fabricación. Empleando impresoras de tercera dimensión y acceso a financiamiento, la nueva revolución permitirá que surja un nuevo empresariado basado en la micro manufactura que acabará con el monopolio de la manufactura masiva, de la misma manera que Internet acabó con el de los medios masivos tradicionales.

Dos libros contrastantes presentan el panorama de opciones que enfrentan los países occidentales. En When Markets Collide, Mohamed El-Erian habla del colapso de las economías occidentales luego de la crisis de deuda de 2007, el inicio de una era de «nueva normalidad» que, a menos que los gobiernos reduzcan masivamente sus déficit y deudas, será distinta a lo que antes existía, más parecida a las últimas dos décadas de Japón, con míseros niveles de crecimiento económico. Por su parte, en Capitalism 4.0, Anatole Kaletsky toma la línea opuesta: para este autor el futuro es promisorio y una buena combinación de estímulo económico y conducción gubernamental podría crear una nueva era de generación de riqueza. Ambos argumentos son persuasivos y quien tenga razón determinará lo que ocurra con la economía mundial por años por venir.

Para cerrar, Plutocrats, de Chrystia Freeland,  es un libro interesante porque explica un fenómeno poco entendido en los últimos años. En lugar de enfocarse al famoso 1% más rico del mundo, su enfoque es hacia el 1% del 1%. Para esta autora, el verdadero fenómeno de nuestra era reside en la concentración de nueva riqueza sobre todo originada en el desarrollo de tecnologías y en el sector financiero. El libro presagia tiempos difíciles de adaptación tanto por los desajustes que genera la nueva riqueza como por el impacto de esas nuevas fuentes de riqueza sobre los mercados de trabajo.

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El poder ¿para qué?

Luis Rubio

Todos los presidentes se sienten destinados a cambiar el mundo. Muy pocos, de hecho casi ninguno, lo logra. Sin embargo, este hecho comprobable nunca ha servido para convencer a los aspirantes a la presidencia y menos a los que ya llegaron y se sienten omnipotentes una vez ahí. Pero el problema no reside en el deseo de cambiar al mundo, legítimo en sí mismo, sino en el hecho de que la mayoría de los presidentes cree que el mero hecho de sentarse en la silla conlleva un cambio en la realidad. La historia demuestra que no es así: el poder no es para guardarse o acumularse sino para emplearse porque no hay nada más fútil, nada más efímero, que el poder presidencial.

Mi impresión de cuatro décadas de observar a ocho presidencias es que cuando un presidente se sienta en la silla y, sobre todo, cuando consolida su poder, siente que el mundo le debe la vida y que “ya la hizo”. Nada puede impedir su triunfo y lo único que falta es que la realidad comience a evidenciar un cambio radical. La historia demuestra que los sueños de grandeza son sólo eso: sueños. Todo el resto es trabajo duro. Lamentablemente, muy pocos presidentes se percatan de que el poder es para emplearse y por eso pocos logran su cometido.

Hace años visité una exhibición del Faraón Tutankamón. Ningún grupo de soberanos jamás gozó de la ilusión de un poder más grande. Ramsés II reinó por 66 años: a juzgar por las imágenes de poder, las pirámides y los enormes monumentos en Luxor y Abu Simbel el poder fue enorme pero no quedó nada más que eso. Todo ese poder se desvaneció y todo lo que quedó, siglos después, es un país pobre sin muchas oportunidades de desarrollo. A la salida recuerdo haber pensado en la futilidad el poder, en la impotencia que, a final de cuentas, éste representa.

A Napoleón Bonaparte no le fue mucho mejor. En el verano de 1812 encabezaba un ejército de más de un millón de hombres que se enfilaba hacia las puertas de Moscú. Tres años más tarde se encontraba desperdiciando su vida en la isla de Elba. En 1940 Hitler comandaba el ejército más poderoso del mundo; en 1945 se quejaba de que sólo Eva Braun y su perro se mantenían fieles. Al final de su vida, según la historia que cuenta su médico, el doctor Li Zhisui, Mao era una figura patética que ya no inspiraba autoridad alguna. La historia está saturada de hombres poderosos y frustrados.

Es aleccionador observar que, en las últimas décadas, el único presidente mexicano que destaca por haber sobrevivido el oprobio de la historia y la reprobación generalizada de la población es el menos ambicioso de todos. El único presidente que ha logrado el respeto de la población es quien se dedicó en cuerpo y alma a un conjunto de objetivos limitados pero realistas: atendió los problemas del momento, dejando los sueños de grandeza y trascendencia histórica en el closet. Ernesto Zedillo quizá pudo haber apuntado hacia algo más grande pero, con la perspectiva que permite el tiempo, es el único que logró lo que se propuso y es ampliamente reconocido por ello. No es poca cosa y menos cuando se le compara con el resto.

La grandeza del poder no se encuentra en los símbolos, las apariencias o los acólitos gratuitos sino en los resultados de su ejercicio. Como dice el dicho, el año más difícil de la presidencia mexicana es el séptimo porque es en ese momento cuando comienza la realidad. Es en ese momento cuando el presidente recién salido comienza a otear el mundo como es y no como lo imaginaba. Los presidentes que resaltan son aquellos que voltean y pueden observar al menos un legado respetable. De los ocho que me ha tocado ver en persona sólo uno pasa la prueba. La historia sugeriría que es imperativo aprender del pasado la necesidad de evaluar el poder con humildad, como algo pasajero y, en última instancia, efímero. El poder no es lo que se tiene sino lo que se hace con él.

El punto no es negar el valor o trascendencia del poder, sino observar tanto sus limitaciones como sus posibilidades. Un presidente poderoso puede hacer un enorme bien, pero también un enorme mal. Los que son exitosos son aquellos que aceptan la realidad como es y emplean su poder para aprovecharla y sacarle todo el beneficio posible. En esta era del mundo y del país, la realidad se mide por dos cosas muy simples: el grado de institucionalización del poder y de la sociedad y el crecimiento de la productividad. Podría parecer pueril disminuir todo el poder presidencial a estos dos elementos, pero no se trata de algo trivial: esos son los factores que podrían transformar a México. Un presidente que lograra incidir favorablemente en ellos transformaría al país y, con ello, lograría el legado que ha sido imposible para siete de los últimos ocho presidentes.

La institucionalización del país es una promesa que se remonta a Plutarco Elías Calles, el primer presidente que entendió la necesidad de lograrlo pero, como el niño pequeño que sabe lo que no se debe hacer pero lo hace de todas maneras, prefirió el beneficio del poder, así acabara siendo efímero, que el de la institucionalización. Institucionalizar implica limitar los poderes del presidente, razón por la cual casi ninguno lo ha promovido. La paradoja es que sólo un presidente poderoso puede avanzar una agenda de institucionalización.

Baste observar el penoso espectáculo que ofrecen entidades como el IFE, el IFAI y varios de los organismos de regulación económica para reconocer que el país no ha logrado la institucionalización de sus principales funciones ejecutivas. Presumimos de ello pero todos sabemos de la fragilidad de lo que se ha construido. La tentación obvia sería acabar con el concepto e imponer a sacristanes confiables. Lo que hay que hacer es nombrar a funcionarios públicos dedicados y comprometidos con el Estado, no con el gobierno. Personas intachables que no se dedicarán a cuidar su nombre y espalda sino el éxito de su función. Personas que no cederán ante la presión de la autoridad superior.

En el ámbito económico no se requiere ser un científico espacial para saber que el factor de éxito se llama productividad. Todo lo que contribuye a su crecimiento debe ser bienvenido, todo lo que la impide debe ser erradicado. Las claves son competencia, eliminación de obstáculos, menos burocracia, simplificación, apertura, cero preferencias (y discriminación). Todo el resto impide el crecimiento de la productividad, el factor que permite elevar los ingresos de la población.

Instituciones y productividad. Para eso es el poder, si es que el presidente realmente quiere trascender. Podría parecer poca cosa, pero es todo, mucho más de lo que podría imaginar en su primer año.

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A crecer

Luis Rubio

Todo mundo quiere que crezca la economía. El gobierno promete crecimiento. La situación económica del mundo se complica. Tres realidades con las que hay que lidiar. En concepto, podría haber muchas maneras de lograrlo, pero lo único que permitiría conciliar las tres circunstancias es elevar la productividad de la economía y hacerla más flexible y adaptable. No importa si uno es de derecha o de izquierda, liberal o conservador, la única forma de lograr el crecimiento es por medio de la productividad. Sin embargo, el gobierno está haciendo lo contrario: está afianzando los mecanismos de protección tanto arancelarios como no arancelarios, está desarrollando estrategias de política industrial y, de manera cuidadosa pero certera, está incorporando mecanismos de control sobre los estados, el sector privado, los sindicatos y otros componentes de la sociedad. Por ahí no vamos a llegar.

A los empresarios les encanta la política industrial, los subsidios y la protección. A los burócratas y políticos les encantan los controles y el gasto. Todos ellos ganan a costa del crecimiento. De esta forma, aunque hay acuerdo sobre la necesidad de crecer, poco a poco estamos observando que los mecanismos que se están adoptando constituyen una pobre lectura de la naturaleza del problema y/o un intento de imitar prácticas de otros países, sobre todo sureños, que de lejos se ven bien pero que no son susceptibles de arrojar el resultado deseado.

México requiere una estrategia para el crecimiento. En concepto sólo hay dos cosas que lo pueden lograr en un periodo relativamente breve. Una es empleando medidas de estímulo que fomenten la actividad económica, como típicamente ha sido la construcción de infraestructura. No es el único tipo de estímulo posible, pero en un país que sigue padeciendo un agudo déficit de infraestructura (tanto en cantidad como en calidad), ese camino sigue siendo válido, sobre todo si es producto de una visión de conjunto que coordine esfuerzos federales, estatales, municipales y privados.

Pero la clave del crecimiento en el largo plazo no reside en la infraestructura, por importante que ésta sea (pero cuyo impacto es limitado en el tiempo), sino en la existencia de un marco político y de políticas públicas que lo propicie. No hay otra manera. Este no es un mantra ideológico sino meramente práctico: cuando se adoptan medidas generales toda la población puede beneficiarse; cuando se adoptan medidas particulares (con frecuencia favores), como las que son inherentes a una política industrial, unos ganan y otros pierden por decisión burocrática o por corrupción.

Existen innumerables ejemplos de lo anterior. Cuando se imponen aranceles elevados a la importación de suelas de zapatos uno podría pensar que va a propiciarse el desarrollo de la industria zapatera; sin embargo, lo que hemos visto en las últimas décadas es que los zapateros mexicanos han ido desapareciendo porque no pueden competir con las importaciones dado que las suelas son demasiado caras. La protección a uno implica la destrucción de los otros. Lo mismo ocurre con las NOM, las normas que emite el gobierno y que frecuentemente sirven para proteger a una industria, o a una empresa, en lo particular. De acuerdo a la NOM respectiva, los cables eléctricos en México tienen que ser torcidos en una dirección distinta a la que caracteriza a los cables de EUA y Canadá. Así, los consumidores de esos cables tienen que pagar por el privilegio de consumir insumos más caros que sus competidores.  Imposible encontrar un ejemplo más flagrante de favoritismo irredento.

El punto importante es que ese tipo de medidas que tanto gustan a empresarios, sindicatos y burócratas no hacen sino limitar el potencial del crecimiento general de la economía porque impiden que crezca la productividad y porque discriminan a quienes podrían ser excelentes empresarios pero carecen de la capacidad para impedir esos favores particulares.

Una estrategia para crecer tendría por objetivo el ascenso sistemático de la productividad y para eso se abocaría a crear condiciones generales para el crecimiento, eliminar preferencias y mecanismos discriminatorios, derogar regulaciones onerosas (frecuentemente inútiles y siempre fuente de corrupción) y, sobre todo, adoptar medidas que disminuyan los costos de crear y operar empresas. Algunas de las acciones que se derivarían de este marco general son de largo plazo, otras de impacto inmediato, pero todas tienen que ser realizadas.

Bajar costos implicaría cosas como: mejorar la preparación de quienes egresan del sistema educativo (para reducir costos de reentrenamiento); mejorar la infraestructura (para reducir costos de transporte); mejorar la seguridad; facilitar el cumplimiento de las obligaciones fiscales, del IMSS, etc.; mayor flexibilidad laboral (la pedimos por parte de los americanos para los migrantes, ¿por qué no para los mexicanos?); bajar los aranceles prácticamente a cero; revisar todas las regulaciones con el criterio de costo para el funcionamiento de la economía, eliminar o disminuir drásticamente el uso de subsidios en la producción; asegurar el abasto de energéticos a precios competitivos; asegurar eficiencia y costos competitivos en la provisión de servicios. El punto es crear condiciones para que crezca aceleradamente la productividad. No hay otra forma de lograrlo: reforma que no eleva la productividad es irrelevante.

Estos asuntos nos retrotraen a la función del gobierno en la sociedad en general y en la economía en particular. Lo que yo he observado en los meses en que el gobierno actual ha estado en el poder es que quiere establecerse como autoridad para poder imponer reglas del juego. Me parece que ese es un camino necesario y encomiable. El país lleva tiempo sin sentido de dirección y sin la capacidad de conducir los asuntos públicos. Se requieren decisiones y acciones en diversos frentes, lo que implica un gobierno con las facultades y la capacidad de llevar a cabo su cometido. La pregunta es cómo va a usar esa autoridad: para controlar o para hacer posible el desarrollo. Como dice el anuncio, no es lo mismo ni es igual.

El país requiere un gobierno que funcione como tal no para controlar a la población y a los diversos subgrupos, sino para generar prosperidad. Para eso se requieren políticas generales, es decir, instituciones, no acciones dirigidas a favorecer a grupos favoritos a costa de todos los demás. Tampoco se requiere un sistema burocrático de asignación de recursos. Lo que urge son instituciones de aplicación general. Es mucho lo que está en juego en el criterio que decida seguir; por donde ha ido recientemente no llegará.

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