¿Llegaremos a la modernidad?

Luis Rubio

¿Qué mide el éxito de una sociedad? ¿Es lo mismo ser exitoso que ser moderno? La diferencia era quizá nimia hace algunas décadas, pero hoy en día es posible diferenciar países exitosos de países modernos. Quizá la pregunta para nosotros ahora que llega el final del primer año del gobierno es si el país está enfilándose a ser tanto exitoso como moderno o si procederá en un intento por ser exitoso sin más.

Protágoras, un pensador del siglo V adC, argumentaba que los hombres por definición requieren estándares de comportamiento porque sin ello no podrían vivir en comunidad. En ausencia de una Biblia o equivalente, la tradición jugaba un papel preponderante en la determinación de esos estándares, razón por la cual críticas por parte de pensadores radicales como Sócrates o Diógenes generaban tanto ruido. En sentido contrario, las fábulas de Esopo servían para reforzar el sentido de comunidad. ¿Cuál será el estándar relevante para una nación al inicio del siglo XXI?

China es quizá el mejor paradigma de un país que ha logrado ser exitoso en un sinnúmero de medidas pero que enfrenta dilemas fundamentales que quizá no pueda resolver sin cambiar su propia medida del éxito. En una conferencia a la que asistí recientemente, un estudioso de la India decía que su país no es moderno porque es muy pobre, pero que si logra superar su pobreza podrá ser un país moderno, mientras que China podrá ser exitosa pero nunca moderna. La distinción que hacía era profunda: para que una nación sea moderna tiene que aceptar ciertos estándares básicos de comportamiento y ciertas métricas de desarrollo. El hecho de crecer con celeridad, como ha sido el caso de China en las últimas décadas, puede contribuir a generar condiciones para la modernidad pero no es equivalente a lograrlo.

El éxito se puede medir con estadísticas comparables: crecimiento, empleo, niveles educativos, productividad, kilómetros de carretera, reservas internacionales y otras métricas objetivas que permiten evaluar el grado de avance tanto en términos absolutos como relativos. Esa es la medida más simple que se emplea para determinar el desempeño de un gobierno o la satisfacción de su población. Una nación exitosa avanza en estos frentes y logra satisfacer las necesidades más básicas. Si es extraordinariamente exitosa logra elevar los estándares de vida de la población, distribuir mejor el ingreso y mantener un círculo virtuoso en estos parámetros.

Lo que no es evidente es que sea sostenible una mejoría sistemática en todas esas métricas sin que cambien otras cosas en el funcionamiento de la sociedad en general. Volviendo a China, los debates más frecuentes sobre el futuro de ese país se refieren a la viabilidad de su estructura política a la luz de la mejoría sistemática en los niveles económicos de una porción creciente de la población. Unos afirman que la cultura china tiene características excepcionales y que estas permitirán sostener su sistema político sin cambios a pesar del desarrollo de su sociedad. Otros parten del principio de que, en lo fundamental, todas las sociedades son similares y que, tarde o temprano, los chinos enfrentarán dilemas básicos sobre la viabilidad de su estructura político-económica actual.

El tiempo dirá cómo evoluciona China, pero lo que es indudable cuando uno piensa en el desarrollo de México en las últimas décadas es que hay límites estructurales que impiden trascender los umbrales en las circunstancias actuales. Por ejemplo, no es casualidad que la inversión privada, nacional y extranjera, se encuentre muy por debajo de su potencial. Tampoco es casual que la mayoría de las inversiones que hay en el país muestren tiempos de maduración mucho más breves de lo que ocurre en otras latitudes. Lo mismo se puede decir del ciclo de inversión: típicamente sigue el calendario sexenal porque todo depende de la confianza que inspira una persona más que de las instituciones.

En esto último se encuentra la clave del futuro. La parte de la economía que observa crecimientos significativos de inversión es la que está protegida por tratados internacionales, sobre todo el TLC que no es otra cosa que una institución que confiere garantías y, por lo tanto, certidumbre al inversionista. Donde hay instituciones que no dependen de personas el país prospera.

El punto que trato de ilustrar es que el éxito depende de que el país se vaya modernizando y eso implica la construcción de instituciones profesionales que transformen al país y a la sociedad. No es posible concebir a México como país exitoso mientras no tengamos, por ejemplo, un sistema policiaco que la población respete y vea como profesional. Lo mismo es cierto del poder judicial: sin mecanismos para dirimir disputas y administrar la justicia, ningún país puede decirse moderno.

En otras palabras, la modernidad es un asunto cultural que es consecuencia del desarrollo integral de la sociedad. El caso del crecimiento de la clase media es sugerente: se ha logrado consolidar una creciente clase media en términos de su capacidad de consumo, pero el país será de clase media y exitoso cuando esa población no sólo tenga un poco más de dinero para gastar sino que también cuente con el nivel educativo y cultural que le permita ejercer juicios informados en asuntos sociales y políticos.

Un país ensimismado, como lo es China en la actualidad, no puede avanzar hacia a la adopción de reglas y estándares que todas las sociedades modernas y democráticas consideran esenciales en ámbitos que van desde el comercio internacional hasta los derechos ciudadanos y el respecto a los de terceros. Para bien o para mal, el gobierno chino no ve relevancia en esas medidas para su sociedad.

El gobierno comienza a enfrentar estos dilemas, implícita o explícitamente, en cada decisión que se toma y la forma en que responda en los próximos meses será clave. El camino para llegar a donde nos encontramos ha sido tortuoso y complejo y es natural la tentación de regresar a lo que había y que, en una mirada nostálgica, podría parecer que funcionaba bien. El problema es que lo que era posible en el pasado ya no lo es. Por supuesto que se han cometido innumerables errores en las últimas décadas, pero la única apuesta posible es la de construir un país moderno.

Quizá lo que mejor ilustra nuestros problemas es el hecho de que nuestras grandes debilidades se encuentran en la pésima calidad de las estructuras e instituciones gubernamentales. El país sigue teniendo un sistema de gobierno medieval, incapaz de encabezar un proyecto de transformación. El reto está en casa, esencialmente en lo que el PRI construyó a lo largo del tiempo.

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be fo

Reelección de los presidentes municipales: contrapeso para México

  • América Economía – Luis Rubio

Nada hay más peligroso que un fetiche, un culto supersticioso venerado como un ídolo.  Como todos los mitos, la reelección de legisladores contiene una dosis de fábula, imaginación y realidad. En un contexto idóneo, la reelección puede transformar las relaciones políticas, creando nuevas formas de interacción y, por lo tanto, lógicas novedosas en la toma de decisiones. Bien concebida y estructurada, la reelección de legisladores podría constituirse en el factótum de un sistema de contrapesos efectivos para el sistema político mexicano. El problema es que lo opuesto también es cierto: mal concebida, la reelección puede convertirse en una pesadilla, en una nueva fuente de confrontación o peor, en que todo siga igual.

En su libro Ortodoxia, G.K. Chesterton escribió que «Cuando un esquema religioso es destruido no sólo los vicios quedan expuestos. Los vicios surgen, se pasean y hacen daño. Pero las virtudes también aparecen y las virtudes se pasean de manera más desordenada, pudiendo hacer un daño mucho peor». La reelección de legisladores es un instrumento, no un fin en sí mismo y, como tal, puede ser una virtud o un vicio: depende de cómo se estructure. Cualquiera de los dos escenarios es posible pero ambos no son benignos.

La reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercarlos con los votantes, obligándolos a atender sus preferencias de manera directa y con un costo de no hacerlo. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las necesidades o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto. Es decir, se establece un vínculo que no comienza y concluye, como ahora, durante el periodo de campaña, sino que se torna permanente.

En todos los sistemas políticos los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente actuarán bajo un criterio fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende su carrera política como antes, en la era priista, ésta dependía del presidente. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía: no hay nada esotérico en este asunto. Pero es obvio quién y qué gana y pierde en cada caso.

Es evidente la razón de la reticencia de los partidos y de la presidencia para la adopción de la reelección como mecanismo para la construcción de pesos y contrapesos en el sistema político. Con la lógica de dueño, tanto los líderes partidistas como el presidente, podrían acabar perdiendo una prerrogativa fundamental (para el control político) de aprobarse la reelección de legisladores. La reelección abriría, al menos potencialmente, una nueva era política. Pero el resultado que muchos de sus proponentes esperan no está garantizado.

Dos son los argumentos principales por parte de los detractores de la reelección: primero, que impide la renovación de la élite política, en buena medida porque le confiere enormes ventajas a quien ya ocupa una curul, disminuyendo la competitividad de sus potenciales contrincantes. Y, segundo, que, dado la naturaleza peculiar de nuestro poder legislativo donde conviven legisladores electos por distrito con otros seleccionados (de manera distinta en el congreso y en el senado) por representación proporcional, podríamos acabar, por ejemplo, con senadores producto de una primera minoría (o sea, que perdieron la elección) por hasta doce años. Ambas preocupaciones tienen mérito pero su dinámica es casi opuesta.

De los beneficios potenciales de la reelección, los dos cruciales son la cercanía con el votante y la profesionalización del legislador. Desde mi punto de vista, ambas superan el costo de la falta de «movilidad» legislativa, máxime en una era de creciente complejidad.

El verdadero embrollo reside en la convivencia de dos tipos de legisladores  (representación directa y proporcional) y ese no es un asunto menor. Puesto de manera directa, la reelección es incompatible con la existencia de ese híbrido: para funcionar tendría que desaparecer alguno de los dos procedimientos de elección. Lo mismo con la pretensión de “palomear” a quienes podrían reelegirse. De no resolverse estos asuntos, la reelección acabaría siendo un desastre.

Hay varios ángulos que deben ser contemplados antes de ir, cual el Borras, a un resultado peor a lo actual: primero, la reelección funciona siempre y cuando exista un legislador por distrito; éste puede ser electo de manera directa o proporcional, pero si no existe ese vínculo distrito-legislador, la reelección no tendrá beneficio alguno. Segundo, históricamente, muchos de nuestros mejores legisladores han sido electos como plurinominales y, probablemente, muchos no podrían ganar una elección directa. Es decir, en algunos escenarios, podríamos acabar con un poder legislativo de mucha peor calidad independientemente de la potencial cercanía legislador-ciudadano. Aunque parezca imposible, es concebible un entorno en el que los legisladores gozan de un prestigio todavía menor. Finalmente, de eliminarse los plurinominales o su equivalente en el senado, algunos partidos disminuirían en representatividad. Esto no necesariamente sería algo malo (sin duda reduciría algo de la corrupción rampante), pero implicaría decisiones difíciles, de esas que no le gustan a nuestros políticos. Una redistritación del país, quizá aumentando el número de curules por representación directa a cambio de los plurinominales, podría atenuar el costo.

En contraste con la complejidad inherente a nuestro sistema legislativo, la reelección de presidentes municipales no requiere más que una decisión política: los potenciales beneficios son claros y los riesgos relativamente menores. Dicho eso, la reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

 

http://www.americaeconomia.com/node/104343

 

La ilusión de la reelección

Luis Rubio

Nada hay más peligroso que un fetiche, un culto supersticioso venerado como un ídolo.  Como todos los mitos, la reelección de legisladores contiene una dosis de fábula, imaginación y realidad. En un contexto idóneo, la reelección puede transformar las relaciones políticas, creando nuevas formas de interacción y, por lo tanto, lógicas novedosas en la toma de decisiones. Bien concebida y estructurada, la reelección de legisladores podría constituirse en el factótum de un sistema de contrapesos efectivos para el sistema político mexicano. El problema es que lo opuesto también es cierto: mal concebida, la reelección puede convertirse en una pesadilla, en una nueva fuente de confrontación o peor, en que todo siga igual.

 

En su libro Ortodoxia, G.K. Chesterton escribió que «Cuando un esquema religioso es destruido no sólo los vicios quedan expuestos. Los vicios surgen, se pasean y hacen daño. Pero las virtudes también aparecen y las virtudes se pasean de manera más desordenada, pudiendo hacer un daño mucho peor». La reelección de legisladores es un instrumento, no un fin en sí mismo y, como tal, puede ser una virtud o un vicio: depende de cómo se estructure. Cualquiera de los dos escenarios es posible pero ambos no son benignos.

 

En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercarlos con los votantes, obligándolos a atender sus preferencias de manera directa y con un costo de no hacerlo. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las necesidades o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto. Es decir, se establece un vínculo que no comienza y concluye, como ahora, durante el periodo de campaña, sino que se torna permanente.

En todos los sistemas políticos los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente actuarán bajo un criterio fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende su carrera política como antes, en la era priista, ésta dependía del presidente. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía: no hay nada esotérico en este asunto. Pero es obvio quién y qué gana y pierde en cada caso.

Es evidente la razón de la reticencia de los partidos y de la presidencia para la adopción de la reelección como mecanismo para la construcción de pesos y contrapesos en el sistema político. Con la lógica de dueño, tanto los líderes partidistas como el presidente, podrían acabar perdiendo una prerrogativa fundamental (para el control político) de aprobarse la reelección de legisladores. La reelección abriría, al menos potencialmente, una nueva era política. Pero el resultado que muchos de sus proponentes esperan no está garantizado.

Dos son los argumentos principales por parte de los detractores de la reelección: primero, que impide la renovación de la élite política, en buena medida porque le confiere enormes ventajas a quien ya ocupa una curul, disminuyendo la competitividad de sus potenciales contrincantes. Y, segundo, que, dado la naturaleza peculiar de nuestro poder legislativo donde conviven legisladores electos por distrito con otros seleccionados (de manera distinta en el congreso y en el senado) por representación proporcional, podríamos acabar, por ejemplo, con senadores producto de una primera minoría (o sea, que perdieron la elección) por hasta doce años. Ambas preocupaciones tienen mérito pero su dinámica es casi opuesta.

De los beneficios potenciales de la reelección, los dos cruciales son la cercanía con el votante y la profesionalización del legislador. Desde mi punto de vista, ambas superan el costo de la falta de «movilidad» legislativa, máxime en una era de creciente complejidad.

El verdadero embrollo reside en la convivencia de dos tipos de legisladores  (representación directa y proporcional) y ese no es un asunto menor. Puesto de manera directa, la reelección es incompatible con la existencia de ese híbrido: para funcionar tendría que desaparecer alguno de los dos procedimientos de elección. Lo mismo con la pretensión de “palomear” a quienes podrían reelegirse. De no resolverse estos asuntos, la reelección acabaría siendo un desastre.

Hay varios ángulos que deben ser contemplados antes de ir, cual el Borras, a un resultado peor a lo actual: primero, la reelección funciona siempre y cuando exista un legislador por distrito; éste puede ser electo de manera directa o proporcional, pero si no existe ese vínculo distrito-legislador, la reelección no tendrá beneficio alguno. Segundo, históricamente, muchos de nuestros mejores legisladores han sido electos como plurinominales y, probablemente, muchos no podrían ganar una elección directa. Es decir, en algunos escenarios, podríamos acabar con un poder legislativo de mucha peor calidad independientemente de la potencial cercanía legislador-ciudadano. Aunque parezca imposible, es concebible un entorno en el que los legisladores gozan de un prestigio todavía menor. Finalmente, de eliminarse los plurinominales o su equivalente en el senado, algunos partidos disminuirían en representatividad. Esto no necesariamente sería algo malo (sin duda reduciría algo de la corrupción rampante), pero implicaría decisiones difíciles, de esas que no le gustan a nuestros políticos. Una redistritación del país, quizá aumentando el número de curules por representación directa a cambio de los plurinominales, podría atenuar el costo.

En contraste con la complejidad inherente a nuestro sistema legislativo, la reelección de presidentes municipales no requiere más que una decisión política: los potenciales beneficios son claros y los riesgos relativamente menores. Dicho eso, la reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

¿Qué futuro?

Luis Rubio

Hace unos días, cambiando de canales en un hotel, me encontré con un programa de discusión en TVE, la televisora española. Debatían un acontecimiento criminal en Málaga, pero lo interesante era su marco de referencia implícito. El asunto en cuestión era la violación de una mujer con discapacidad mental por parte de un grupo de hombres que la habían secuestrado y llevado a un apartamento; horas después, la policía finalmente localizó a la mujer y la llevó a un hospital. En la discusión hubo dos cosas que me llamaron la atención por su trascendencia para nosotros. Primero, daban por obvio que la policía sería diligente y competente para localizar a la mujer. Segundo, en palabras de una de las participantes del programa, citando de memoria, “pero en qué estaban pensando estos señores: los van a detener en un momento y todos van a acabar en la cárcel”. Ninguna de esas premisas sería posible de asumir en México.

Más allá de crisis, pasajeras o estructurales, la gran diferencia entre un país desarrollado como España y otro como México reside en la calidad del gobierno. Un gobierno tiene responsabilidades elementales que constituyen la esencia de la capacidad de la sociedad de funcionar de manera eficaz y exitosa. Si bien hay muchas definiciones de lo que deben ser esas responsabilidades y diferentes posturas sobre lo que debe caracterizar a la función gubernamental, nadie disputaría lo esencial: la seguridad pública, las reglas del juego para la actividad económica, electoral y política, los servicios municipales, la justicia y la infraestructura tanto física como institucional que se requiere para que un país funcione. Algunos limitarían las funciones gubernamentales a lo básico (“el mejor gobierno es el que gobierna menos”), en tanto que otros preferirían un “estado de bienestar” integral, pero todos aceptarían que un gobierno eficaz es factor crucial para el funcionamiento de un país. En México somos muy dados a entrar en discusiones ideológicas sobre estos asuntos cuando ni siquiera tenemos lo esencial, eso que las personas en el panel de discusión español daban por hecho.

Hablamos de crecimiento económico, competitividad, derechos humanos, justicia y otros atributos y objetivos deseables pero no reconocemos que carecemos de lo esencial –un sistema de gobierno- susceptible de contribuir al logro de los mismos. Se aprueban reformas legales grandiosas que establecen nuevos derechos ciudadanos y, en muchas, nuevas obligaciones para el gobierno, pero no se asume la total incapacidad –física, institucional y financiera- del mismo para lograrlo. Hablamos de corrupción con un tono moralista que haría parecer que nunca vemos un acto semejante y, por supuesto, que jamás hemos estado involucrados en uno. Lo esencial -la estructura, funciones y capacidad de acción del gobierno- no existe o, cuando existe, es muy inferior a lo necesario. Peor si miramos hacia los estados y municipios.

El país enfrenta dos retos fundamentales en cuanto a la función gubernamental. Una tiene que ver con la calidad del gobierno y la otra con su capacidad para procesar conflictos y crear condiciones para una prosperidad permanente. Lo primero tiene que ver con la administración y sus objetivos; lo segundo con la fortaleza de las instituciones y sus contrapesos.

Históricamente, el gobierno mexicano fue relativamente exitoso cuando se ejerció un poder centralizado que imponía su autoridad tanto sobre la población como sobre los otros factores de poder político y administrativo, pero eso era posible antes de la globalización y la red de relaciones mundial que caracteriza a la población en la actualidad. En ausencia de instituciones confiables y de una estructura federal con responsables obligados a rendir cuentas, la historia del país está llena de revoluciones, levantamientos, inestabilidad y/o pobre desempeño económico. No es casualidad que el instinto del actual gobierno federal sea hacia la centralización. La pregunta relevante es si esa centralización será un instrumento o un objetivo: si es instrumento, podría emplearse para construir un nuevo régimen de instituciones que permita una era de estabilidad y prosperidad;  si se trata de un objetivo, lo único que logrará será imponer un orden temporal que, como hemos visto tantas veces en el pasado, tiende a ser poco duradero y eso si es que acaba bien.

Por lo que toca a las responsabilidades administrativas del gobierno, hay cosas que funcionan, otras no. Mal que bien, por ejemplo, prácticamente la totalidad de las zonas urbanas del país cuenta con agua potable, drenaje y electricidad. Lo mismo se puede decir de la educación o de la presencia de policías y tribunales a lo largo del territorio. Una conclusión a lo que esto podría llevar es que el gobierno “hace lo que puede” y que si uno observa diversos índices de cobertura, estos han ido mejorando en el tiempo. Otra manera de verlo es que los servicios tienden a ser de muy pobre calidad, el desperdicio es enorme y, en cualquier caso, no conducen a la construcción de un país moderno, con mejores oportunidades de desarrollo para toda la población. Ambas visiones son ciertas y complementarias: tenemos un sistema de gobierno ensimismado, dedicado a satisfacer los objetivos e intereses de sus propios integrantes antes que las necesidades de la población.

El caso de las policías y la administración de justicia es particularmente notable: con muy pocas excepciones, ahí se evidencia una de las mayores carencias –y lacras- de la función gubernamental. El país requiere una radical transformación del enfoque de la función del gobierno: éste tiene que concebirse como garante de las libertades y derechos de la población y como promotor del desarrollo, para lo cual tiene que dedicarse a crear condiciones que lo hagan posible. El gobierno prometió eficacia, algo necesario pero no suficiente: no basta con que “haga que las cosas pasen”; también necesita que se avance el desarrollo. Con el país atorado, éste sería un buen momento para reenfocar la estrategia.

Las instituciones son el medio y la forma a través del cual una sociedad procesa conflictos y crea condiciones para la prosperidad. En contraste con la función gubernamental, las instituciones, para serlo, tienen que ser permanentes, es decir, no depender de la voluntad de una persona. Una institución es fuerte cuando crea reglas del juego a las que todos se ciñen. Esa es la clave: despersonalización y permanencia.

Las integrantes del panel televisivo español daban por hecho que existe un gobierno de instituciones. Eso es lo que nos hace falta: un gobierno que funcione y que no dependa de quien está en el poder.

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

México: energía versus ecología

América Economía – Luis Rubio

En la película navideña «It’s a wonderful life», un ángel de la guarda, Clarence, le muestra a George Bailey qué hubiera pasado de no haber vivido. Para ello inventa el pueblo Pottersville, la ciudad del malvado Potter, para ilustrar cómo podría haber sido tan terrible e inhóspito el lugar de no haber nacido Bailey. Bailey reconsidera su decisión de saltar del puente y regresa triunfante en la épica hollywoodesca. El problema, dice Gary Kamiya*, es que muchos prefieren la vida excitante y pervertida de Pottersville a la aburrición y tranquilidad que Bedford Falls representa. En Bedford Falls todo es un mundo ideal desde la perspectiva de lo «correcto»; Pottersville es el mundo de lo deseable, de lo divertido. Sirva esta metáfora para ilustrar que lo políticamente correcto no siempre es la mejor política pública.

En los últimos años, México adoptó una serie de medidas en materia energética y ambiental que serían lógicas y aceptables -políticamente correctas- en el mundo ideal, pero que chocan con el mejor interés y características del país en la actualidad. Al inicio del año pasado se legisló en materia ambiental (Ley General de Cambio Climático), adoptándose un régimen casi tan estricto como el que caracteriza a la Unión Europea. La legislación establece metas sumamente restrictivas, como que para 2024 el 35% de la energía que se produzca en el país provenga de fuentes renovables y que para 2050 la emisión de carbón sea 50% inferior a la de 2000. La aprobación de la ley trajo como consecuencia dos reacciones: por un lado, el aplauso de todos los políticamente correctos que legítimamente abrazan un mundo menos contaminado, pero generalmente sin contemplar las implicaciones del régimen adoptado. Por otro lado, como es usual, la ley establece metas grandiosas pero no instrumentos específicos ni sanciones. Es decir, algunos por desidia y otros por responsabilidad, nuestros legisladores optaron por el aplauso sin generar costos intolerables. Recientemente, se ha dado otro paso hacia adelante en la misma dirección con la iniciativa hacendaria de imponer un impuesto al carbón.

Resulta absurdo penalizar el uso de energías tradicionales, quizá la mayor ventaja comparativa potencial con que cuenta el país, máxime en esta época en que el precio del gas natural podría convertirse en una fuente de crecimiento, empleo y riqueza inenarrable.

Desde mi perspectiva, el criterio central que los mexicanos deberíamos adoptar para el futuro es el del crecimiento económico. Ese objetivo es el único que une a todos los partidos, fuerzas políticas, sindicatos, empresarios y ciudadanos: todos queremos una economía pujante y boyante que permita elevar los niveles de vida, generar más y mejores empleos y crear condiciones más amables para resolver nuestros problemas -los nuevos y los ancestrales. En esta era del mundo, la única forma de lograr el crecimiento es elevando la productividad y siendo cada vez más competitivos. La pregunta es si esto choca con el régimen ambiental que se promueve.

En términos pragmáticos es imperativo reconocer dos factores: por un lado, paradójicamente, ningún tratado internacional ni régimen legal (tipo Kyoto), exige que un país como México tenga que asumir semejante compromiso. Para bien o para mal, ninguno de los tratados incorpora a los países en desarrollo en el régimen de compromisos. La aprobación de la ley ofrecía una enorme oportunidad de lucimiento para el país ante la realización de la Conferencia sobre Cambio Climático en Cancún hace un par de años. Sin embargo, también demuestra una necesidad de complacer antes que un reconocimiento de las realidades y necesidades del país.

El otro factor que es necesario reconocer es que es una absoluta locura asumir un régimen de eliminación de fuentes de energía basadas en carbón en un país en desarrollo con amplios recursos de petróleo y gas. Lo que se requiere es un régimen de competencia -un verdadero mercado- que permita el desarrollo de distintas formas y fuentes de energía y tecnologías para desarrollarla, incluyendo, por supuesto a las renovables. Resulta absurdo penalizar el uso de energías tradicionales, quizá la mayor ventaja comparativa potencial con que cuenta el país, máxime en esta época en que el precio del gas natural podría convertirse en una fuente de crecimiento, empleo y riqueza inenarrable. La reforma energética propone liberalizar al mercado nacional y, de hacerse esto con un proyecto que efectivamente se fundamente en la competencia, permitiría hacer florecer tanto las energías tradicionales como las nuevas, renovables. Lo que no tiene sentido sería comprometer ingentes inversiones en energías alternativas cuando un mercado eficiente podría hacerlo a un mucho menor costo y de manera compatible con el crecimiento económico. No es casualidad que naciones como China, Brasil e India se hayan mantenido al margen: mejor que los critiquen por no decir nada que por incumplir sus compromisos.

Según el Instituto Bruno Leoni de Italia**, el costo de crear un empleo «verde» es equivalente al de crear 6.9 empleos industriales. Esta lógica fue la que llevó al connotado ambientalista alemán Fritz Vahrenholt a afirmar que, en una época de austeridad y restricciones en todos los frentes, «estamos destruyendo los cimientos de nuestra prosperidad. Al final, lo que estamos haciendo es poner en riesgo al sector automotriz alemán, al acero, cobre y sector químico y del silicio…». Si así piensa uno de los héroes del movimiento verde, ¿qué nos lleva a nosotros a ser más papistas que el Papa?

El tema del futuro es la productividad porque esa es la principal fuente de competitividad, factor que atrae inversión y permite generar empleos que agregan más valor y, por lo tanto, pagan mejores salarios. Además, mayor productividad conlleva un menor consumo de energía y, por lo tanto, contamina menos. Como todos sabemos, la productividad implica hacer más con menos y para eso se requieren condiciones que lo hagan posible. En el caso de la energía, el asunto medular es la creación de un mercado competitivo, no ingentes inversiones gubernamentales o impuestos paralizantes.

Bjorn Lomborg, el ambientalista que abandonó el movimiento cuando se percató de que el costo de asumir la lucha contra el calentamiento global era enorme frente a lo limitado del potencial de lograr el objetivo deseado, dice que la mayor parte del dinero invertido en combatir el cambio climático -sobre todo subsidios directos e indirectos a la generación de energía renovable- constituye un desperdicio porque incluso los regímenes más restrictivos no tienen ninguna posibilidad de modificar las tendencias en esta materia. Frente a eso, nosotros haríamos bien en dedicarnos a eliminar los impedimentos al crecimiento de la productividad, pues es de ahí donde saldrá el ingreso y el empleo que el país tanto necesita.

http://www.americaeconomia.com/node/103447

A LA MITAD DEL RIO

Forbes -Luis Rubio

Octubre 2013

MARIE CURIE, LA CIENTIFICA GANADORA DEL PREMIO NOBEL, EN ALGUNA ocasión afirmó que “uno nunca se percata de lo que se ha hecho, uno sólo puede ver lo que falta por hacerse”. Esa es, en cierta forma, la maldición de los políticos, no importa qué hagan y menos en esta era de expectativas exacerbadas.

La población no reconoce lo realizado y siempre reclama lo que falta o lo que otros ya tienen.  Se trata de un círculo que con mucha facilidad se torna vicioso, razón por la cual es mucho más fácil (de hecho, inevitable) actuar cuando hay una crisis, en tanto que lo típico, cuando las cosas marchan bien, es evitar correr riesgos.

Las crisis obligan a actuar simplemente porque el deterioro es inmediato, sobre todo cuando se trata de crisis cambiarias como las que nos tocó vivir hace algunas décadas. Los precios se disparaban en cuestión de horas, las tasas de interés subían, las empresas despedían personal y los consumidores corrían a comprar lo posible, antes de que los precios subieran. Para un gobierno en esa situación hay de dos: actúa o actúa.

Lo anterior no quiere decir que sus respuestas siempre sean las idóneas, en el último medio siglo (o más), Argentina ha sido el perfecto ejemplo de un país que se rehúsa a actuar, pero su caso es un tanto excepcional porque se trata de un país cuya población no crece y el país es superavitario en producción de alimentos. Ésa combinación ha permitido toda clase de tropelías e irresponsabilidades.

Los gobiernos mexicanos no han tenido semejante opción. Cuando las crisis se presentaron, el gobierno tuvo que actuar. En cierta forma, los mexicanos hemos sido muy privilegiados por el hecho de que los gobiernos que enfrentaron las crisis financieras de las décadas de 1970 a 1990 lo hicieron de manera directa y sin miramientos.

Claramente, los gobiernos tenían alternativa, pero lo que es factual es que en cada ocasión fueron los técnicos quienes tomaron las riendas del proceso, aunque después las tuvieran que ceder. El problema en esto último: el país revolvió sus crisis y, por casi 20 años, ha logrado evitar una más, pero eso no quiere decir que haya logrado construir una plataforma propicia para el crecimiento sostenido de la economía, ni mucho menos para la construcción de un país moderno, civilizado y desarrollado.

El problema de México es que se ha quedado a la mitad del río. Se han llevado a cabo innumerables reformas políticas, pero estamos lejos de consolidar un sistema político del que los actores clave (por ejemplo los partidos políticos) estén satisfechos y le concedan legitimidad sin disputas, ni mucho menos uno en el que los políticos le respondan al ciudadano. En la economía conviven dos mundos contradictorios, uno tan exitoso y competitivo como el mejor del mundo, otro que con dificultad se diferencia de los países más retrógradas del tercer mundo.

El Poder Judicial se encuentra atorado en una reforma, que es rechazada por la mayor parte de quienes son sus actores principales y aparentemente no hay nadie dispuesto a conducirla a buen puerto. Las policías del país, con pequeñas excepciones, son inadecuadas, por decir lo menos, para el tipo de reto que enfrenta el país en el ámbito de la criminalidad. En el ámbito social, el país exhibe una desigualdad que hace imposible pretender que nos acercamos al mundo del desarrollo.

“LO QUE MÁS SE NECESITA ES UNA VISIÓN DE DESARROLLO QUE HAGA POSIBLE EMPATAR LAS MEDIDAS QUE SE ADOPTAN HOY CON LOS OBJETIVOS A LOS QUE LOS MEXICANOS ASPIRAMOS LOGRAR MAÑANA”.

Mi punto en todo esto no es decir que todo está mal o que no ha habido progreso alguno, sino que es indispensable reconocer el tamaño del reto, pero sobre todo su naturaleza.  El país de hoy en muy poco se asemeja al que vivíamos hace algunas décadas: aunque estamos lejos de haber alcanzado el desarrollo, el México de hoy ya no es el país pobre de antaño.

Por supuesto que se requieren reformas que hagan posible el crecimiento acelerado de la economía, pero lo que más se necesita es una visión de desarrollo que haga posible empatar las medidas que se adoptan hoy, con los objetivos a los que los mexicanos aspiramos lograr mañana. Es decir, el verdadero reto no es de una reforma aquí y otra allá, sino de una claridad de visión y de liderazgo, susceptibles de conducir el proceso para hacerla realidad.

 LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, AC

 

 

Energía vs ecología

Luis Rubio

En la película navideña “It’s a wonderful life”,  un ángel de la guarda, Clarence, le muestra a George Bailey qué hubiera pasado de no haber vivido. Para ello inventa el pueblo Pottersville, la ciudad del malvado Potter, para ilustrar cómo podría haber sido tan terrible e inhóspito el lugar de no haber nacido Bailey. Bailey reconsidera su decisión de saltar del puente y regresa triunfante en la épica hollywoodesca. El problema, dice Gary Kamiya*, es que muchos prefieren la vida excitante y pervertida de Pottersville a la aburrición y tranquilidad que Bedford Falls representa. En Bedford Falls todo es un mundo ideal desde la perspectiva de lo “correcto”; Pottersville es el mundo de lo deseable, de lo divertido. Sirva esta metáfora para ilustrar que lo políticamente correcto no siempre es la mejor política pública.

En los últimos años, el país adoptó una serie de medidas en materia energética y ambiental que serían lógicas y aceptables –políticamente correctas- en el mundo ideal, pero que chocan con el mejor interés y características del país en la actualidad. Al inicio del año pasado se legisló en materia ambiental (Ley General de Cambio Climático), adoptándose un régimen casi tan estricto como el que caracteriza a la Unión Europea. La legislación establece metas sumamente restrictivas, como que para 2024 el 35% de la energía que se produzca en el país provenga de fuentes renovables y que para esa fecha la emisión de carbón sea 50% inferior a la de 2000. La aprobación de la ley trajo como consecuencia dos reacciones: por un lado, el aplauso de todos los políticamente correctos que legítimamente abrazan un mundo menos contaminado, pero generalmente sin contemplar las implicaciones del régimen adoptado. Por otro lado, como es usual, la  ley establece metas grandiosas pero no instrumentos específicos ni sanciones. Es decir, algunos por desidia y otros por responsabilidad, nuestros legisladores optaron por el aplauso sin generar costos intolerables. Recientemente, se ha dado otro paso hacia adelante en la misma dirección con la iniciativa hacendaria de imponer un impuesto al carbón.

Desde mi perspectiva, el criterio central que los mexicanos deberíamos adoptar para el futuro es el del crecimiento económico. Ese objetivo es el único que une a todos los partidos, fuerzas políticas, sindicatos, empresarios y ciudadanos: todos queremos una economía pujante y boyante que permita elevar los niveles de vida, generar más y mejores empleos y crear condiciones más amables para resolver nuestros problemas –los nuevos y los ancestrales. En esta era del mundo, la única forma de lograr el crecimiento es elevando la productividad y siendo cada vez más competitivos. La pregunta es si esto choca con el régimen ambiental que se promueve.

En términos pragmáticos es imperativo reconocer dos factores: por un lado, paradójicamente, ningún tratado internacional ni régimen legal (tipo Kyoto), exige que un país como México tenga que asumir semejante compromiso. Para bien o para mal, ninguno de los tratados incorpora a los países en desarrollo en el régimen de compromisos. La aprobación de la ley ofrecía una enorme oportunidad de lucimiento para el país ante la realización de la Conferencia sobre Cambio Climático en Cancún hace un par de años. Sin embargo, también demuestra una necesidad de complacer antes que un reconocimiento de las realidades y necesidades del país.

El otro factor que es necesario reconocer es que es una absoluta locura asumir un régimen de eliminación de fuentes de energía basadas en carbón en un país en desarrollo con amplios recursos de petróleo y gas. Lo que se requiere es un régimen de competencia -un verdadero mercado- que permita el desarrollo de distintas formas y fuentes de energía y tecnologías para desarrollarla, incluyendo, por supuesto a las renovables. Resulta absurdo penalizar el uso de energías tradicionales, quizá la mayor ventaja comparativa potencial con que cuenta el país, máxime en esta época en que el precio del gas natural podría convertirse en una fuente de crecimiento, empleo y riqueza inenarrable. La reforma energética propone liberalizar al mercado nacional y, de hacerse esto con un proyecto que efectivamente se fundamente en la competencia, permitiría hacer florecer tanto las energías tradicionales como las nuevas, renovables. Lo que no tiene sentido sería comprometer ingentes inversiones en energías alternativas cuando un mercado eficiente podría hacerlo a un mucho menor costo y de manera compatible con el crecimiento económico. No es casualidad que naciones como China, Brasil e India se hayan mantenido al margen: mejor que los critiquen por no decir nada que por incumplir sus compromisos.

Según el Instituto Bruno Leoni de Italia**, el costo de crear un empleo “verde” es equivalente al de crear 6.9 empleos industriales. Esta lógica fue la que llevó al connotado ambientalista alemán Fritz Vahrenholt a afirmar que, en una época de austeridad y restricciones en todos los frentes, “estamos destruyendo los cimientos de nuestra prosperidad. Al final, lo que estamos haciendo es poner en riesgo al sector automotriz alemán, al acero, cobre y sector químico y del silicio…”. Si así piensa uno de los héroes del movimiento verde, ¿qué nos lleva a nosotros a ser más papistas que el Papa?

El tema del futuro es productividad porque esa es la principal fuente de competitividad, factor que atrae inversión y permite generar empleos que agregan más valor y, por lo tanto, pagan mejores salarios. Además, mayor productividad conlleva un menor consumo de energía y, por lo tanto, contamina menos. Como todos sabemos, la productividad implica hacer más con menos y para eso se requieren condiciones que lo hagan posible. En el caso de la energía, el asunto medular es la creación de un mercado competitivo, no ingentes inversiones gubernamentales o impuestos paralizantes.

Bjorn Lomborg, el ambientalista que abandonó el movimiento cuando se percató de que el costo de asumir la lucha contra el calentamiento global era enorme frente a lo limitado del potencial de lograr el objetivo deseado, dice que la mayor parte del dinero invertido en combatir el cambio climático –sobre todo subsidios directos e indirectos a la generación de energía renovable- constituye un desperdicio porque incluso los regímenes más restrictivos no tienen ninguna posibilidad de modificar las tendencias en esta materia. Frente a eso, nosotros haríamos bien en dedicarnos a eliminar los impedimentos al crecimiento de la productividad, pues es de ahí donde saldrá el ingreso y el empleo que el país tanto necesita.

*http://www.salon.com/2001/12/22/pottersville/

** http://online.wsj.com/article/SB10001424052702304203604577398541135969380.html?mod=googlenews_wsj

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

La principal necesidad en México: que gobiernen

América Economía – Luis Rubio

Cuenta una historia que Mark Twain, el gran autor estadounidense, y el novelista William Dean Howells, salieron a caminar una mañana sólo para encontrarse en la mitad de un chubasco. «¿Crees que parará?», preguntó Howells. «Siempre pasa», respondió Twain. Gobiernos van y gobiernos vienen, pero la constante en nuestro país parece ser un mal sistema de gobierno que, a diferencia de la lluvia, no termina de manera natural. Luego de muchos años de gobiernos incompetentes e insuficientes, ahora tenemos uno que cuenta con atributos clave para poder gobernar de manera efectiva por lo que éste es un momento propicio para preguntar cuál es la función del gobierno en el desarrollo del país.

La interrogante no es especialmente mexicana en naturaleza. Innumerables naciones experimentan problemas que podemos reconocer como nuestros, desde el abuso burocrático hasta la naturaleza cambiante de los ordenamientos legales. Algunos países comienzan a avanzar intentos para enfrentar el problema y hay mucho que podríamos aprender de ellos.

Es evidente que se requieren reformas en diversos ámbitos, pero lo que más se requiere es un gobierno con claridad de miras y comprensión de que su obligación principal es gobernar. Parecería obvio, pero esto es algo que no ocurre en México desde hace por lo menos 40 años.

Aunque el debate público es prolijo en respuestas explícitas e implícitas a la interrogante sobre las responsabilidades del gobierno, lo primero que es evidente es que la función de un gobierno es, ante todo, gobernar. Podría parecer redundante, pero México es un país que hace mucho no ha sido gobernado. Más allá de acciones específicas que, bien o mal, el gobierno –el actual y los anteriores- satisface de manera normal, como la política exterior, defensa y administración tributaria, por citar algunas obvias, la función de gobernar hace mucho que prácticamente no existe en el país. Ejemplos sobran: el pobre desempeño económico, la persistente entrada (ilegal) y tránsito de migrantes, la inseguridad pública, la violencia, el mal uso de los dineros públicos a todos los niveles de gobierno, el sistema de justicia y, en particular, la propensión a cambiar las reglas del juego cada rato, igual en materia comercial que electoral, en el déficit fiscal y en los impuestos. ¿Cómo se puede esperar que un país funcione cuando el entorno legal y regulatorio cambia con frecuencia y sin mayor razón que las preferencias de los políticos del momento?

Hace algunos años caminaba yo por una calle de enorme circulación en Seúl, la capital de Corea; una calle ancha, llena de camiones y coches. De pronto, al llegar a una esquina de una calle menor vi a un niño que seguramente no tenía más de tres o cuatro años salir destapado en su mini bicicleta hacia la gran avenida, cruzarla y dar la vuelta para incorporarse en el tráfico. Me quedé estupefacto de lo que acababa de ver y mientras más lo pensé más me impresionó el hecho de que ni el niño ni sus padres tenían la menor duda de que todos los coches respetarían las reglas del juego, en este caso la del semáforo. Luz verde es equivalente a avanzar, luz roja es equivalente a parar. La implicación es obvia: hay reglas claras que todo mundo entiende y cumple y un gobierno que las hace cumplir. No hay cuentos.

La cuestión en México no es filosófica. Podemos debatir si más gobierno o menos gobierno, pero la primera premisa tiene que ser la de que exista un gobierno en forma, capaz de hacer cumplir las leyes y las reglas del juego. Eso que el niño coreano daba por hecho y, al dejarlo solo en una calle tan inmensamente compleja, sus padres asumían como válido, es algo imposible en México por inexistente. La violación sistemática de las reglas de tránsito no es más que un síntoma de toda una forma de ser. Un buen gobierno es aquel que muestra liderazgo, se gana la confianza de la población, manda sobre todas las instancias burocráticas y, como resultado, logra credibilidad frente a los causantes fiscales no sólo de su competencia, sino de su legitimidad para perseguir a quienes violen las leyes, sean estos evasores fiscales o grupos dedicados a bloquear la circulación en las calles. Un buen gobierno se gana la confianza de la ciudadanía y, con esa legitimidad, pues, gobierna. Como dice Stein Ringen en un interesante libro*, el gobierno debería preocuparse menos por grandes cambios legales que por gobernar bien y, con ello, ganarse la obediencia de la población.

El problema de la incertidumbre sobre las reglas del juego no es novedoso. Hace veinte años el gobierno de entonces encontró una forma de resolverlo que resultó prodigiosa: el TLC norteamericano. Más que un tratado comercial, el verdadero propósito del TLC fue conferirle certidumbre a los inversionistas porque se creó un marco legal y regulatorio que no puede ser modificado cada que el burócrata se levante de mal humor. El TLC logró resolver un problema fundamental para empresas grandes, tanto mexicanas como extranjeras, que tienen la escala y el tamaño para poder utilizar sus mecanismos para lograr esa certidumbre, pero no así para la abrumadora mayoría de las empresas y changarros que viven al acecho de burócratas e inspectores porque no tienen alternativa. En una palabra, se creó un mecanismo de certidumbre pero sólo para una parte de la economía.

Enfrentando una situación similar, el gobierno chino está experimentando con una nueva zona de libre comercio en Shanghai, cuyo principal objetivo es el de establecer un marco regulatorio al que el gobierno de la ciudad y del país se compromete a no modificar, de tal suerte que los inversionistas y empresarios cuenten con la certeza de que hay predictibilidad en las reglas del juego. Hace unos días un empresario me decía que, de haber imaginado que el gobierno modificaría el marco fiscal de manera tan agresiva como lo ha propuesto, su compañía no se habría lanzado a una inversión de casi mil millones de dólares. Ese tipo de incertidumbre que padecen las empresas grandes y chicas en el país es a lo que el gobierno chino está intentando responder.

El gobierno tiene una función medular en el desarrollo del país y ésta trasciende las políticas sectoriales específicas. Su principal responsabilidad es la de crear un marco político y económico de certidumbre que tranquilice a la población, le genere confianza y predictibilidad. El éxito de los gobiernos de la era del desarrollo estabilizador -1940 a 1970- residió en que nunca perdieron claridad de la naturaleza de su función y responsabilidad. En una sociedad democrática, dice Ringen, los ciudadanos “controlan a los gobernantes y estos nos gobiernan”. Es evidente que se requieren reformas en diversos ámbitos, pero lo que más se requiere es un gobierno con claridad de miras y comprensión de que su obligación principal es gobernar. Parecería obvio, pero esto es algo que no ocurre en México desde hace por lo menos 40 años.

http://www.americaeconomia.com/node/103011

Confusiones y certidumbres

 Luis Rubio

Cuenta una historia que Mark Twain, el gran autor estadounidense, y el novelista William Dean Howells salieron a caminar una mañana, solo para encontrarse en la mitad de un chubasco. “¿Crees que parará?” preguntó Howells. “Siempre pasa” respondió Twain. Gobiernos van y gobiernos vienen pero la constante en nuestro país parece ser un mal sistema de gobierno que, a diferencia de la lluvia, no termina de manera natural. Luego de muchos años de gobiernos incompetentes e insuficientes, ahora tenemos uno que cuenta con atributos clave para poder gobernar de manera efectiva por lo que éste es un momento propicio para preguntar cuál es la función del gobierno en el desarrollo del país.

La interrogante no es especialmente mexicana en naturaleza. Innumerables naciones experimentan problemas que podemos reconocer como nuestros, desde el abuso burocrático hasta la naturaleza cambiante de los ordenamientos legales. Algunos países comienzan a avanzar intentos para enfrentar el problema y hay mucho que podríamos aprender de ellos.

Aunque el debate público es prolijo en respuestas explícitas e implícitas a la interrogante sobre las responsabilidades del gobierno, lo primero que es evidente es que la función de un gobierno es, ante todo, gobernar. Podría parecer redundante, pero México es un país que hace mucho no ha sido gobernado. Más allá de acciones específicas que, bien o mal, el gobierno –el actual y los anteriores- satisface de manera normal, como la política exterior, defensa y administración tributaria, por citar algunas obvias, la función de gobernar hace mucho que prácticamente no existe en el país. Ejemplos sobran: el pobre desempeño económico, la persistente entrada (ilegal) y tránsito de migrantes, la inseguridad pública, la violencia, el mal uso de los dineros públicos a todos los niveles de gobierno, el sistema de justicia y, en particular, la propensión a cambiar las reglas del juego cada rato, igual en materia comercial que electoral, en el déficit fiscal y en los impuestos. ¿Cómo se puede esperar que un país funcione cuando el entorno legal y regulatorio cambia con frecuencia y sin mayor razón que las preferencias de los políticos del momento?

Hace algunos años caminaba yo por una calle de enorme circulación en Seúl, la capital de Corea; una calle ancha, llena de camiones y coches. De pronto, al llegar a una esquina de una calle menor vi a un niño que seguramente no tenía más de tres o cuatro años salir destapado en su mini-bicicleta hacia la gran avenida, cruzarla y dar la vuelta para incorporarse en el tráfico. Me quedé estupefacto de lo que acababa de ver y mientras más lo pensé más me impresionó el hecho de que ni el niño ni sus padres tenían la menor duda de que todos los coches respetarían las reglas del juego, en este caso la del semáforo. Luz verde es equivalente a avanzar, luz roja es equivalente a parar. La implicación es obvia: hay reglas claras que todo mundo entiende y cumple y un gobierno que las hace cumplir. No hay cuentos.

La cuestión en México no es filosófica. Podemos debatir si más gobierno o menos gobierno pero la primera premisa tiene que ser la de que exista un gobierno en forma, capaz de hacer cumplir las leyes y las reglas del juego. Eso que el niño coreano daba por hecho y, al dejarlo solo en una calle tan inmensamente compleja, sus padres asumían como válido, es algo imposible en México por inexistente. La violación sistemática de las reglas de tránsito no es más que un síntoma de toda una forma de ser. Un buen gobierno es aquel que muestra liderazgo, se gana la confianza de la población, manda sobre todas las instancias burocráticas y, como resultado, logra credibilidad frente a los causantes fiscales no sólo de su competencia, sino de su legitimidad para perseguir a quienes violen las leyes, sean estos evasores fiscales o grupos dedicados a bloquear la circulación en las calles. Un buen gobierno se gana la confianza de la ciudadanía y, con esa legitimidad, pues, gobierna. Como dice Stein Ringen en un interesante libro*, el gobierno debería preocuparse menos por grandes cambios legales que por gobernar bien y, con ello, ganarse la obediencia de la población.

El problema de la incertidumbre sobre las reglas del juego no es novedoso. Hace veinte años el gobierno de entonces encontró una forma de resolverlo que resultó prodigiosa: el TLC norteamericano. Más que un tratado comercial, el verdadero propósito del TLC fue conferirle certidumbre a los inversionistas porque se creó un marco legal y regulatorio que no puede ser modificado cada que el burócrata se levante de mal humor. El TLC logró resolver un problema fundamental para empresas grandes, tanto mexicanas como extranjeras, que tienen la escala y el tamaño para poder utilizar sus mecanismos para lograr esa certidumbre, pero no así para la abrumadora mayoría de las empresas y changarros que viven al acecho de burócratas e inspectores porque no tienen alternativa. En una palabra, se creó un mecanismo de certidumbre pero sólo para una parte de la economía.

Enfrentando una situación similar, el gobierno chino está experimentando con una nueva zona de libre comercio en Shanghai cuyo principal objetivo es el de establecer un marco regulatorio al que el gobierno de la ciudad y del país se compromete a no modificar, de tal suerte que los inversionistas y empresarios cuenten con la certeza de que hay predictibilidad en las reglas del juego. Hace unos días un empresario me decía que, de haber imaginado que el gobierno modificaría el marco fiscal de manera tan agresiva como lo ha propuesto, su compañía no se habría lanzado a una inversión de casi mil millones de dólares. Ese tipo de incertidumbre que padecen las empresas grandes y chicas en el país es a lo que el gobierno chino está intentando responder.

El gobierno tiene una función medular en el desarrollo del país y ésta trasciende las políticas sectoriales específicas. Su principal responsabilidad es la de crear un marco político y económico de certidumbre que tranquilice a la población, le genere confianza y predictibilidad. El éxito de los gobiernos de la era del desarrollo estabilizador –1940 a 1970- residió en que nunca perdieron claridad de la naturaleza de su función y responsabilidad. En una sociedad democrática, dice Ringen, los ciudadanos “controlan a los gobernantes y estos nos gobiernan”. Es evidente que se requieren reformas en diversos ámbitos, pero lo que más se requiere es un gobierno con claridad de miras y comprensión de que su obligación principal es gobernar. Parecería obvio, pero esto es algo que no ocurre en México desde hace por lo menos cuarenta años.

*Nación de diablos: liderazgo democrático y el problema de la obediencia

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

Peña Nieto: obligado a redifinir sus prioridades para México

América Economía – Luis Rubio

Todos los gobiernos acaban encontrando resistencias. Algunos son muy ambiciosos y pretenden cambiar muchos componentes del statu quo, en tanto que otros simplemente se enfrentan a grupos que, con razón o sin ella, tienen intereses –y en ocasiones privilegios- que proteger. La resistencia al cambio, cuando no oposición, es una constante de la naturaleza humana. El gobierno pretende avanzar su proyecto y quienes se verían afectados pretenden evitar perder. Nada más legítimo que esas diferencias en la vida de un país. Lo que hemos vivido en estos meses con el intento de llevar a cabo una serie de reformas muestra que ningún cambio es simple, pero la oposición al cambio siempre es fuerte y, en ocasiones, devastadora. Peor cuando el cambio propuesto es poco consistente. Lo que he observado me trajo a la memoria una afirmación de Kissinger quien, refiriéndose a otro asunto, dijo que era “lamentable que ambas partes no pudieran perder”. La pregunta es cómo salir del laberinto.

Nada ilustra mejor la futilidad de la confrontación entre quienes intentan reformar y quienes se resisten que el tema de los impuestos. Ahí tenemos una ventana excepcional para analizar la dinámica política que caracteriza al país, la seriedad de la propuesta gubernamental y las dimensiones de la potencial afectación de los diversos grupos de la sociedad.

Share

Los huracanes jugarán una parte medular en este proceso porque, además de causar un daño inenarrable, provocarán demandas políticas que no estaban contempladas con anterioridad. Tan pronto regrese la calma sabremos de qué está realmente hecho este gobierno.

Parto del principio que el país requiere reformas fundamentales porque el statu quo no conduce al desarrollo económico, a la prosperidad o al bienestar general. Nuestra paradoja -no exclusiva de México- es que todo mundo quiere algo mejor, pero nadie está dispuesto a cambiar lo existente. La necesidad de llevar a cabo reformas es evidente.

Casi todas las reformas que ha venido avanzando el gobierno se han dividido en dos mitades: una enmienda constitucional que establece un nuevo paradigma para el sector o actividad y luego una reforma a las leyes reglamentarias para hacer efectivo el nuevo modelo. Lamentablemente, lo que destaca en muchas de las reformas que se han aprobado y las que están en proceso es un ánimo de restauración más que uno transformador. La retórica dice transformación, desarrollo y progreso pero el texto de lo que se legisla dice control y centralización del poder. Es posible que estos sean medios idóneos para construir el andamiaje institucional que haga posible romper con las lacras acumuladas, pero no deja de ser evidente un intento por recrear el viejo sistema priista, como si sus resultados fuesen encomiables o, más importante, como si se pudiera retornar a un pasado distante que no guarda semejanza alguna con la realidad de globalización, comunicación instantánea y participación social que es la realidad de hoy.

Vuelvo al caso de los impuestos porque es revelador: el gobierno parece haber analizado todos los espacios en que existe un pago de impuestos menor al esperado o debido y presentó un conjunto de modificaciones que afectan a (casi) todos. En lugar de escoger sus batallas, abrió frentes por todas partes. Algunos de éstos –como el IVA a colegiaturas- fueron claramente diseñados para ser cerrados por la oposición, regalándole dulces y banderas a cambio de modificaciones más significativas. No es una táctica nueva y siempre ha sido útil en un sistema tan dado a la imposición y confrontación verbal más que sustantiva.

Muchos de quienes se resisten tienen argumentos razonables que el gobierno (y los pactistas) no tuvieron el cuidado de analizar y evaluar. Por ejemplo, yo no se si cosas como la depreciación acelerada de cierto tipo de inversiones o la consolidación fiscal son buenas o malas, pero no tengo duda de que se trata de instrumentos de política pública concebidos para inducir o avanzar ciertos tipos de proyectos y objetivos, razón por la cual existen en casi todos los países del mundo. Puede ser deseable eliminar estos mecanismos, pero habría que entender qué es lo que dejará de ocurrir como consecuencia. Por supuesto que aumentaría la recaudación, pero habría que preguntarnos qué dejaría de haber.

En sentido contrario, me parece loable que se eliminen (algunos) regímenes especiales de tributación, que no son sino privilegios para grupos favoritos del régimen político. Pero, al mismo tiempo, es paradójico que la retórica que acompaña a la propuesta de reforma hacendaria propugne por incentivar la formalización de los informales justamente cuando se hace más complejo y, por lo tanto, menos fácil, el cumplimiento de las obligaciones fiscales. Lo mismo se puede decir del lado del gasto, donde no se toca a los gobernadores que actúan con discrecionalidad total. Paradojas que arroja la vida cuando se adopta una perspectiva burocrática de las cosas.

En el fondo, quizá la mayor debilidad del planteamiento gubernamental radique menos en su afán por elevar la recaudación que en la lógica chipotuda de su propuesta. Una propuesta pareja, como va el dicho, sería fácil de defender. Lo indefendible de la iniciativa presentada por el ejecutivo reside en la cantidad de excepciones que genera: en lugar de eliminarlas, cambia unas por otras. El caso del IVA es emblemático: para que un impuesto en cascada como el del IVA satisfaga el objetivo de obligar a todos los causantes en una cadena de compradores y vendedores a pagar el impuesto, éste tiene que ser aplicado de manera universal. No ignoro los efectos sociales de una acción en ese sentido, pero me parece que habría que pensar en formas de lidiar con esas consecuencias en lugar de mantener o crear excepciones. Cuando el régimen se aplica parcialmente, resulta imposible defender los casos excepcionales, tanto en los que se propone causar el impuesto como en aquellos en que se exenta. Ambos son una farsa no carente de tintes clientelares y políticos.

El ánimo reformista del gobierno es loable porque es imperativo reformar estructuras económicas y políticas que en la actualidad no conducen al desarrollo. Pero esas reformas tienen que efectivamente romper con los impedimentos; a la fecha no es evidente que el contenido de las reformas conduzca a un cambio de fondo, pero sí es claro que ha logrado sumar oposiciones por doquier, así como envalentonar a grupos disidentes que ven en el ánimo clientelar del gobierno oportunidades de hacerse de fortunas y espacios de poder. El gobierno se ha metido en un laberinto que va a obligarlo a definirse y a modificar sus prioridades. Los huracanes jugarán una parte medular en este proceso porque, además de causar un daño inenarrable, provocarán demandas políticas que no estaban contempladas con anterioridad. Tan pronto regrese la calma sabremos de qué está realmente hecho este gobierno.

http://www.americaeconomia.com/node/102540